La Eucaristía, sacramento pascual, es el tesoro inefable, que nunca se agota en su consideración.
A la vez, e inseparablemente, es:
-el Sacrificio de Cristo, que se hace presente (no se repite, porque es único; se hace presente el mismo Sacrificio del Calvario),
-es Presencia, porque el Pan y el Vino se convierten -transformándose sustancialmente- en el Cuerpo y la Sangre del Resucitado, y merecen toda nuestra adoración y el mayor respeto,
-y es Comunión, porque está destinado para ser sumido, comido, como Banquete pascual. Esta es la plena participación: poder comulgar tras haber discernido si estamos o no en gracia de Dios, debidamente preparado.
Las tres dimensiones de la Eucaristía deben estar presentes y ser asumidas, comprendidas, vividas. Una mala reducción de la Eucaristía considerará exclusivamente una de las dimensiones arrinconando las otras dos.
Desgraciadamente, esa reducción y ambigüedad sobre el Misterio de la Eucaristía, le han hecho perder, en la práctica celebrativa, su dimensión sagrada, y convertida en "una fiesta muy alegre con Jesús", una reunión de amigos para comprometerse con Jesús en la transformación del mundo, algo divertido y distraido (¡ay que ver qué cantos y qué ritmos musicales!)...
Un discurso del papa Benedicto XVI podrá ser una gran ayuda para nuestra comprensión y vivencia del misterio eucarístico.
"Por estar vivo y resucitado, Cristo puede convertirse en “pan vivo” (Jn  6, 51) para la humanidad. Por eso siento que el centro y la fuente  permanente del ministerio petrino está en la Eucaristía, corazón de la  vida cristiana, fuente y culmen de la misión evangelizadora de la  Iglesia. Podéis así comprender la preocupación del Sucesor de Pedro por  todo lo que pueda ofuscar el punto más original de la fe católica: hoy  Jesucristo continua vivo y realmente presente en la hostia y en el cáliz  consagrados.
Una menor atención que en ocasiones se ha prestado  al culto del Santísimo Sacramento es indicio y causa de oscurecimiento  del sentido cristiano del misterio, como sucede cuando en la Santa Misa  ya no aparece como preeminente y operante Jesús, sino una comunidad  atareada con muchas cosas en vez de estar en recogimiento y de dejarse  atraer a lo Único necesario: su Señor. Al contrario, la actitud primaria  y esencial del fiel cristiano que participa en la celebración litúrgica  no es hacer, sino escuchar, abrirse, recibir… Es obvio que, en este  caso, recibir no significa volverse pasivo o desinteresarse de lo que  allí acontece, sino cooperar – porque nos volvemos capaces de actuar por  la gracia de Dios – según “la auténtica naturaleza de la verdadera  Iglesia, que es simultáneamente humana y divina, visible y dotada de  elementos invisibles, empeñada en la acción y dada a la contemplación,  presente en el mundo y sin embargo peregrina, pero de forma que lo que  en ella es humano se debe ordenar y subordinar a lo divino, lo visible a  lo invisible, la acción a la contemplación, y el presente a la ciudad  futura que buscamos” (Const. Sacrosanctum Concilium, 2). Si en la  liturgia no emergiese la figura de Cristo, que está en su principio y  que está realmente presente para hacerla válida, ya no tendríamos la  liturgia cristiana, toda dependiente del Señor y toda suspendida de su  presencia creadora.
¡Qué distantes están de todo esto cuantos, en  nombre de la inculturación, caen en el sincretismo introduciendo ritos  tomados de otras religiones o particularismos culturales en la  celebración de la Santa Misa (cf. Redemptionis Sacramentum, 79)!  El misterio eucarístico es un “don demasiado grande – escribía mi  venerable predecesor el Papa Juan Pablo II – para soportar ambigüedades y  reducciones”, particularmente cuando, “despojado de su valor  sacrificial, es vivido como si en nada sobrepasase el sentido y el valor  de un encuentro fraterno alrededor de la mesa” (Enc. Ecclesia de  Eucharistia, 10). Subyacente a varias de las motivaciones aducidas,  está una mentalidad incapaz de aceptar la posibilidad de una real  intervención divina en este mundo en socorro del hombre. Este, sin  embargo, “se descubre incapaz de rechazar por sí mismo los ataques del  enemigo: cada uno se siente como prisionero con cadenas” (Const. Gaudium  et spes, 13). La confesión de una intervención redentora de Dios  para cambiar esta situación de alienación y de pecado es vista, por  cuantos participan de la visión deísta, como integrista, y el mismo  juicio se hace a propósito de un signo sacramental que hace presente el  sacrificio redentor. Más aceptable, a sus ojos, sería la celebración de  una señal que corresponda a un vago sentimiento de comunidad.
Pero  el culto no puede nacer de nuestra fantasía; sería un grito en la  oscuridad o una simple autoafirmación. La verdadera liturgia supone que  Dios responda y nos muestre cómo podemos adorarlo. “La Iglesia puede  celebrar y adorar el misterio de Cristo presente en la Eucaristía,  precisamente porque el propio Cristo se dio primero a ella en el  sacrificio de la Cruz” (Exort. ap. Sacramentum caritatis,  14). La Iglesia vive de esta presencia y tiene como razón de existir  ampliar esta presencia en el mundo entero" (Disc. a un grupo de obispos de Brasil en visita ad limina, 15-abril-2010).

Para que un católico entienda la Eucaristía, tiene que haber nacido de nuevo, es decir haber encontrado a Jesus, no solo con la razón sino con el corazón.
ResponderEliminarSi no pasa por este camino seguiremos perdiendo los millones de católicos yéndose a las sectas, porque no puedes darle de "comer" a un muerto! Eucaristia es y debe de ser SIEMPRE, Sacrificio, Presencia, Comunión, Alegría de estar los hermanos unidos, Fiesta.