domingo, 20 de febrero de 2022

Santos de hoy y de mañana (Palabras sobre la santidad - XCVII)



            ¿Y cómo serán los santos del mañana? ¿Habrá mucha diferencia? Sin duda, no hay respuesta exacta, porque la santidad viene del Señor, soberanamente libre, y de la obra creativa del Espíritu Santo, que sopla donde quiere, y suscitará nuevas respuestas de santidad allí donde surjan nuevos problemas y retos.



            Sin duda la santidad tiene unas claves que son constantes y permanentes. Nuevo tipo de santidad no podrá ser nunca la nueva imagen laicista, el hombre buenista, solidario, ecológico, al margen de Dios; el hombre que, sin más, es buena persona, “tolerante”, etc., como tampoco el mártir podrá ser, sin más, cualquier víctima, sino aquel que muere exclusivamente por Cristo, por odium fidei. Esa santidad laicizada es una burda caricatura, no puede ser la santidad del mañana.

            ¿El santo de nuestro tiempo? ¿El santo de mañana?

            “En la actual visión del hombre y del cristiano, se puede uno preguntar qué nuevo rostro tomará la santidad. En el fondo, consistirá siempre en un pleno desarrollo de la vida divina y en una perfección de la caridad. En el cristiano, la santidad no es otra cosa que una fructificación perfecta de la caridad teologal. Es una auténtica amistad con Dios y un amor gratuito y universal para con los hombres. Pero si la santidad esencial permanece idéntica a la de las edades precedentes, nos está permitido preguntarnos sobre la forma concreta que tomará la mirada de nuestros contemporáneos.


            En otras palabras, la caridad teologal deberá inventar nuevos modos de expresión, que respondan a las aspiraciones de los hombres de nuestra época. Hay que admitir de buena gana que estas aspiraciones van cada día más en el sentido de la afirmación de la persona, de sus derechos y de sus deberes. Y si hay que creer a la filosofía personalista, el hombre no se realiza en autarquía, se realiza en la medida en que entra en verdadera relación con los demás. Otro tanto sucede con el misterio de la sexualidad humana, cuyo dinamismo es una invitación al diálogo y a la comunión. Es una vocación a encontrar al otro en la comunidad de amor.

            Al salvar al hombre, Dios no puede destruir esta aspiración profunda a la comunión que ha impreso en el corazón mismo de la persona; más aún, la caridad teologal debe perfeccionar esta llamada al encuentro purificándolo de todo apego egoísta…

            El santo moderno se reclutará entre aquellos que habrán acertado a invertir las acometidas espontáneas de su corazón: su orientación habitual se volverá a la acogida y a la búsqueda de personas como personas, que encuentran inmediatamente en la amistad de un diálogo o mediatamente en el intercambio de un contacto funcional… El tipo de santidad moderno se realizará en la perfección evangélica del diálogo…” (Lafrance, J., Teresa de Lisieux, guía de almas, Madrid 2001 (3ª), 25-26).

            El gran teólogo Henri de Lubac lo dirá más ampliamente en un extenso artículo. Diseña bien las líneas fundamentales, que se dan en toda santidad, y esboza algunas líneas de futuro (Paradoja y misterio de la Iglesia, Salamanca 1967, 215-224). Sabiendo que la santidad es don y obra originalísima del Espíritu Santo, lo primero que afirma es aquello en lo que no se puede convertir la santidad del mañana: “En cambio, no resulta muy difícil indicar cierto número de rasgos que seguramente no los caracterizarán. Y no conviene que despreciemos esta primera evidencia. No serán ciertamente ideólogos. No intentarán desde luego definir o realizar en sí mismos “un nuevo tipo de santidad”, ni tampoco un nuevo tipo de sacerdotes, o de laicos. Si habrán de realizar grandes cosas, no será por medio de disertaciones sobre la osadía y las empresas atrevidas. Si habrán de traer al mundo algo que sea verdaderamente nuevo, si lograrán de abrir ante sus ojos perspectivas inéditas, no será por medio de generalidades verbales sobre la necesidad de crear y de inventar. No se imaginarán de ningún modo que están cediendo a una necesidad infantil de seguridad al apegarse a la tradición de la Iglesia: esta tradición no será para ellos un peso, sino una fuerza. Quizás haya entre ellos algunos reformadores; quizás algunos tengan que mostrarse severos: pero no serán unos reformistas y sus muestras de severidad no serán negativas y su obra de reforma no se construirá a base de resentimientos. No cederán jamás ante la facilidad engañosa y esterilizante de la oposición, que se empeñarán en presentar algunos hombres sin experiencia y sin conocimiento de la historia, entre el amor de Dios y el amor al prójimo, entre la oración y la acción, entre la vida interior y la presencia en el mundo. No confundirán nunca la apertura de la vida con la disolución o la disgregación de la muerte, ni la idolatría del hombre con la caridad fraterna. No pretenderán ir más allá del evangelio...”


           A partir de ahí, apertura a la novedad, porque nuevos son los retos, los desafíos, los problemas en un mundo que cambia con velocidad de vértigo. Santos nuevos para épocas nuevas: “Me dirá usted: ¡Pero eso es un esquema totalmente negativo! Es verdad, pero no queremos presentar con él un retrato. No se trata más que de negar unos cuantos rasgos negativos, que es menester eliminar a priori para no correr el riesgo de caer en lamentables errores. Por tanto, ¿qué será ese santo a quien estamos esperando? ¿Qué es lo que nos traerá? Según lo que acabo de decir, ¿cree usted que quiero condenarlo arbitrariamente a ser un mero repetidor de los de tiempos ya pasados? ¡Todo lo contrario! Precisamente porque nuestra época es más cambiante de todas las que le precedieron, envuelta en una especie de torbellino vertiginoso, me parece que cualquier previsión sobre este asunto resulta hoy doblemente imposible. No se trata únicamente de prescindir del Espíritu siempre imprevisible en sus invenciones; también tendríamos que especular sobre las características y las necesidades de una época, cuya  situación del mañana se nos escapa. Intentar discernir esta doble especie de novedad, sería evidentemente demasiado arriesgado. Tenemos que estar persuadidos de antemano de que el santo que estamos esperando no estará desde luego conforme con nuestras concepciones, con nuestros pronósticos o deseos. Cuando se presente ante nosotros, quizás choque. O por lo menos, nos desconcertará. Si Dios lo suscita en medio de nosotros, sentiremos la tentación de rechazarlo, a no ser que pasemos a su lado sin conocerlo siquiera... Pero él tendrá su revancha[1].

            Hablo del futuro. Pero lo que acabo de decir, es precisamente la parte de historia que vuelve a comenzar todos los días. La parte del hombre viejo, que no cambia nunca. En su doble novedad, el santo que estamos esperando será también, pero en un sentido totalmente diferente, un santo de siempre. Manifestación doblemente nueva de ese único hombre nuevo que, por no ser del tiempo, no repite nunca el pasado, sino que pertenece a todos los tiempos ya que es el reflejo de lo eterno, a través de las singularidades del tiempo[2].

            Este hombre nuevo, este santo, por muy diferente que sea de sus numerosos predecesores, reproducirá sin embargo sus rasgos esenciales, que son los únicos con los que podemos contar con toda seguridad. Por esto también será pobre, humilde, desposeído. Tendrá el espíritu de las bienaventuranzas. No maldecirá ni adulará a nadie. Amará. Tomará el evangelio al pie de la letra, o sea con todo su rigor. Una dura ascesis logrará liberarlo de sí mismo. Heredará en su corazón toda la fe de Israel, pero recordando que esta fe ha pasado por Jesús. Tomará sobre sus hombros la cruz de su salvador y se esforzará en seguirle. A su manera, que habrá de ser siempre imprevisible, nos volverá a decir lo que ya les decía a los hombres de su tiempo san Clemente de Alejandría: “Una luz ha brillado en nuestro cielo, más pura que la luz del sol y más tierna que la vida de aquí abajo”, y hará que pueda penetrar un rayo de esta luz en las tinieblas de nuestra noche”.

            Serán santos nuevos, con un modo nuevo, pero en ellos se transparentará el rostro de Dios. El santo hará que florezca lo mejor, despertará a los hombres llevándolos a Dios. “Que pase entonces un santo..., y el milagro volverá a florecer. Una confidencia de J. Monchanin: “En estos tiempos, algunos me han dicho que habían sentido a Dios a través de mí...” Esto es lo que pasaba ayer, y lo que pasará mañana[3]. De repente, hay un velo que se desgarra. Un pan de eternidad que se manifiesta. Una noche que se hace luminosa. Muchas críticas intimidantes que se revelan completamente ridículas. Se trata de una plenitud tan grande, que todo cede ante ello. Todas las negaciones se borran delante de la presencia indiscutible. El hombre empieza a respirar de nuevo. Se da cuenta, de repente, antes de cualquier análisis-, de la mediocridad religiosa que le hacía accesible a las quimeras de la crítica y que le daba su alimento. El paso de un santo es una llamada a la conversión.

            Podemos esperar que el gran santo deseado, ese santo “del que tiene tanta necesidad nuestra época”, sea un hombre que camine hacia delante “por un camino libre y fresco, empujado por la plenitud de la savia religiosa de su tiempo”, que logre sanear para el servicio de Dios, unificándolas y purificándolas en sí mismo, tantas aspiraciones que brotan y tantas energías que se desperdician en muchos de nuestros contemporáneos; que se convierta de este modo para toda una generación en un suscitador y en un entrenador, vivo símbolo para todos de una renovación cristiana a la que todos están invitados. Tenemos derecho a esperarlo, y ¿quién de nosotros no lo desearía? Pero ¿soñamos a veces en un santo que transformaría de golpe todas nuestras estructuras sociales?, ¿en un santo que instituiría milagrosamente una sociedad fraterna, o que pondría por lo menos sus primeros fundamentos?, ¿en un santo que habría de ser proclamado como tal por la opinión pública, sin deformaciones groseras?, ¿en un santo que, rompiendo el nudo de nuestras contradicciones, nos aligerase de nuestra carga de hombres?, ¿o nos hemos imaginado quizás alguna vez una especie de santidad nueva, que no germinase en el mismo suelo del sacrificio y que no participase del mismo destino de aquel a quien todos los santos han querido hasta ahora tener como maestro?, ¿un santo que no fuese signo de contradicción? Si así es, volvamos a leer el evangelio, expulsemos todos nuestros sueños y nuestros pronósticos, tomemos modestamente sobre nuestros hombres nuestra tarea de hombres, y pongamos nuestra confianza en Dios: la raza de los santos no corre el peligro de extinguirse”.



[1] “La mayor parte de la gente no comprende al santo; ni san Pablo ni san Juan les parecerían más que hombres ordinarios. Sin embargo...”. J. NEWMAN, Parochial and Plain Sermons, 3,252 (citado por L. COGNET, Newman ou la recherche de la verité, 237.

[2] Cf. R. Schutz, Unanimité dans le pluralisme. Presses de Taizé, 1966: “Lo que nos urge, como cristianos, es comunicar a Cristo a los hombres. Lo que nos importa en el fondo es el hombre, su promoción en Dios, su promoción espiritual al mismo tiempo que su promoción humana... Pero si, a causa de nuestra apertura generosa a los hombres, fuesen a desaparecer de nuestra vocación común los signos de lo intemporal, solamente habríamos adquirido una capacidad particular de participación en el mundo contemporáneo... Estaríamos incapacitados para hacer descubrir al hombre el acontecimiento de Dios, la trascendencia, la irrupción vertical de Dios... Una vida contemplativa no integrada resulta ininteligible al hombre contemporáneo. Pero no es reconocido tampoco el cristiano que se ha dejado absorber enteramente por su ambiente humano”.

[3] Cf. P. TEILHARD DE CHARDIN: “...darle a Dios –en eso consiste la santidad- un valor auténtico d realidad”.

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