Escuchemos a los maestros, capaces de ofrecer una enseñanza válida y perenne, y que poseen acreditada solvencia como Padres.
San Agustín, por su amplísima producción y por la hondura de sus predicaciones y escritos, es maestro e interlocutor válido hoy para nosotros, ofreciéndonos doctrina y teología y honda espiritualidad.
Y así, puestos a la escucha, beberemos de las fuentes más claras y cristalinas de nuestro patrimonio.
¿Cómo se relaciona uno con los demás? En toda relación debe brillar el amor de caridad sin duda alguna, pero este amor de caridad reviste formas distintas: uno mismo, amigos, enemigos, etc.
La conversión en el hombre reporta un bien, aunque sea un proceso laborioso, y este bien es unirse a Dios más perfectamente. No disminuye, ni se hace menos hombre, ni renuncia a su humanidad concreta: por el contrario, la conversión en entrega a Dios, acreciente su ser humano a una plenitud mayor y desconocida.
El buen maestro Agustín da una sabia norma pedagógica, que forma parte del carisma agustiniano. Muchos creerán que lo que hace falta hoy en todos los planos, niveles y relaciones, es contundencia, severidad, y se juzga la paciencia y la dulzura como signos de debilidad. Algunos prefieren el lenguaje de la condena constante a todo y a todos antes que la medicina de la misericordia, la paciencia y el ejemplo. Ya san Agustín ofrece esta norma de pedagogía cristiana:
El apóstol, el evangelizador, llámese misionero, o catequista, o maestro, o educador en la fe, o religioso, o sacerdote, etc., debe vivir para evangelizar y no al revés, evangelizar para poder vivir. Todo ha de estar en función del servicio evangelizador, vaciándose uno de sí mismo, y sin buscar su propio interés en ningún aspecto.
Creer es siempre una gracia por la cual Dios toca el corazón para que reconozca la Verdad. La predicación será el instrumento necesario, imprescindible, para que Dios pueda darse, pero es gracia el creer.
¡Qué necesaria es la esperanza! Es la virtud teologal de la que menos hablamos, y sin embargo, la pequeña esperanza -como diría Péguy- va llevada de sus dos hermanas mayores, la fe y la caridad, permitiéndonos cada día caminar.
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