Creados para la Verdad, con sed de Verdad, el hombre es libre y realiza la plenitud de su libertad cuando es orientado hacia el Bien, la Belleza y la Verdad. Uno es libre auténticamente cuando vive en la Verdad, mientras que anclado en la mentira (llámese relativismo, llámese nihilismo), la libertad se va destruyendo y es sustituida por pesadas cadenas.
La Verdad y la libertad determinan la realización plena del hombre y orientan sus pasos en todo lo que el hombre es y hace y busca.
Pero si hay un lugar bendito, un ámbito profundamente saneador, para que el hombre vaya siendo libre y encuentre la Verdad, quedando fascinado por ella y viviendo de ella, ese lugar bendito es la Iglesia. Porque es la Iglesia la que nos confiere la libertad de Cristo y educa la libertad del hombre y es la Iglesia la que muestra la Verdad, que es Cristo, y nos encamina hacia Él. Pone al hombre ante la Verdad para que quede seducido por ella. Entonces el hombre será libre.
Esta es la grandeza de la Iglesia: ofrece el camino de la libertad educando y muestra la Verdad. Su grandeza a la par que su cruz, ya que los ataques del relativismo (: todo es bueno, todo da igual) y del nihilismo (: no hay nada, sólo tú que eres el más fuerte) son feroces.
"La palabra de Jesús manifiesta la dinámica particular del crecimiento de la libertad hacia su madurez y, al mismo tiempo, atestigua la relación fundamental de la libertad con la ley divina. La libertad del hombre y la ley de Dios no se oponen, sino, al contrario, se reclaman mutuamente. El discípulo de Cristo sabe que la suya es una vocación a la libertad. «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5, 13), proclama con alegría y decisión el apóstol Pablo" (Juan Pablo II, Veritatis splendor, 17).
Más aún; la verdad es puesta hoy en crisis, rechazando que exista y sustituyéndola por la variedad de opiniones todas igualmente valederas (relativismo), dudando incluso de la capacidad del hombre para alcanzar y reconocer que exista la verdad (el pensamiento débil de la postmodernidad) y la libertad se ha encerrado en la autonomía únicamente, libertad de opciones, sin que nada oriente a la libertad para que sea libre y no esclava.
"En algunas corrientes del pensamiento moderno se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores. En esta dirección se orientan las doctrinas que desconocen el sentido de lo trascendente o las que son explícitamente ateas. Se han atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, que decide categórica e infaliblemente sobre el bien y el mal. Al presupuesto de que se debe seguir la propia conciencia se ha añadido indebidamente la afirmación de que el juicio moral es verdadero por el hecho mismo de que proviene de la conciencia. Pero, de este modo, ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de sinceridad, de autenticidad, de «acuerdo con uno mismo», de tal forma que se ha llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral.
Como se puede comprender inmediatamente, no es ajena a esta evolución la crisis en torno a la verdad. Abandonada la idea de una verdad universal sobre el bien, que la razón humana puede conocer, ha cambiado también inevitablemente la concepción misma de la conciencia: a ésta ya no se la considera en su realidad originaria, o sea, como acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar así un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora; sino que más bien se está orientado a conceder a la conciencia del individuo el privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia. Esta visión coincide con una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás. El individualismo, llevado a sus extremas consecuencias, desemboca en la negación de la idea misma de naturaleza humana" (Juan Pablo II, Veritatis splendor, 32).
Un camino de libertad ofrece la Iglesia al hombre y le ayuda a recorrarlo con los medios sobrenaturales, y este camino es la Verdad. ¡Qué sabia educadora es la Iglesia!
"Por esencia, la Iglesia se afirma a sí misma por encima de estas circunstancias, y quien "ofrece su vida a ella, en ella la recupera"; pero la recupera libremente, elevada por encima de su primitiva limitación y puesta en relación con la libre realidad de las cosas.
La Iglesia es la realidad íntegra, contemplada, valorada y vivida por el hombre íntegro. Sólo en ella está la totalidad de la existencia: lo que es grande y también lo pequeño, su profundidad y su superficialidad, su nobleza y su insuficiencia, su miseria y su vigor, lo extraordinario y lo cotidiano, su armonía y su desgarramiento. Todos los bienes, en sus diversas gradaciones, son conocidos, aceptados, valorados y vividos en ella. Todo esto acontece, no a partir de un modo de ser particular, sino a partir de la universalidad de la naturaleza humana.
Considerada desde este punto de vista, la Iglesia es la totalidad de lo real, experimentada y gobernada a través de la totalidad de la naturaleza humana.Las cuestiones que aquí tratamos son problemas globales. No puede quedar de lado ningún aspecto parcial; cada uno sólo puede ser apreciado correctamente desde el todo, y el todo sólo puede ser apreciado desde la plenitud del individuo. Para ello, se requiere un sujeto que sea él mismo totalidad: la Iglesia. Ella es la única unidad viviente, no unilateral en su núcleo. Su larga historia la ha convertido en depósito de las experiencias de la humanidad. Gracias a su extensión supranacional existe a partir de la totalidad de la humanidad. En la Iglesia viven y piensan hombres de diferentes razas, edades y caracteres. Todos los estratos sociales, todas las vocaciones y talentos posibilitan que en ella la verdad sea contemplada íntegramente y que el orden jerárquico de lo viviente sea captado correctamente. Todos los grados de perfección moral y religiosa se encuentran en ella, hasta llegar a la santidad, y esta plenitud está completamente estructurada como Tradición y convertida en unidad orgánica. Los hechos superficiales están subordinados a los más profundos, los valores centrales están por encima de aquello que tiene simplemente importancia accidental. Las cuestiones fundamentales de la vida cotidiana han sido sopesadas durante siglos, por eso el conjunto de la existencia puede ser comprendido, y la solución a esas cuestiones puede ser madurada perfectamente. Las instituciones han probado su eficacia en diferentes épocas históricas y en distintas configuraciones culturales, por lo que han obtenido una perfección que se ha convertido en clásica. En la Iglesia percibimos, incluso desde un punto de vista puramente natural, una forma más pujante de conocimiento, de valoración y de vida integral. En esto vive lo sobrenatural, ya que el Espíritu Santo actúa en la Iglesia y la eleva incesantemente sobre las ataduras y las limitaciones humanas. Del Espíritu se ha dicho que "examina todo". Es el Espíritu del Orden y de la Plenitud. A él le "ha sido entregado todo". Él es el Iluminador y el Amor. Despierta el amor, y sólo el amor sabe mirar correctamente. "Dirige al amor" y hace que se convierta en verdad, perspicaz para Cristo y su Reino. Realiza "la existencia verdadera en el amor", por eso la Iglesia tiene "supremacía sobre el hombre" y sobre el mundo y, en consecuencia, puede justificar a todo el hombre y al mundo todo.
El dogma es expresión viviente de esta vida completa, la Verdad sobrenatural declarada obligatoria. En él se revela la mirada correcta de la realidad religiosa en su totalidad, contemplada a través de todo el hombre, y determina la conducta católica del individuo frente a la Verdad.
La liturgia (esa forma de comportamiento religioso en el cual el hombre entra con todo su ser en relación sobrenatural con la plenitud de Dios) es expresión viviente de esta existencia íntegramente perfecta. En el sentido más estricto, la liturgia determina el comportamiento católico frente a lo religioso.
Finalmente, la disciplina y la constitución de la Iglesia, así como los mandamientos y el ideal de perfección eclesial, son también expresión viviente de esta vida perfecta, porque determina la conducta católica en el ámbito de la moral.
La Iglesia coloca delante del hombre esta verdad, esta escala de valores y este ideal de perfección, no como algo posible o aconsejable, sino como un deber. Ella exige que el hombre supere su pequeñez y se introduzca progresivamente en esta verdad, en este ideal de vida a, en este ordenamiento universal de la vida. Ella lo exige, y no obedecerla es pecado. Solamente así esta exigencia consigue la fuerza que puede hacer frente al egoísmo obstinadamente afirmado...
Yo quisiera llamar la atención sobre una frase de san Pablo, en la que se revela con energía la conciencia de esta suprema libertad del cristiano: "El hombre espiritual, en cambio, todo lo juzga, y no puede ser juzgado por nadie" (1Co 2,15). El hombre realmente cristiano es soberano, tiene una supremacía y una libertad que lo sustraen de todo juicio proveniente de un no-creyente. Él no puede convertirse en objeto de un juicio tal, porque, en realidad, no entra dentro del horizonte visual del no-creyente. Pero su juicio, abarca "todo", y su criterio es absoluto. ¡Qué alejada de esta actitud paulina está nuestra atrofiada conciencia católica, pues en aquélla la humildad perfecta (tal como lo revelan todas sus cartas) se une a la conciencia de tener un criterio único y absoluto, totalmente diferente al de los demás! ¡Humildad verdadera unida a la conciencia aristocrática absoluta de supremacía perfecta!
Éste es el "sentire cum Ecclesia", el camino desde la unilateralidad hacia la plenitud, desde la servidumbre hacia la libertad, desde la individualidad hacia la personalidad.
El hombre es verdaderamente libre, si es católico. Pero es católico si vive, no a partir del limitado ámbito de su simple vida particular, sino a partir de la plenitud y totalidad de la Iglesia, en cuanto él mismo se ha convertido en 'Iglesia'" (Guardini, R., El sentido de la Iglesia, Buenos Aires 2010, pp. 72-75).
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