sábado, 10 de abril de 2021

Virtudes cristianas (I)



1. El cristiano, por el Bautismo, posee una gran dignidad: ha sido hecho hijo adoptivo de Dios, hijos en el Hijo; el bautizado se ha convertido en imagen y miembro de Cristo, coheredero con Cristo, hermano suyo; es templo del Espíritu Santo y su cuerpo será llamado a la resurrección, transformándose en cuerpo espiritual, transido y traspasado del Espíritu Santo vivificador. 




Además el bautizado es agregado, con el sello del Espíritu y el alimento eucarístico, a la Iglesia, formando parte activa de la Iglesia, Misterio de Comunión, organismo sobrenatural y, a la par, histórico, Cuerpo de Cristo, Comunión de los Santos. Ésta es la realidad de lo que somos y recibimos en la iniciación cristiana sacramental: Bautismo, Confirmación y Eucaristía.


“Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a las antiguas vilezas. Piensa de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. No olvides que fuiste liberado del poder de las tinieblas y trasladado a la luz y al reino de Dios. Gracias al sacramento del bautismo te has convertido en templo del Espíritu Santo; no se te ocurra ahuyentar con tus malas acciones a tan noble huésped, ni volver a someterte a la servidumbre del demonio: porque tu precio es la sangre de Cristo” (S. LEÓN MAGNO, Serm. 1 en la Natividad del Señor, nº 3).  



Al don recibido, corresponde el vivir moral, es decir, una vida consecuente con su ser cristiano que desarrolla la gracia y los talentos recibidos de Dios en los sacramentos. Toca, pues, vivir según lo que se es; la correspondencia fiel a la Gracia.

Es éste el planteamiento de la Tradición de la Iglesia, en boca de S. Juan de Ávila: 


“El mismo Apóstol dice que Cristo se ha hecho para nosotros justicia; y lo dice, porque en sus obras y en su muerte está el merecimiento de nuestra justicia. Este merecimiento se nos comunica por la fe, y el amor, que es la vida de ella, y por los sacramentos de la Iglesia... Y así somos incorporados a Jesucristo, y se nos da el Espíritu Santo y su gracia, que, infundida en nuestra alma, nos hace por ella hijos adoptivos de Dios y agradables a Él. Y también recibimos las virtudes y los dones, para que podamos obrar conforme al alto ser de la gracia, que nos fue dada” (AF c. 84).


2. El cristiano ha entrado en un ámbito nuevo de vida, ya pertenece al Señor. Es una vocación a la santidad recibida en el corazón como llamada universal del Señor, que pide dar una forma nueva a nuestro ser, a nuestro actuar, a nuestro vivir, para ajustarla al Evangelio, o lo que es lo mismo, dejando la fealdad y deformidad del pecado, ser “ser imagen de Cristo” (Rm 8,29), y creciendo “a la medida de Cristo en su plenitud” (Ef 4,13) y que “Cristo tome forma en nosotros” (Gal 4,19).  

El cristiano, viviendo ya la santidad bautismal, se va transformando en rostro de Cristo para el mundo si se deja modelar e inundar por la gracia. Este proceso de configuración de la persona, reordena y dignifica todas las fibras del tejido de lo humano, desarrollándolo y elevándolo por la Gracia; como tal, es un proceso dinámico, constante, no tiene fin, ¡ay de aquél que se para! Lo grave no es caerse, lo grave es pararse. 

Lo recibido por gracia en los sacramentos hemos de desarrollarlos, trabajándonos interiormente movidos y auxiliados por la gracia. ¿Hasta cuándo? Hasta ser transformados en el mismo Cristo, llenos del Espíritu, y esto es la bienaventuranza eterna, la glorificación y la resurrección de nuestra carne.

La moral cristiana deviene en seguimiento de Jesucristo hasta unirnos a su Pascua eterna, en seguimiento e imitación interior del único Maestro: 


“El camino y, a la vez, el contenido de esta perfección consiste en la sequela Christi, en el seguimiento de Jesús... Seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana... No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre” (Veritatis Splendor 19).  

“Seguir a Cristo no es una imitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad más profunda. Ser discípulo de Jesús significa hacerse conforme a Él, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí mismo en la cruz. Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente, el discípulo se asemeja a su Señor y se configura con Él; lo cual es fruto de la gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en nosotros” (VS 21).


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