jueves, 30 de julio de 2020

Medicina de Dios, ¡los santos!




“Cada mañana me espabila el oído para saber decir al abatido una palabra de aliento” (Is 50). “Con los que ríen reíd, con los que lloran, llorad” (Rm 12,15).


“El testimonio [de los santos] demuestra qué gran espacio de creatividad y de servicio se abre en la Iglesia tanto para los hombres como para las mujeres, sin discriminación alguna, cuando se actúa con docilidad al Espíritu de Dios” (JUAN PABLO II, Ángelus, 16-octubre-1994).





“La gracia del Señor, capaz de salvar y redimir también en esta época de la historia, nace y crece en el corazón de los creyentes, que acogen, secundan y favorecen la iniciativa de Dios en la historia y la hacen crecer desde abajo y desde dentro de las vidas humanas sencillas que, de esa manera, se convierten en las verdaderas artífices del cambio y de la salvación. Basta pensar en la acción realizada en este sentido por innumerables santos y santas... los cuales han marcado profundamente la época en que han vivido, aportándole valores y energías de bien, cuya importancia no perciben los instrumentos de análisis social, pero que es patente a los ojos de Dios y a la ponderada reflexión de los creyentes” (JUAN PABLO II, Discurso a los participantes del VII Congreso Internacional de los Institutos Seculares, 28-agosto-2000).



Es Dios quien cuida de nosotros, es Dios quien puede curar todas nuestras heridas, quien puede hacer cicatrizar nuestras llagas; así lo canta el salmo 146: “él sana los corazones desgarrados, venda sus heridas”. Experimentamos y recibimos cómo Dios es Medicina para nosotros, tan débiles, tan cansados, con tantas cosas que nos van haciendo daño en la vida, con tantos pecados que nos destrozan por dentro. Pero Dios es la mejor medicina, Dios nos cura y nos salva.

Al igual que esa misión medicinal de Rafael arcángel en el libro de Tobías, todos los santos han sido una medicina de Dios para cada tiempo y para cada problema en circunstancias históricas concretas y distintas. 

Ha habido santos que han curado las llagas de la enfermedad cuidando enfermos, creando hospitales, estando con los leprosos con los que nadie quería estar; o la llaga de la ancianidad: ¡cuántos santos, cuántos religiosos santos hoy, están entregados en cuerpo y alma a los ancianos que carecen de familia! Son medicina de Dios para esos ancianos. 


También hubo santos que fueron medicina trabajando con los niños y los jóvenes, cuando sin escuelas, por no tener dinero, se podían quedar perdidos, y crearon escuelas y colegios, le dieron enseñanza y una profesión con la que poder vivir y defenderse, y los llevaron a Cristo, que los constituye en verdaderas personas. 

¡Y cuántos –aunque eso nunca lo sabremos hasta estar en el cielo-, cuántos monjes y monjas habrán sido medicina de Dios por sus penitencias y sus oraciones en favor de la Iglesia! 

Consideremos también cuántos santos cercanos, de andar por casa, de los que nos rodean y conviven con nosotros, son medicina de Dios porque son capaces de dar “una palabra de aliento al abatido”; cuántos que son medicina de Dios visitando a los enfermos, dando de comer a los hambrientos, escuchando al que está solo, o dando compañía a quien está destrozado por la vida. También la santidad en este aspecto, es ser medicina de Dios para los demás.

Veamos los ejemplos de santidad y aprenderemos a responder a nuestra vocación a la santidad, siendo medicina, bálsamo curativo para los demás. Aquella oración de San Francisco de Asís la podíamos retomar hoy como un programa de vida medicinal: “que donde haya odio, pongamos amor; donde haya discordia, pongamos unión; donde haya guerra, pongamos la paz”. 

 Seamos capaces de dirigir palabras de paz, capaces de escuchar a los demás; capaces de perdonar y olvidar lo que nos hagan los demás para no provocar división ni enfrentamientos; capaces de acompañar al que sufre.

Seamos capaces de ser medicinas para las heridas de nuestros hermanos, en el orden moral y espiritual. Esa será una santidad real y concreta, llena de caridad y obras de misericordia.

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