La catolicidad es una impronta en el alma y un modo espiritual de vivir y entender la liturgia.
Esta catolicidad, como vimos, corresponde a la naturaleza eclesial de la liturgia, ya que es el Cristo total, Cabeza y Cuerpo, quien es el sujeto de la liturgia.
Esta misma catolicidad conduce y educa a una oración de los fieles que es universal, abarcando, como la cruz de Cristo, de uno a otro confín, solícita de las necesidades no solamente particulares (de los asistentes) sino de toda la Iglesia, de todos los hombres y del mundo entero.
Un último paso en esta catolicidad, o un modo más de vivir con alma católica la liturgia, es la ofrenda por todos. Oramos e intercedemos, pero también ofrecemos. Así es como se modula la participación interior, cordial por tanto, de los fieles.
Pero
junto a la oración que es universal, católica, está la propia ofrenda. Se
participa en el sacrificio eucarístico con corazón católico cuando se ofrece
pensando en todos, en la salvación de todos, en la vida de todos. La
catolicidad de la cruz del Señor orienta la ofrenda que presentamos al altar y
que ofrendamos junto con nosotros mismos. Ofrecemos con sentido católico: “te
rogamos nos ayudes a celebrar estos santos misterios con fe verdadera y a saber
ofrecértelos por la salvación del mundo”[1]. El
deseo católico es que el efecto de la Eucaristía alcance a todos los hombres:
“mira complacido, Señor, los dones que te presentamos; concédenos que sirvan
para nuestra conversión y alcancen la salvación al mundo entero”[2].
Imploramos
de Dios la salvación del mundo en el corazón de la anáfora: “Te pedimos, Padre,
que esta víctima de reconciliación traiga la paz y la salvación al mundo
entero” (Plegaria eucarística III). Es el sacrificio de Cristo y de la Iglesia,
su Cuerpo, su Esposa, impetrando la salvación. Pero también el Oficio divino,
la Liturgia de las Horas, es una continua intercesión por todos y en nombre de
todos, unidos a Cristo: “la misma
oración que el Unigénito expresó con palabras en su vida terrena y es
continuada ahora incesantemente por la Iglesia y por sus miembros en
representación de todo el género humano y para su salvación” (IGLH 9).
Alabamos,
oramos y ofrecemos por todos: ese el sentido católico que la liturgia lleva y
que imprime en nuestras almas. Así es como, entonces, respondemos a la monición
sacerdotal: “El Señor reciba de tus manos este sacrificio para alabanza y
gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia”.
En
los dípticos del rito hispano, que son invariables, la oración está unida al
sacrificio; los dones están ya presentados en el altar –y cubiertos con un
velo- y se realiza la intercesión de los dípticos guiados por el diácono. El
sentido es católico, universal: “Lo ofrecen por sí mismos y por la Iglesia universal”,
responden los fieles y el sacrificio va a ser ofrecido por todos: “Ofrecen este
sacrificio al Señor Dios, nuestros sacerdotes: N.
el Papa de Roma, nuestro Obispo N. y todos los
demás Obispos, por sí mismos y por todo el clero, por las Iglesias que tienen
encomendadas, y por la Iglesia universal”.
[1] OF, Dom. IV Cuar.
[2] OF, Jueves V Cuar.
[3] OF, XVI Dom. T. Ord.
[4] OF, XXIV Dom. T. Ord.
[5] OF, San Andrés Kim Taegon, 20 de septiembre.
En toda oración suplicamos la salvación de todos los hombres, vivos y muertos. Y en la Santa Misa lo hacemos unidos al Gran Sacrificio: el Sacrificio de Jesús.
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