Centro de todo, protagonista
absoluto de la liturgia, es Jesucristo y su Misterio pascual (cruz y
resurrección) que se hacen presentes. Nada debe entorpecer esto, nada
oscurecerlo, nada impedirlo.
Todo
en la liturgia debe estar medido, y gozar de prudencia, discreción y sentido
común, para que sólo destaque el Señor, ni siquiera el sacerdote que debe ser
tan humilde que sea mediador, nada más, y se ajuste a las partituras de esta
sinfonía, es decir, que se ajuste y realice todo y sólo lo que marcan las
normas litúrgicas, sin las notas disonantes que a él se le puedan ocurrir y que
chirrían en la liturgia. Así el propio sacerdote “desaparece” y se convierte
únicamente en instrumento y servidor.
En
el momento en que se reviste con las vestiduras litúrgicas para oficiar, él
debe desaparecer, revestirse sólo de Cristo y no de sí mismo, y con profundo
espíritu de fe, permitir que sólo Cristo sea el centro de todo: sus actitudes,
su devoción, sus gestos e inclinaciones, su silencio y su mesura, permitirán
que nadie se distraiga de lo fundamental, sino que todo transcurra, sin
espectáculo alguno, en clima de fe sobrenatural. ¡Esto es profundamente
“pastoral”!, porque esto sí conduce a todo el rebaño de Cristo a buscar y vivir
sólo del Buen Pastor y apacentarnos en sus pastos, no en la hierba envenenada
de los protagonismos, espectáculos y desacralización.
Ha
de brillar la gracia, no el propio sacerdote. Ha de brillar el Misterio, no el
sacerdote micrófono en mano, improvisando, alterando la liturgia, de modo
desenfadado y casi vulgar, como en una feria popular, en una tómbola ruidosa y
llamativa.
“La celebración litúrgica es canal y
cauce de la gracia de Dios, lo que nos obliga a preguntarnos si en la
celebración litúrgica se realiza esta comunicación misteriosa de la salvación
de Cristo a los hombres; con otras palabras, la buena celebración litúrgica es
siempre fructuosa, porque es siempre una celebración verdadera, que permite a
la asamblea entrar en el propio perfeccionamiento, conociendo quién es uno y
quién debiera ser. Pero esta fructuosidad presupone la ascesis de los
celebrantes y de la asamblea y la confesión de la verdadera fe en el acto
celebrativo, que da fuerza y creatividad, pues aparece no la exaltación del yo,
el protagonismo, sino la adoración de Dios” (Fernández, P., La sagrada liturgia, 260).
Signo
y ayuda para todo es seguir fielmente los libros litúrgicos; signo y ayuda es
vivirlo con espíritu de oración, recitando con sentido, bien, despacio,
consciente, las distintas oraciones y textos litúrgicos.
Pero
hay otro signo y otra ayuda para la liturgia que es muy visual y no debe
omitirse ni hacerse de una manera insignificante: son las inclinaciones.
Las
inclinaciones son muestra de respeto y veneración al pasar delante del altar, o
son la forma en que el sacerdote debe rezar algunas oraciones en secreto para
disponer su alma a lo largo de la Misa.
Cuando se hacen bien, ayudan al propio sacerdote a renovar la
conciencia del ministerio tan santo que está realizando y los fieles palpan,
visualmente, un clima sagrado de oración y adoración.
Tanto
el Misal romano como el Ceremonial de obispos (n. 68) explican que hay dos
tipos de inclinaciones, profundas y de cabeza.
La
inclinación profunda es de cintura, más solemne; la otra inclinación es más
sencilla, sólo se inclina la cabeza:
“Con la
inclinación se significa la reverencia y el honor que se tributa a las personas
mismas o a sus signos. Hay dos clases de inclinaciones, es a saber, de cabeza y
de cuerpo:
a) La
inclinación de cabeza se hace cuando se nombran al mismo tiempo las tres
Divinas Personas, y al nombre de Jesús, de la bienaventurada Virgen María y del
Santo en cuyo honor se celebra la
Misa.
b) La
inclinación de cuerpo, o inclinación profunda, se hace: al altar, en las
oraciones “Purifica mi corazón” y “Acepta, Señor, nuestro corazón contrito”; en
el Símbolo, a las palabras “y por obra del Espíritu Santo” o “que fue concebido
por obra y gracia del Espíritu Santo”; en el Canon Romano, a las palabras “Te
pedimos humildemente”. El diácono hace la misma inclinación cuando pide la
bendición antes de la proclamación el Evangelio. El sacerdote, además, se
inclina un poco cuando, en la consagración, pronuncia las palabras del Señor”
(IGMR 275).
La
inclinación profunda se realiza al pasar delante del altar durante la liturgia,
o al acercarse y retirarse del Obispo (por ejemplo, para lavarle las manos…).
También la inclinación profunda la realiza el sacerdote durante la Misa: antes del Evangelio,
inclinado profundamente ante el altar, reza en silencio para proclamar
dignamente el Evangelio (“Purifica, Dios todopoderoso, mi corazón y mis
labios…”). Asimismo, inclinado profundamente, después de poner la patena y el
cáliz sobre el altar, antes de incensar y lavarse las manos, reza así inclinado
en silencio: “Acepta, Señor, nuestro espíritu humilde…”
Evidentemente,
y si se hacen bien, las inclinaciones profundas revelan el sentido sagrado de
la liturgia así como su espíritu de oración.
Las
inclinaciones sencillas, de cabeza, son una reverencia muy acorde con la
santidad de la liturgia, cada vez que se pronuncia el nombre de Jesucristo (la
conclusión de las oraciones, en el canto del Gloria, etc.), de la Virgen María (siempre se la
menciona en la plegaria eucarística) o del santo del día que se celebra.
¿Pequeños
detalles? Probablemente sí, pero, cultivándolos, se cuida la liturgia, permite
que ésta aparezca como una acción sagrada, santa, cargada de espiritualidad y
adoración y conduce, a sacerdotes y fieles, a una conciencia clara de estar
viviendo algo más que humano (o festivo o de grupo), sino sobrenatural, divino,
lleno de Dios.
¿Pequeños
detalles? Sí, pero suficientemente importantes para captar lo que es la
liturgia y arrinconar ya la secularización de la liturgia, las formas
desacralizadas y hasta populistas de celebrar o la consideración de la liturgia
como una catequesis, un mitin de propaganda de valores o un discurso moral:
“Se tiende a concebir la liturgia
como anuncio y progreso moral o perfeccionamiento del hombre, olvidando que la
liturgia al final, más que dirigirse a los hombres, se orienta a Dios y no sólo
es expresión adecuada de la fe, sino sobre todo encuentro con Jesucristo y
experiencia de su amor, de su gracia salvadora, que impulsa a la adoración. Es
decir, lo definitivo es que la gracia, la acción del Espíritu Santo, transforme
el corazón del hombre, es decir, la gloria de Dios es que el hombre viva. En
este sentido es importante el respeto a la trascendencia del misterio que se
está celebrando, logrando un ámbito en el que sea posible la plegaria o la
relación con Dios que habla y escucha. Sería empobrecedor reducir el
cristianismo a moral y la liturgia a un instrumento para inculcar la fe y las
buenas costumbres, como sucedió en la Ilustración” (Fernández, P., La sagrada liturgia, 94).
¡Feliz Pascua de resurrección, don Javier!
ResponderEliminarAbrazos fraternos.