Detenerse en los medios es olvidar el fin, pararse en las mediaciones humanas es olvidar que ellas son una referencia al Misterio a la Persona de Cristo. Sin embargo, esto puede ocurrirnos.
El método de la encarnación, que fue el elegido por Dios, conlleva que Jesucristo se encarna, utiliza medios concretos y reales, para comunicar su vida, su salvación, su voz y su Palabra. Así llega a nosotros, en la realidad limitada de nuestra carne, de nuestro espacio y de nuestro tiempo. El acceso a Cristo hoy para nosotros se produce por mediaciones concretas: sacramentos, la Iglesia, personas con las que convivimos, que remiten a Él.
Cristo sale a nuestro encuentro mediante esas mediaciones que son signo, sacramento (en sentido amplio y genérico) de Él mismo, aun cuando estas mediaciones puedan ser limitadas, débiles. Es el misterio, por ejemplo, de la Iglesia misma, santa, sacramento de Cristo, pero formada por hombres pecadores y falibles. Así, siempre y en todo, será Cristo el que brille a través de esas vasijas de barro, a través de esas deficientes, por humanas, mediaciones, y cuando Cristo brilla, atrae siempre hacia Él, se le reconoce a Él, se provoca la gracia de ese encuentro y uno queda fascinado con Jesucristo para siempre.
El problema es la torpeza, la ceguera del corazón, el mal uso de la inteligencia y la razón, que en lugar de dirigirse a lo significado, se queda entontecido en el signo; en lugar de ir al término y meta (Cristo), se detiene maravillado en la mediación. Entonces la confusión lo alborota todo y rompe la Comunión, y de nada sirve aludir a limar asperezas y sentimientos estériles, cuando la mediación la hemos convertido en un absoluto olvidándonos de Cristo.
Las mediaciones son buenas y necesarias, está claro, es evidente, pero siempre que reconozcamos su condición de mediaciones y no las absoluticemos.
Hemos de trabajar la inteligencia y el corazón para que, agradecidos a esas mediaciones, la fascinación más honda, lo que da consistencia a la vida cristiana, sea solamente Cristo y la adhesión a su Palabra.
Trabajemos entonces a partir de aquí.
"Todo esto no puede constituir objeción ni motivo de adhesión al mensaje: no podemos detenernos en la fascinación que ejercen las grandes personalidades ni en sus límites. Hay que adherirse a algo o rechazarlo por su contenido, por su verdadera capacidad o no de resolver el problema tal y como se nos plantea.
Si Dios ha querido utilizar a los hombres como instrumentos para comunicarse, ellos deben ser juzgados como tales instrumentos, y a cada uno le compete, por volver al ejemplo anterior, desear lo suficiente el oro del mensaje. Si uno desea el oro no se escandaliza por encontrarlo en medio del magma, debe mancharse y esforzarse por extraerlo. Si uno no quiere ensuciarse, entonces es que no está tan interesado en el oro; le interesa más bien conservar sus manos limpias..." (Giussani, L, Por qué la Iglesia, tomo 2, El signo eficaz de lo divino en la historia, volumen 3, Encuentro, Madrid 1993, pp. 27-28).
Un segundo punto que habremos de considerar es que cada mediación, cada signo, cada persona, revela a Cristo según su propio carácter, mentalidad, experiencias propias. Son un signo, pero peculiar, de manera que Dios sabe emplear bien el temperamento de cada uno. Esto no impide el encuentro con Cristo, sino que nos revela la grandeza de Cristo capaz de 'adaptarse' a la forma de cada uno y convertirlo en una mediación.
No hay características absolutas y unívocas de cada mediación: una manera de ser igual para todos, un carácter común, sino que Dios elige esa diversidad de lo humano, ni la rechaza ni se escandaliza, sino que la pone al servicio de Cristo para ser una mediación original y única. Y es que los santos no están hechos en una fábrica, en modelos de serie todos iguales, todos con la misma manera de hablar, de sonreír, de sufrir, de relacionarse: cada uno es distinto y sin embargo son mediaciones.
No nos equivoquemos, pues, si al encontrar una mediación no corresponde con el diseño previo que tenemos en la cabeza de cómo ha de ser una mediación, de cómo ha de ser un santo: más bien tengamos inteligencia abierta y despierta para descubrir que es una mediación, sin más, distinta de lo que habíamos concebido de manera prefijada.
"Así, pues, si la Iglesia se define como lo divino que se comunica mediante lo humano, dicho aspecto humano se expresará en cada persona con el temperamento y la mentalidad de esa misma persona...
El vehículo humano de la Iglesia siempre se mostrará inadecuado a lo que pretende llevar al mundo. Pero lo que estamos detallando es justamente esto: que Dios se ha atado a nuestra particular práctica de la libertad, a la modalidad específica con la que responde cada hombre a la capacidad de infinito que hay en él y a las demandas de Dios" (Id., p. 29).
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