Vamos a una catequesis que ilumine no sólo la propia enfermedad en quienes la padecen, sino el cuidado y la atención que prestan el personal sanitario y los familiares.
Las palabras las pronunció Pablo VI y ayuda a entender, mejor, a vivir el sufrimiento de la enfermedad y también cómo amar y servir al enfermo en un ejercicio muy paciente de la caridad verdadera.
El dolor es una escuela difícil pero que logra aquilatar y purificar la fe, conduciéndonos al descubrimiento de lo que es realmente importante y soltando las amarras de lo superfluo.
"A vosotros -enfermos, convalecientes, recuperados, familiares, religiosos y religiosas, enfermeros-, aquí presentes, querríamos dejaros un mensaje particular como recuerdo de este encuentro tan grato.
Junto a los hermanos que sufren
En primer lugar a vosotros, que os ocupáis en diversos modos de la asistencia a los enfermos -sea por vocación consagrada a Dios y a los hermanos, sea por ternura y obligación familiar, o por deber profesional-, queremos manifestaros el gran valor que asume vuestra obra, el mérito tan grande que adquiere para la vida eterna. Lo que os impulsa es la "compasión" hacia los queridos enfermos, en el sentido más alto y verdadero de la palabra, que significa "padecer-con" los demás. Tenéis el mérito de compartir el sufrimiento, esta misteriosa e indescifrable presencia en la humanidad herida por el pecado original, que es consecuencia de la arcana rebelión que este pecado ha introducido en la naturaleza creada y en la psique y la carne del hombre; por esta "compasión" promovéis la asistencia, el cuidado, la solicitud, las velas, las incesantes y trepidantes prematuras de la caridad, hacéis vuestros los sentimientos de los que sufren.
¡Comprender al enfermo! ¡Qué grande, sublime y difícil tarea! ¡Comprender sus disposiciones y sus abandonos, sus esperanzas, sus angustias, el puesto que ocupa en la economía de la historia de la salvación!
El enfermo es una escuela de teología y de espiritualidad; enseña a amar a Cristo, a ver reflejados en la carne herida y doliente los mismos sentimientos de Jesús en su Pasión a captar la prolongación en la realidad cotidiana, aunque mísera, de la grandeza de la Cruz redentora: "suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia" (Col 1,24), nos dice San Pablo; y continúa con otros pasajes: "Padezcamos con Él para ser con Él glorificados" (Rm 8,17)... "para conocerlo a Él y el poder de su resurrección y la participación en sus padecimientos" (Flp 3,10). Cristo asimila a sí a sus preelegidos con el medio supremo, insustituible e inefable del sufrimiento, a través del cual imprime en ellos las huellas de la más estrecha semejanza propia.
Y no sólo esto: el enfermo enseña también a amar al prójimo, a abrirnos a él, a olvidarnos de nosotros mismos y de nuestras propias exigencias que comparadas con el sufrimiento ajeno, quedan reducidas a sus verdaderas dimensiones. ¡Y de qué modo! Es propio de la caridad entender el dolor ajeno, mientras que el egoísmo nos hace insensibles y ciegos.
¡Alabanza, honor y aliento, pues, al que se hace enfermero y consolador, porque escuela de tanta categoría afina el espíritu, consiguiendo maravillosos frutos para hoy para la eternidad, pues el Señor ha prometido el Reino a quien lo ha buscado en los enfermos, negándolo por el contrario, a quien le ha cerrado el propio corazón: "Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque... estaba enfermo, y me visitasteis... En verdad os digo que cuantas veces hicisteis esto a uno de estos mis humildes hermanos, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 34. 36. 40).
El dolor afina y madura el espíritu
A vosotros, queridos hijos, que estáis o habéis estado enfermos, y lleváis todavía en vuestro cuerpo la huella de las penas sufridas, os queremos subrayar el mérito del sufrimiento. No sufrís, no habéis sufrido en vano: el dolor os ha madurado en el espíritu, os ha dado una visión realista y justa de las cosas del mundo, un encuadramiento de juicio y de paciencia, os ha abierto inagotables horizontes de bondad, de longanimidad, de paz, de gozo perfecto.
Si el sufrimiento es una escuela, lo es principalmente para quien lo experimenta en vivo en sí mismo, pues, incluso solamente bajo el aspecto humano, comporta un enriquecimiento inigualable. Pero especialmente, aún más, únicamente en la economía cristiana es donde el dolor adquiere su dimensión más alta y más auténtica; como hemos dicho, nos configura a Cristo, nos da la fuerza para acoger su Cruz, y nos dispone para las más altas ascensiones. Si faltase la aceptación de esta realidad, se desvanecería el mérito y quedaría el sufrimiento únicamente como peso tremendo e incomprensible, para algunos incluso insoportable. Esta sería la mayor desgracia. Pero vosotros habéis tenido la fortuna de descubrir a Cristo junto a vosotros, dándoos su misma fuerza, invitándoos a ser sus cirineos a su lado, mirándoos con predilección, y porque Él quiere identificarse con vosotros: "A mí me lo hicisteis". Y este mérito adquirido no es sólo vuestro, sino que se derrama sobre toda la comunidad eclesial, aún más, sobre todo el mundo. "Bienaventurados vosotros, que lloráis, porque seréis consolados" (cf. Mt 5,5). Sabed dar un valor cristiano a vuestro dolor, santificad vuestros sufrimientos con confianza constante y generosa, con total abandono en las manos de Cristo, que os prueba llamándoos a la más ardua y heroica participación en su Redención...
La riqueza de la Iglesia
Hoy, el honor es para vosotros, y se ve realizado uno de vuestros sueños: vivir rodeados de afecto en el corazón mismo de la Iglesia. Y nosotros querríamos expresaros la ternura del Señor Jesús que dedicó una gran parte del tiempo, tan limitado y tan precioso de su vida pública, a aliviar enfermos, anunciar a los pobres la Buena Nueva (cf. Lc 4,18). Sí, os decimos con el diácono romano Lorenzo: vosotros sois las riquezas de la Iglesia. Y si por su parte sois el objeto de un amor de predilección, es en primer lugar porque lo sois por parte de Dios, que os llama a compartir, en este mundo y en el otro, su vida, su felicidad, su paz, su luz.
Creedlo, queridos amigos: estáis invitados, por vuestra parte, a favorecer, a entablar estas relaciones fraternas que es necesario instaurar por todas partes. ¿Acaso no es éste un hecho conocidísimo? Son los pobres, de corazón disponible, de mirada desinteresada, de mano caritativa, los que se preocupan de los pobres, y los que les aman de verdad, con ese respeto a su dignidad sin el cual la caridad suena a hueco, como un címbalo (Cf. 1Co 13,1).
En el mundo, donde la persona es muy a menudo olvidada en su realidad profunda por una administración, ciertamente eficiente, pero que cree que todo está hecho cuando se aporta una ayuda material según unos criterios racionalmente elaborados y progresivamente mejorados en el sentido de una mayor justicia, testimoniad vosotros su valor inestimable, su vitalidad irreductible, sus aspiraciones abiertas al absoluto. Poned en práctica la verdad caridad según el Evangelio: dad según la medida de vuestro corazón, como aquella viuda que causó la admiración de Jesús (Cf. Lc 21,1-4). Acoged a los demás con una atención cada vez más despierta, atenta y delicada. Y, después, rezad por ellos también; sí, rezad mucho, sin cansaros: en la comunión de los santos vuestra súplica tiene un gran peso a los ojos de Dios. (Pablo VI, Disc. a enfermos y enfermeros participantes en un Congreso Nacional, 22-mayo-1971).
¡Qué difícil es cuidar de un enfermo en nuestros días en los estamos tan ocupados! Se necesita verdadera caridad, verdadero amor; no se les cuida bien si se hace sólo por el dinero que proporciona una profesión.
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