jueves, 17 de junio de 2021

El Espíritu Santo en el Credo



El Credo se presenta con una estructura trinitaria: creo en Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y por tanto, creo en el ámbito de la Iglesia, el lugar donde Dios se me da y se me revela incorporándome a su pueblo elegido y santo, a la familia de Dios que es la Iglesia.



           La tercera parte del Credo expresa la fe eclesial en el Espíritu Santo y su acción: la Iglesia, el Bautismo, el perdón de los pecados, la resurrección. Aunque en la racionalidad occidental y en la espiritualidad católica, no se le ha dado mucho espacio a la reflexión sobre el Espíritu Santo, en buena medida es el gran desconocido, ya sea en la reflexión y predicación, ya sea en la relación personal con él.

            Siguiendo la formulación clásica que luego analizaremos, el Espíritu Santo es el Amor del Padre y del Hijo, la Persona de la Trinidad que “procede del Padre y del Hijo” como afirma el Credo y puesto que el Espíritu Santo es Dios igual que lo es el Padre y el Hijo “recibe una misma adoración y gloria”. La dificultad de ver al Espíritu Santo, de percibirlo pues no toma forma humana, su acción invisible, llevó a veces a negar su divinidad, lo que obligó a los Padres de la Iglesia a defender la recta fe, ofreciéndonos preciosos tratados sobre el Espíritu Santo.

            El Credo confiesa que el Espíritu Santo es Dios, la tercera persona de la Trinidad, constituyéndose así en una Comunión de Personas distintas que se aman con un amor de donación. Dios es relación, Dios es Comunión y no soledad o aislamiento. Y como el acto mismo de amar es dinámico y habla de relación, así en la Trinidad, siguiendo a san Agustín, Dios que es amor, debe poseer la misma estructura trinitaria del amor; hacen falta el amante (el Padre), el Amado (el Hijo) y el amor mismo que une amante y amado (el Espíritu Santo).



            “He aquí, pues, tres realidades: el que ama, lo que se ama y el amor. ¿Qué es el amor, sino vida que enlaza o ansía enlazar otras dos vidas, a saber, al amante y al amado? Esto es verdad, incluso en los amores externos y carnales; pero bebamos en una fuente más pura y cristalina y, hollando la carne, elevémonos a las regiones del alma. ¿Qué ama el alma en el amigo sino el alma? Aquí tenemos tres cosas: el amante, el amado y el amor” (De Trin., 8,10,14).


            ¿Quién es el Espíritu Santo? Es el Amor entre el Padre y el Hijo, hecho Persona (cf. San Agustín, De Trinit., 6,5,7). Él es Dios, igual que el Padre y el Hijo, con la misma dignidad y el mismo poder, y merece nuestra adoración y también nuestra oración, tratar con el Espíritu Santo en nuestra oración. El Espíritu Santo es el Amor, el mismo amor que el Señor derrama en nuestros corazones (cf. Rm 5,5). Así el Espíritu Santo nos hace participar del Amor de Dios, partícipes por gracia de la comunión con Dios y de la vida intratrinitaria.

            Contemplemos sumariamente estas ideas. San Agustín, especialmente en su obra De Trinitate, contribuyó de modo decisivo a la afirmación y difusión de esta doctrina en Occidente. De sus reflexiones brotaba la concepción del Espíritu santo como amor recíproco y vínculo de unidad entre el Padre y el Hijo en la comunión de la Trinidad. Dice:


            “Como llamamos propiamente al Verbo único de Dios con el nombre de Sabiduría, aunque generalmente el espíritu Santo y el Padre mismo sean Sabiduría, así también el Espíritu recibe como propio el nombre de Caridad, aunque el Padre y el Hijo sean, en sentido general, Caridad” (De Trin., 15,17,31).



   
         “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,5); y este Amor de Dios que nos comunica el Espíritu nos concede amar a Dios con su propio amor y nos permite amar al prójimo con un amor que supera lo sentimental y se convierte en amor de benevolencia, de querer y buscar siempre el bien del prójimo. Entonces se cumple lo que dice la Escritura: “Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado su Espíritu” (1Jn 4,12-13). El Espíritu Santo –Amor, Don personal de Dios- es lo opuesto a nuestra carnalidad y egoísmo: nos hace salir de nosotros mismos y amar con el Amor de Dios, amar según Dios, amar como Dios ama.

            “Es posible el amor al prójimo en el sentido enunciado por la Biblia, por Jesús. Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo. Más allá de la apariencia exterior del otro descubro su anhelo interior de un gesto de amor, de atención, que no le hago llegar solamente a través de las organizaciones encargadas de ello, y aceptándolo tal vez por exigencias políticas. Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita” (Benedicto XVI, Deus caritas est, 18).


            Asimismo, la vida intratrinitaria y el Espíritu Santo nos llevan a reconocer la estructura de lo personal. Dios es relación y comunicación en la vida intratrinitaria, y el hombre creado a su imagen y semejanza, encuentra su propia plenitud humana, su realización y su madurez, cuando sale de sí mismo y va al encuentro del otro. La persona se realiza en cuanto tal en comunión con los demás, en el diálogo con el otro, en la búsqueda del bien del otro.

            El hombre ha sido creado para la comunión personal; el “yo” requiere siempre un “tú” para generar un “nosotros”. Y se destruye el hombre y se vuelve inmaduro, cuando todo lo centra en su yo, y cuyo egoísmo le impide salir de sí y espera que todo el mundo lo ame, y absorbe el afecto de los demás sin darse nunca. Quiere su felicidad a costa del otro. Éste es el drama de una sociedad que no educa en la verdad del amor sino sólo en la sexualidad libre y en el sentimentalismo, la emoción, el instinto, y éste su gran fracaso plasmado en las rupturas matrimoniales porque vivieron un amor adolescente y narcisista en muchos casos; y otro gran fracaso es el aislamiento, soledad e incomunicación de nuestro mundo contemporáneo.

            La persona es un ser-en-relación, que sale de sí mismo y entabla relaciones de comunión, donándose libremente.


            “Ciertamente, el amor es “éxtasis”, pero no en el sentido de arrebato momentáneo, sino como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios” (Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 6).


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