Se está en presencia de Dios, con la devoción, atención y respeto de los ángeles y de los arcángeles, porque la liturgia es un servicio santo, el homenaje de nuestro devoto servicio a Dios.
Ésta es una perspectiva de la participación interna, interior, de los fieles en la liturgia.
Una serie de virtudes espirituales o disposiciones interiores deben darse para que el corazón viva la liturgia y trate santamente las cosas santas, esté santamente ante las cosas santas.
Para
que la ofrenda eucarística, incluyendo la ofrenda que cada uno hace de sí
mismo, pueda ser agradable a Dios Padre todopoderoso, es necesario que el
corazón esté revestido de unas virtudes concretas. Es decir, la participación
en la liturgia, cuando se da realmente en el servicio divino, atiende al
corazón. El estilo desenfadado, informal, que trivializa para parecer
aparentemente más cercano; la falsa familiaridad, el tono catequético para todo
(convirtiendo la liturgia en logos y cayendo en verbalismo) o el tono
rutinario, monótono y cansino; todo esto choca frontalmente con lo que antes
veíamos, el carácter sagrado y el servicio divino, que eso es la liturgia.
La
primera virtud, o el primer modo, es la “dignidad”;
es la cualidad de lo digno, la excelencia, el realce, la gravedad y el decoro.
La dignidad corresponde a aquello que realmente es importante, y, en nuestro
caso, santo: la liturgia de Dios y para Dios. La dignidad se reserva para
cuando se está delante de alguien superior o en algo realmente importante, y
eso mismo es lo que ocurre en la liturgia: estamos ante alguien superior, Dios,
el Señor, y ante lo realmente importante: glorificarle. Es una concepción
teológica y teologal de la liturgia, no utilitarista, secularizada, humanista,
antropocéntrica.
Junto
a la dignidad, una serie de cualidades del corazón y, por tanto, profundamente
existenciales, marcan la vida y la sellan como una realidad santa para el
Señor. El culto cristiano es un culto “en
espíritu y en verdad” (Jn 4,23), el corazón del creyente. Un culto vacío es
rechazado por el Señor como leemos en los profetas y en algunos salmos; sólo en
el corazón reside la verdad de la persona, del creyente. “Dios dice al pecador: ¿Por qué recitas mis preceptos y tienes siempre
en la boca mi alianza, tú que detestas mi enseñanza y te echas a la espalda mis
mandatos?...” (Sal 49, 16-17).
Así
participar en la liturgia es implicar la vida y mostrar la propia vida. Se
participa “en el altar con un corazón
puro”[9];
se ofrece al Señor con un corazón libre, sin ataduras, ni apegos, ni
idolatrías, ni esclavitudes, sirviendo únicamente al Señor, Dios verdadero, y
rechazando los ídolos: “concédenos, Señor, ofrecerte estos dones con un corazón
libre”[10].
“No entrará en ella nada profano”,
nada impuro (Ap 21,27).
La
ofrenda será pura si el corazón es puro, porque no es sólo pan y vino llevado
al altar, porque el sacrificio de Cristo es la ofrenda pura desde donde sale el
sol hasta el ocaso (cf. Mal 1,11), sino la ofrenda de cada uno de los fieles
entregándose al Padre por Cristo: “que este sacrificio, Señor, sea para ti una ofrenda pura”[11].
Esta pureza de corazón es también sinceridad: no es una cosa lo que se ofrece
mientras la vida permanece ajena al sacrificio de Cristo; o las palabras dicen
una cosa sin que el corazón las pronuncie (“este
pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”, Is
29,13; cf. Mt 15,7-9); o la vida litúrgica es un paréntesis de piedad mientras
hay un divorcio de la fe con lo concreto de la vida. La sinceridad es
coherencia y unidad de vida para que la liturgia sea expresión de nuestra
propia entrega a Dios y le permitamos la transformación absoluta de lo que
somos: “haznos aceptables a tus ojos por la
sinceridad de corazón”[12].
Es la sencillez, la veracidad, sin fingimiento alguno, ante Aquel que sondea
las entrañas y el corazón (cf. Sal 138,1), y nada hay oculto ante Él. Él sabe
lo que hay en el corazón de cada hombre (Sal 32,15), lee en los corazones: “los conocía a todos… porque él sabía lo que
hay dentro de cada hombre” (Jn 2, 24-25).
La
adoración y el santo temor de Dios no implican ni alejamiento ni miedo; sino
piedad filial ante Dios Padre, por eso ofrecemos y nos ofrecemos con confianza: “recibe, Señor, los dones
que te presentamos confiados”[13],
“llenos de confianza en el amor que nos tienes, presentamos en tu altar esta
ofrenda”[14].
Junto
a lo anterior, la humildad: “no soy
digno de que entres en mi casa”. La liturgia es un ejercicio de humildad: “¿Quién puede estar en el recinto sacro?”
(Sal 23), recordándonos constantemente que realizamos el culto cristiano y nos
asociamos a la Iglesia del cielo “no por nuestros méritos sino conforme a tu
bondad” (Canon romano). Por eso estar y vivir la liturgia se modela interiormente
a partir de la humildad: “Mira complacido, Señor, nuestro humilde servicio”[15],
de manera que no hay lugar para los protagonismos ni para las pequeñas disputas
a la hora de realizar un servicio en la liturgia (leer, dirigir una monición,
entonar…) sino que la humildad es el sustento y cimiento de la participación
santa. Entonces, humildemente, la Gracia de Cristo podrá obrar en nosotros.
El
ejercicio de la liturgia es un acto de oración sublime y perfecta; es oración,
no activismo; es oración, no fiesta secular; cuando se vive la liturgia y se
participa internamente, se advierte el rostro hermoso de la liturgia, el ser
“Iglesia en oración”: “Mira, Señor,
los dones de tu Iglesia en oración”[16].
El espíritu de oración determina la calidad de una celebración litúrgica; de
ahí que se pueda valorar la participación en la liturgia por el fervor que
provoca y con el que se vive, y no simplemente por las exhortaciones
moralizantes o la exaltación afectiva de sentimientos o de esteticismos: “nos
dispongamos a ofrecer con mayor fervor…”[17].
El fervor es un celo ardiente, caracterizado por el fuego; es entusiasmo,
ardor, ante las cosas santas.
La
vida litúrgica es una respuesta a la convocatoria del Señor por los caminos de
la vida para que todos acudan (cf. Mt 22,9). Pero es imprescindible una
vestidura conforme a la santidad del Misterio, la blanca vestidura del bautismo
(cf. Gal 3,27; Col 3,10), el traje nupcial para ser partícipes de las bodas de
Cristo con la Iglesia (cf. Ef 5,25-26; Ap 19,7). Son vestidos “blanqueados en la sangre del Cordero”
(Ap 7,14). Por eso es imprescindible participar con el traje blanco del
bautismo, con el traje de bodas: “Señor, haz que nos acerquemos siempre a tu
banquete con la vestidura nupcial”[18].
Del banquete solamente es expulsado aquel que no vino con el traje de fiesta. El
rey “reparó en uno que no llevaba traje
de fiesta y le dijo: Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el vestido de boda?”
(Mt 22,11-12).
El
alma ha de estar revestida de fiesta y de gracia, de blancura de inocencia,
para entrar en el servicio de la liturgia; pero, alegóricamente, también habría
que recordar el modo de estar vestidos externamente, conforme al pudor y al
respeto que merecen las cosas santas.
[1] OF, Misa in Coena Domini.
[2] OF, Votiva Sgdo. Corazón.
[3] OF, Votiva de los santos Apóstoles.
[4] OF, Viernes II Cuar.
[5] OF, XIII Dom. T. Ord.
[6] OF, San Pío X, 21 de agosto. Esta dignidad de
cuerpo y alma conviene para estar al pie de la cruz, sacrificio que se
actualiza en la Eucaristía: “Te rogamos nos dispongas para celebrar dignamente el misterio de la cruz” (OF, San Francisco de Asís, 4 de octubre); “te
rogamos, Señor, que tú mismo nos dispongas para celebrar dignamente este sacrificio” (OF, Virgen del Rosario, 7 de
octubre).
[7] OF, Viernes V Cuar.
[8] OF, VII Dom. T. Ord.
[9] OF, San José.
[10] OF, XXIX Dom. T. Ord.
[11] OF, XXXI Dom. T. Ord.
[12] OF, Común de pastores,
Fundadores de Iglesias, 9.
[13] OF, En cualquier necesidad,
B.
[14] OF, IX Dom. T. Ord.
[15] OF, X Dom. T. Ord.
[16] OF, XV Dom. T. Ord.
[17] OF, San Jerónimo, 30 de
septiembre.
[18] OF, San Luis Gonzaga, 21
de junio.
San Agustín afirma que, en contraposición con la vida presente, la liturgia está tejida por la libertad de la ofrenda y del don. La liturgia sería, por tanto, el despertar dentro de nosotros de la verdadera existencia como niño; la apertura a esa prometida grandeza que no termina de cumplirse totalmente en esa vida. Sería la forma visible de la esperanza, anticipo de la vida futura, de la vida verdadera, que nos prepara para la vida real. La vida en libertad, en la inmediatez de Dios y en la apertura auténtica de unos a otros. De este modo, la liturgia imprimiría también a la vida cotidiana, aparentemente real, el signo de la libertad, rompiendo las ligaduras y haría irrumpir el cielo en la tierra (Ratzinger).
ResponderEliminarNuestro Dios merece una alabanza armoniosa (de las antífonas de Laudes).