La teología de la oración, que vamos leyendo según von Balthasar, desemboca, para ser teología de la oración cristiana, en la Trinidad.
Tal cual: nuestra oración es trinitaria, lleva la impronta de la Trinidad (por la fe, la esperanza y la caridad), el movimiento mismo de la Trinidad (al Padre por el Hijo en el Espíritu).
La oración cristiana no es una soledad con uno mismo, ni un aislamiento que busca el vacío y la nada. Eso ya no sería cristiano. Sino que es un movimiento de escucha y respuesta, de obediencia y adhesión, de diálogo en el silencio y de movimiento de toda la persona hacia Dios, movidos por Dios mismo, conducidos por Dios mismo.
La oración cristiana desemboca en la Trinidad y en ella halla el mejor modo de ser y de vivir, en relación a imagen de la relación de las Tres divinas Personas: el Amante, el Amado, el Amor; la Mens (inteligencia), la Notitia (comunicación) y el Amor, según san Agustín.
Con estas primeras pinceladas, podremos ahora intentar comprender las perspectivas y afirmaciones del autor y forjarnos todos una teología de la oración cristiana.
"c) La figura trinitaria de la oración cristiana
Hasta aquí hemos hablado mucho del Padre, del Hijo y del Espíritu, pero el secreto trinitario, centro y fundamento de todo, aún no ha aparecido. Sólo podemos aproximarnos a él en el respeto de la adoración. La teología ha forjado esta fórmula: una sustancia (concreta) en tres personas (o hipóstasis), un mismo ser, un mismo saber, un mismo querer espirituales, participado de tres formas diferentes.
Evidentemente, esta unidad de sustancia con nosotros los hombres es completamente diferente de su unidad de sustancia con el Padre en el Espíritu Santo: se puede llamar a ésta última concreta, la primera abstracta. En efecto, si como todos los demás hombres tenemos todos la misma naturaleza (sino no habría medicina ni psicología posibles), cada uno es por tanto una sustancia en sí. ¿Es una separación ésta sin límites? ¿Qué quiere decir el Apóstol, cuando dice, hablando del misterio de "hacerse una sola carne" entre el hombre y la mujer: "es un gran misterio y yo lo refiero a Cristo y a su Iglesia" (Ef 5,32)? La comparación conyugal y la realidad cristiana se comunican.
Se puede aprehender de esto un primer aspecto sobre la Encarnación del Verbo en el seno de una mujer, acontecimiento trinitario: "El Señor (es decir, el Padre) está contigo... concebirás al Hijo del Altísimo... el Espíritu Santo vendrá sobre ti". La sustancia de aquel que se va a convertir en el hombre Jesús va a crecer de la sustancia muy concreta de la Virgen María. Si se intenta sondear la oración de la Virgen, jamás se podrá alcanzar su fondo. Existe una analogía (claro que es sólo una analogía) entre la forma en la que el Padre divino transmite, al engendrar, toda su sustancia divina a su Hijo, y la aquella en que la esclava del Señor pone toda su sustancia corporal y espiritual al servicio del desarrollo de su hijo. Su sustancia espiritual así como sus sustancia corporal, si debemos creen en la palabra de los Padres: "concibió en el espíritu antes que concebir en su seno". A partir del momento en que el espíritu recibe tan perfectamente al Verbo (incluido ese "sí" sin vuelta atrás, respuesta perfecta), este modo de recepción puede entonces convertirse al mismo tiempo -como igualmente lo repiten los Padres- en la tierra virginal y fecunda en la que brota el Verbo al encarnarse.
Si volvemos a poner este proceso teológico único, que es al mismo tiempo arquetipo de oración, en la unidad natural entre la madre y su hijo, veremos aparecer aquí también como una base natural de este acontecimiento único: los hombres, que han sido todos de la sustancia del hombre, poseen ciertamente una "persona" que no se puede confundir con ninguna otra; pero Gregorio de Nisa no se habrá equivocado, sin duda, cuando afirma que toda la humanidad constituye una "masa única" (hen phyrama), "extendida" por el Creador, desde Adán hasta el último de los hombres.
"La unidad de la naturaleza humana" parece entonces superar un simple concepto que hiciera una abstracción de los individuos. Por tanto, esto no es absolutamente significativo en lo que concierne a la oración de María, única de su género: digno de asombro es aquí el hecho de que, durante su embarazo, puede, en el interior de sí misma, entregarse a la adoración y a un homenaje lleno de amor, sin evocar por tanto su propia persona; sino que es más bien Dios, quien a través de su "sí" lleno de fe, vive en ella y por ella. Y cuando Jesús, por encima de toda idea de sexo, llamará a todos aquellos que reciben y cumplen su palabra, su madre (Lc 8,27), se hace de nuevo este germen al desarrollarse en sus corazones, este "hombre interior" del que Pablo desea que se fortalezca "por el Espíritu Santo" "para que Cristo habite en sus corazones por la fe" (Ef 3,16s).
La oración de María es trinitaria, como también lo es este pasaje: el Apóstol dobla las rodillas ante el Padre del cielo, a quien toda la familia de la tierra debe su origen, para que dé a los Efesios su Espíritu por el cual el hombre interior, el Hijo habitando en los corazones, crecerá en fuerza y en potencia.
Es trinitario igualmente el cumplimiento, por así decir, recíproco de este proceso en la santa Eucaristía: en ella, Cristo, alcanzando su plenitud eclesial, nos toma en su Cuerpo real y al mismo tiempo "místico" (Ef 2,22s), para que, sacando de su plenitud nuestro cumplimiento a su dimensión, nos convirtamos en los miembros de su realidad corporal humano-divina. Aquí habrá aún que evitar de hablar de una unidad de sustancia (el ideal de un hombre original único), pero esto con una clara distinción de personas; ningún cristiano, por piadoso, por místico que sea, cometería la imprudencia de creerse transformado, por medio de la Eucaristía, en la persona de Cristo. Una "fusión" de personas significaría, como en Dios mismo, la desaparición del amor que no es posible más que entre dos seres, y dos seres diferentes, incluso si es en la fecundidad única del Espíritu. "Para que haya caridad, hacen falta al menos dos personas" (S. Gregorio Magno); es por ello que, al lado de la imagen de esta "sola carne" en la unión del hombre y de la mujer, la otra imagen, la de la relación de amor entre el Esposo y la Esposa, sigue siendo válida, y esto hasta en la Jerusalén celeste del Apocalipsis (Ap 21,9).
Esta unidad hecha de unión y de separación podría confundir a aquel que ora, si, una vez más, la Eucaristía no fuese un acontecimiento indiscutiblemente trinitario.
El Padre, este rey que nos invita, nos ofrece a su Hijo en alimento y bebida, y aquel que realiza el cumplimiento de este milagro, es como siempre, como en la Encarnación, el Espíritu Santo. La santa Misa subraya la unidad entre proximidad y distancia haciendo que la Iglesia no esté implicada sólo pasivamente en el don activo que Cristo hace de sí mismo, sino atribuyendo a la Iglesia, bajo la orden explícita de Jesús ("haced esto"), el papel activo de ofrecer a Jesús al Padre (y en él sus pobres dones, el pan y el vino, así como a sí misma). Pasividad de dejarse incluir en el sacrificio de Cristo, a lo que la Iglesia debe expresamente decir "sí", y es ya el comienzo de la fase activa de su sacrificio en ella, todo esto está inseparablemente ligado en la celebración de la Eucaristía.
Una vez más, se pone aquí el acento en la libertad de los cristianos delante de Dios, fruto de una gracia sustancial, en el sentido del pensamiento de Péguy, evocado más arriba. Ante una comunidad libre, se vuelve a proclamar la doxología trinitaria al final del canon eucarístico dirigido al Padre fuente de todo bien: "Por Cristo, con él y en él, a ti Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria". Las tres fórmulas: por - con - en, nos permiten desplegar el misterio trinitario reflejado en la Eucaristía, donde no podría bastar una expresión más sencilla. El "por", fuente de todo, engendra la libertad del "con" más personal, y que no puede realizarse más que en un "en" sustancial.
Así la búsqueda a tientas de la oración de las criaturas encuentra aquí su plenitud sin defecto. La expresión vacilante de Pablo: "para buscarlo (a Dios) como a tientas" (Hch 17,27) se inserta en la voluntad de Dios de dejarse encontrar "porque no está lejos de nosotros. En él tenemos la vida, el movimiento y el ser [en él vivimos, nos movemos y existimos]", y sobre todo, por el envío de un mediador que él acreditó al resucitarlo de entre los muertos (ib. 31).
En esto encuentra la oración humana no solamente su fuerza y su audacia, sino su más alta dignidad: dejándose llevar, sin desaparecer en ella, al eterno "intercambio" entre las personas divinas".
(VON BALTHASAR, H. U., "Par Lui, avec Lui et en Lui", en: Communio, ed. francesa, X,4, juillet-août 1985, pp. 17-20).
Nuestras vidas unidas a su vida, a su muerte y a su resurrección, son honor y gloria de la Trinidad.
ResponderEliminarHay que señalar que la participación activa de los fieles, no consiste en recitar juntamente con el sacerdote esta fórmula doxológica. Según la Ordenación General del Misal Romano, “la doxología final de la Plegaria eucarística la pronuncia solamente el sacerdote principal y, si parece bien, juntamente con los demás concelebrantes, pero no los fieles”. (OGMR, 233).
El pueblo cristiano hace suya la plegaria eucarística, y completa la gran doxología trinitaria diciendo: Amén. en la Nueva Alianza sigue resonando el Amén antiguo. Es la aclamación característica de la liturgia celestial y en la tradición cristiana conserva todo su antiquísimo vigor expresivo. Como toda la liturgia, la pronunciación del Amén tiene un sentido vital. No debe ser una mera respuesta dada con los labios, sino que tiene un valor de adhesión al misterio que se celebra. Decir Amén significa unirse con Cristo, desear hacer de mi vida una doxología, es decir, una glorificación de la Trinidad unido al misterio pascual del Redentor.