jueves, 26 de noviembre de 2009

Educar para la liturgia VI: la oración prepara el alma para la misión


"Cristo no necesitaba ofrecer una ofrenda expiatoria por sí mismo, pues Él no tenía pecado; Él no necesitaba esperar la hora indicada por la ley, ni tampoco dirigirse al Santuario en el templo, Él está siempre y en todas partes en la presencia de Dios, su misma alma es el Santuario y ella no es solamente morada de Dios, sino que está inseparable y esencialmente unida al mismo Dios. Él no necesita protegerse del Padre con una nube de incienso, contempla sin ningún velo el rostro del Eterno y no tiene porqué temer, la mirada del Padre no va a producir su muerte. De esa manera desvela Cristo el misterio del sumo sacerdocio; todos los suyos pueden oír cómo habla al Padre en el santuario de su corazón; sus discípulos han de experimentar de qué se trata y han de aprender también a hablar con el Padre en sus corazones (cf. Jn 17,1ss).

La oración sacerdotal de nuestro Salvador nos revela el misterio de la vida interior: la intimidad de las Personas divinas y la morada de Dios en el alma. En esa misteriosa profundidad se preparó y realizó, escondida y en silencio, la grandiosa obra de la salvación, y así se continuará hasta que al final de los tiempos todos alcancen la perfección en la unidad. En el silencio eterno de la vida divina fue concebida la sentencia de la salvación. En la soledad del silencioso aposento de Nazaret descendió la fuerza del Espíritu Santo sobre la Virgen orante, llevando así a plenitud la Encarnación del Salvador. Reunida en torno a la Virgen, silenciosa y orante, esperaba la Iglesia en gestación el nuevo derramamiento del Espíritu Paráclito que habría de vivificarla y conducirla a la claridad interior y a una actividad externa lleno de frutos.

El apóstol Pablo esperaba, en la noche de la ceguera que Dios había derramado sobre sus ojos y en oración solitaria, la respuesta a su pregunta: Señor, ¿qué quieres que haga? (Hechos, 9). En la oración privada se preparó también Pedro a ser enviado a los gentiles (Hechos, 10). Y así permaneció a través de todos los siglos. En el silencioso diálogo de las almas consagradas a Dios con su Señor se prepararon todos los acontecimientos visibles de la historia de la Iglesia y que renovaron la faz de la tierra. La Virgen, que guardaba en su corazón toda palabra salida de la boca de Dios, es el modelo de aquellas almas dispuestas, en las cuales se vivifica siempre de nuevo la oración sacerdotal de Jesús. Y las mujeres, que lo mismo que ella se olvidaron de sí mismas en la entrega total a la vida y pasión de Cristo, fueron elegidas por el Señor con amor preferencial como su instrumento para realizar grandes obras en la Iglesia.

Así, por ejemplo, Santa Brígida o Santa Catalina de Siena. Y cuando Santa Teresa, la gran reformadora de la Orden del Carmen, quiso ir en ayuda de la Iglesia en una época de gran decadencia de la fe, vio que el medio más apropiados para ello era la renovación de la verdadera vida interior. La noticia de la decadencia de la vida religiosa, que se extendía continuamente en torno suyo, la preocupaba de manera especial: “...diome gran fatiga, y como si yo pudiera algo o fuera algo, lloraba con el Señor y le suplicaba remediase tanto mal. Parecíame que mil vidas pusiera yo para remedio de un alma de las muchas que allí se perdían. Y como me vi mujer y ruin, e imposibilitada de aprovechar en lo que yo quisiera en el servicio del Señor, y toda mi ansia era y aún es, que pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que esos fuesen buenos, determiné a hacer eso poquito que era en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese y procurar que estas poquitas que están aquí, hiciesen lo mismo, confiada en la gran bondad de Dios que nunca falta de ayudar a quien por él se determina a dejarlo todo; y que siendo tales cuales yo las pintaba en mis deseos, entre sus virtudes no tendrían fuerza mis faltas, y podría yo contentar en algo al Señor, y que todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden, ayudásemos en lo que pudiésemos a este Señor mío, que tan apretado le traen aquellos a los que ha hecho tanto bien, que parece le querrían tornar ahora a la cruz, y que no tuviese a donde reclinar la cabeza... ¡Oh hermanas mías en Cristo!, ayudadme a suplicar esto al señor, que para eso os juntó aquí; este es vuestro llamamiento, estos han de ser vuestros negocios, estos han de ser vuestros deseos, aquí vuestras lágrimas, aquí vuestras peticiones” (Camino de Perfección, Cap. 1)".

(Edith Stein, La oración de la Iglesia).

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