martes, 12 de julio de 2016

El salmo 102



                La Iglesia le tiene un particular cariño a la solemnidad del Corazón de Jesús; particular cariño que el Santo Padre está intentando renovar y potenciar como un eje vertebrador en la vida y en la espiritualidad católicas, porque celebrar el Corazón de Jesús es celebrar el Amor de Dios. El catolicismo se define como el Amor que Dios  nos tiene, y por la respuesta de amor que la Iglesia, y cada uno de nosotros como miembros y parte de la Iglesia, va dando a Cristo Jesús. Es la parte más humana, más sensible y más cercana del  Misterio: la humanidad de Cristo, el Amor de Cristo.


               En ese contexto aparece el salmo de hoy, solemnidad del Corazón de Cristo, que va a ser el punto de referencia para nuestra contemplación y para nuestra formación. 

                   Los salmos suelen corresponder a la primera lectura como un eco de lo que la primera lectura de la Liturgia de la Palabra ha proclamado, pero otras veces el salmo tiene sentido en sí mismo y va independiente de las otras lecturas, normalmente en las grandes solemnidades. Es el caso del salmo de hoy, el salmo 102. Lo ofrece la Iglesia en la liturgia de la Palabra de hoy con una interpretación sencilla: es la voz de la Iglesia la que ora a Cristo Jesús descubriendo cómo es su Corazón, encontrando en este salmo además, una profecía, un anuncio velado, de lo que va a ser el Misterio y la Persona del Redentor.

                      Canta el salmo, muy conocido por la piedad:


 Bendice, alma mía, al Señor,
y todo mi ser a su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios.

El perdona todas tus culpas
y cura todas tus enfermedades;
el rescata tu vida de la fosa,
y te colma de gracia y de ternura;
el sacia de bienes tus anhelos,
y como un águila
se renueva tu juventud.

El Señor hace justicia
y defiende a todos los oprimidos;
enseñó sus caminos a Moisés
y sus hazañas a los hijos de Israel.

El Señor es compasivo y misericordioso,
lento a la ira y rico en clemencia;
no está siempre acusando
ni guarda rencor perpetuo;
no nos trata como merecen
nuestros pecados
ni nos paga según nuestras culpas.

Como se levanta el cielo sobre la tierra,
se levanta su bondad sobre sus fieles;
como dista el oriente del ocaso,
así aleja de nosotros nuestros delitos.

Como un padre
siente ternura por sus hijos,
siente el Señor ternura por sus fieles;
porque él conoce nuestra masa,
se acuerda de que somos barro.

Los días del hombre
duran lo que la hierba,
florecen como flor del campo,
que el viento la roza, y ya no existe,
su terreno no volverá a verla.

Pero la misericordia del Señor
dura siempre,
su justicia pasa de hijos a nietos:
para los que guardan la alianza
y recitan y cumplen sus mandatos.

El Señor puso en el cielo su trono,
su soberanía gobierna el universo.
bendecid al Señor, ángeles suyos,
poderosos ejecutores de sus órdenes,
prontos a la voz de su palabra.

Bendecid al Señor, ejércitos suyos,
servidores que cumplís sus deseos.
Bendecid al Señor, todas sus obras,
en todo lugar de su imperio.

¡Bendice, alma mía, al Señor!

                Por eso la Iglesia en este día “bendice alma mía al Señor”, y lo bendecimos en la adoración  eucarística que hemos tenido antes, adorando al Señor en la custodia, como es propio de los católicos, y lo bendecimos celebrando la Eucaristía y lo bendecimos en nuestra oración personal. La Iglesia bendice con su alma al Señor y todo su ser bendice su santo nombre. Bendice al Señor y la Iglesia no olvida los beneficios que ha recibido de Cristo, porque Cristo ha amado a la Iglesia hasta el punto de entregar su vida por ella, y de un pueblo de pecadores, como dice la carta a los Efesios, “la presentó ante sí, sin mancha ni arruga” para desposarse con Ella, la Iglesia santa, la Iglesia embellecida por el Amor de Cristo.

El Corazón de Cristo “perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades”. El Señor en su infinito Corazón es todo Misericordia para nosotros. Misericordia que es, en el sentido latino de la palabra, el pasar por el propio corazón las miserias de los demás, sentirlas como suyas, por eso puede compadecerse de nosotros y entender nuestras debilidades, nuestros sufrimientos incluso nuestras caídas. “Él perdona todas tu culpas y cura todas tus enfermedades”. Cristo con su amor redime al hombre. El Corazón de Cristo redime al hombre porque lo acoge tal cual es, cura sus heridas, cicatriza sus pecados, le hace crecer y madurar, le hace ser persona, abierta a Dios, viviendo de la fe.

                “Él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura”. Eso es lo que canta la Iglesia del Corazón de Cristo: que rescata nuestra vida de la fosa, que la muerte no es lo último, que no nos quedamos en el sepulcro, que el Señor rescata nuestra vida de la fosa, que permite que nuestra alma goce de Dios y que nos ha prometido que igual que Él resucitó de entre los muertos, nuestros cuerpos no se quedarán en la fosa, en el sepulcro, que resucitaremos; que nuestro cuerpo, nuestra materia, nuestra carne, serán transformados. “Él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura”.  El Señor es todo ternura hacia nosotros si sabemos mirar con ojos de fe la actuación de Dios en nuestra vida y en nuestra historia. Por eso la Iglesia se goza al poder decir y anunciar y cantar a Cristo que Cristo “es compasivo y misericordioso”, que Cristo es “lento a la ira y rico en clemencia”, no es un Juez tremendo al que tenerle miedo: ¡es el hermano compasivo, el Señor, el Redentor!

                “No nos trata como merecen nuestros pecados”. Y nuestros pecados son graves, aunque no lo creamos ni lo reconozcamos y sin embargo el Señor no nos trata como merecemos, sino con infinita bondad. “No nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas”, porque Dios es Amor, y nos lo ha manifestado en Cristo y en Él nos ha otorgado toda misericordia, toda ternura, toda gracia, todo amor.

 Acerquémonos confiadamente a las fuentes de la salvación, al costado de Cristo traspasado, que nos da el agua del bautismo y la sangre de la Eucaristía. Acerquémonos al Corazón de Cristo todos los que estemos cansados y agobiados y en Él hallaremos nuestro descanso y nuestro alivio. Renovemos nuestro amor al Señor; frente a tanto amor, pongamos nuestro pequeño amor. Y que la celebración de la Eucaristía, donde se proclama la infinita misericordia de Cristo para nosotros, sea ocasión de que nosotros, miembros de la Iglesia, podamos entregarle y renovarle nuestro amor.

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