martes, 6 de abril de 2021

Viviendo de otro modo (Palabras sobre la santidad - XCII)



            Parece imposible, para quienes vivimos en la tierra y hemos asumido modelos mundanos, y estamos rodeados de una secularización agresiva, que haya otro modo de vivir y de situarse en el mundo, rompiendo esquemas, siendo elementos extraños y puestos en sospecha por los demás. Pero el cristianismo, que conlleva un estilo de vida, nos sitúa de un modo distinto ante el mundo, viviendo de otra forma, sin compartir la mundanidad. No es fácil, pero es posible. Los santos son la prueba de ello.



            Cada época histórica es distinta, con retos y problemas diferentes, pero en todas se da el fenómeno de querer de algún modo acomodar el cristianismo a ese mundo, diluirlo un poco para que no resulte amenazante ni ajeno, conformarlo con una adaptación que lo vacía de vida y de verdad. Es como si lo mundano o la moda del momento tuviese que marcar la pauta del cristianismo vivido, rebajando su dogma, revolucionando su moral. En vez de sanar el mundo y redimirlo, se plagia y se asimila.

            Todos estos procesos son una traición a Cristo y al cristianismo. Lo único que logran es mundanizar la Iglesia. Pero esto es justo lo contrario de lo que vivieron y obraron los santos. Ni se mundanizaron a sí mismos ni mundanizaron a la Iglesia. La forma cristiana de su ser se mantuvo íntegra, yendo contracorriente y siendo juzgados como sospechosos.


            ¿Mundanizarse? ¿Para agradar al mundo? Los santos sólo quisieron agradar a Dios, no al mundo. La mundanidad nos desvirtúa, nos corrompe, nos aleja de la santidad; con el beato Newman, veamos los efectos de la mundanización en las almas:

            “Así como estos bienes nos llevan a amar el mundo, así también nos llevan a confiar en el mundo. No sólo nos mundanizamos, sino que perdemos la fe religiosa. Nuestros deseos se corrompen, nuestro entendimiento se oscurece, y el sentir desagrado por la verdad, poco a poco aprendemos a sostener y defender el error. San Pablo habla de los que “por haber desechado la buena conciencia, naufragaron en la fe” (1Tm 1,19). La familiaridad con este mundo vuelve a los hombres disconformes con la doctrina del camino estrecho; caen en herejías, e intentan obtener la salvación en mejores condiciones que las que Cristo nos ofrece. Este amor del mundo opera de distintas formas. Sin darse cuenta, los hombres forjan sus opiniones a partir de sus deseos. Por ejemplo, hablando a lo humano, si vemos que nuestras expectativas en el mundo dependen de determinada persona, la cortejaremos, la honraremos, adoptaremos sus puntos de vista y nos confiaremos a un poder de la carne, y llegaremos a olvidar el poder de la Providencia divina, que está por encima, y la necesidad de Su bendición para edificar la casa y guardar la ciudad” (Newman, Serm. 5, Serm. Parroq. VII, 82).

            Nunca los santos eligieron el camino ancho de la perdición, sino el camino estrecho que conduce a la vida. Ni presentaron o predicaron ese camino ancho de perdición para ser actuales y modernos, sino lo contrario: el angosto sendero y la puerta estrecha, sin disimular ni engañar.

            ¿Cómo lograron recorrer ese camino estrecho? ¿Cómo se mantuvieron fieles sin mundanizarse a pesar del influjo y seducción tan grande del mundo?

            La vida de gracia y la oración fueron sus pilares. Se mantuvieron así unidos a Cristo y viviendo según el Evangelio a pesar de los ataques del mundo y de la mentalidad general de los hombres. Sin la vida de gracia y sin oración, fácilmente caeríamos en la secularización, en los vanos intentos de plasmar la Iglesia según los criterios seculares del mundo, vaciar la doctrina de Cristo y hacerla según los slogans del momento. ¡No! No fue éste el camino de los santos, no puede ser éste nuestro camino.

            De nuevo con Newman, con un largo texto de un sermón, consideremos aquello que permitió la fidelidad e integridad de los santos:

            “No hay que suponer nunca, como perezosamente tendemos a suponer, que el don de la gracia que recibimos en el bautismo es un mero privilegio exterior, un nuevo perdón externo, en el que no interviene el corazón; o que se trate de una mera marca que se nos pone en el alma y la distingue de las almas no regeneradas, como un color o un sello desconectado por completo de los pensamientos, la mente y el corazón del cristiano. Esto sería una visión grosera y falsa de la naturaleza del don que Dios nos ha hecho en Cristo. Porque el nuevo nacimiento del Espíritu Santo pone el alma en movimiento en dirección al cielo; nos da buenos pensamientos y deseos, nos ilumina y purifica, y nos mueve a buscar a Dios. En una palabra, como ya he dicho, da una vida espiritual, nos abre los ojos de la mente de manera que empezamos a ver a Dios en todas las cosas por la fe y a mantener una relación continua con Él mediante la oración; y si cuidamos con amor esos influjos misericordiosos nos haremos más santos, más sabios, más sobrenaturales, año tras año, con el corazón siempre en proceso de cambio desde la oscuridad a la luz, desde los caminos y las obras de Satanás a la perfección de la obediencia a Dios.

            Que estas consideraciones nos sirvan para grabarnos en la mente el significado de lo que se nos manda en el texto, y otros semejantes que se encuentran en las epístolas de san Pablo… Así pues, el cristiano penetra el velo de este mundo y ve el mundo venidero. Mantiene relación con él, se dirige a Dios como un niño se dirige a su padre, con una visión tan clara de Él y una confianza tan plena, y también con reverencia tan profunda, con temblor y asombro divinos, pero siempre con certeza y seguridad –pues dice san Pablo: “sé en quién he creído” (2Tm 2,12)-; con la vista puesta en el juicio que ha de venir para valorar sabiamente las cosas de este mundo, y con la seguridad de la gracia presente para no perder en ningún momento la alegría.

            Si lo que he dicho es cierto, vale la pena reflexionar sobre ello. Mucha gente, me temo, ni reza a horas fijas ni cultiva el hábito de la comunión con el Todopoderoso. Es bastante evidente cómo reza la mayoría. Rezan de vez en cuando, cuando sienten necesidad de que Dios les ayude, cuando tienen algún problema o se sienten en algún peligro, o cuando tienen los nervios especialmente excitados. No saben lo que es ser religioso de forma habitual, o dedicar una cierta cantidad de tiempo, a horas fijas, a pensar en Dios. Hasta las personas más cristianas, ¡qué de fallos lamentables tienen en el espíritu de oración! Comparad el número de veces que habéis rezado cuando teníais problemas con las pocas veces que habéis dado gracias una vez que vuestra oración fue escuchada; o el fervor con que rezáis para evitar algún dolor inminente, con la languidez y despreocupación con que dais gracias luego, y enseguida veréis cuánto os falta de verdadero hábito de oración, y en qué gran medida vuestra religión depende de estímulos exteriores, los cuales en absoluto son prueba de que uno tenga un corazón religioso. O suponed que tenéis que repetir la misma oración durante uno o dos meses porque sigue dándose el motivo para rezar; comparad el fervor con que la decíais al principio y os esforzabais para empaparos de ella, con la frialdad del final. ¿Por qué pasa esto sino porque vuestra percepción del mundo invisible no es la verdadera visión que da la fe (si no duraría tanto como dura ese mundo), sino un mero sueño que dura una noche y al que sigue una alegría puramente mundana por la mañana? ¿Está Dios, e manera habitual, en nuestros pensamientos? ¿Pensamos en Él, en su Hijo, Salvador nuestro, a lo largo del día? ¿Cuándo comemos o bebemos le damos gracias, no de forma puramente formal, sino de corazón? Cuando hacemos cosas en sí mismas buenas, ¿elevamos el alma a Dios y deseamos aumentar su gloria? Cuando nos encontramos metidos en el trabajo, ¿seguimos pensando en Él, obrando siempre escrupulosamente, deseando conocer su voluntad más exactamente y queriendo cumplirla completamente y en todo? ¿Estamos pendiente de su gracia para que nos ilumine, nos renueve, nos fortalezca?

            …No obstante, siempre estamos en compañía de nosotros mismos y de nuestro Dios, y esa silenciosa confesión interior, ante Su presencia, puede ser constante y continua y terminará dando frutos duraderos” (Newman, Serm. 15, Serm. Parroq. VII, 185-187).

            Santos, viviendo así, no podían mundanizarse nunca. La inspiración constante de la gracia los elevaba, vivían de otro modo, con mirada sobrenatural. Su oración no era formal y esporádica, sino constante, confiada y amorosa: las corrientes del mundo no pueden arrastrar santos así. Pero si quitamos todo esto, el mundo nos tragará en sus remolinos y ni siquiera nos daremos cuenta.
           

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