jueves, 6 de julio de 2023

El incienso (Elementos materiales - V), y 2ª parte



Simbolismo del incienso

            Crea una atmósfera agradable, sagrada, solemne, para la celebración y la oración: es sacrificio, es honor y reverencia, es plegaria “visual, plástica”. El incienso convenía al simbolismo religioso. Al mismo tiempo, indica la oración y la ofrenda que sube hasta Dios, viendo un modelo de espiritualidad: "Suba mi oración, Señor, como incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde" (Sal 140). Muchas son las alusiones en las Escrituras el uso del incienso. El vidente de Patmos escribe en el Apocalipsis cómo el perfume de las copas de oro de los ancianos significa las oraciones de los santos (Ap 5,18). Así el incienso llegó a expresar la elevación de la oración hasta Dios, oración pura y espiritual.


            Los Padres de la Iglesia comentaron la adoración de los Magos y el don del incienso con el que homenajearon al Señor. Hallaron en el incienso el simbolismo de la divinidad, el reconocimiento a la naturaleza divina de nuestro Salvador y, por tanto, una ofrenda adecuada:


            “Los magos le ofrecieron… oro e incienso, como señal de honor y adoración respectivamente” (S Agustín, Serm. 202,2).
            “A éste, pues, ofrecen dones los magos: oro, incienso y mirra, según lo que el Espíritu Santo había testimoniado antes por el profeta diciendo de ellos: “Vendrán de Saba y ofrecerán oro, incienso y piedras preciosas y anunciarán la salvación del Señor”. Reconocemos claramente que los magos cumplieron esta profecía, pues no sólo anunciaron la salvación del Señor, que había nacido Cristo e Hijo de Dios, sino que también confesaron que Cristo era Dios, rey y hombre. Pues en el oro mostraron la potestad del reino, en el incienso el honor de Dios, en la mirra la sepultura del cuerpo. Y por tanto le ofrecieron oro como a rey, incienso como a Dios y mirra como a hombre” (Cromacio de Aquileya, Com. Ev. Mat., 5,1).


            “Bellísimamente resume el misterio de los regalos en un versito el presbítero Juvenco: “incienso, oro y mirra para el hombre, para el rey y para Dios traen como regalos”” (S. Jerónimo, Com. Ev. Mat., cap. 2).

            “El niño no es adorado como simple hombre. Que Dios fue adorado en la carne, muéstranlo los pañales y el pesebre; que los magos no adoraron al niño como simple hombre, pónenlo de manifiesto los dones que en tan tierna edad le presentan. Esos dones sólo a Dios debe de razón ser ofrecidos” (S. Juan Crisóstomo, In Mat., hom. 7,4).
            “Ellos empero no sólo le adoran, sino que, abiertos sus cofres, le ofrecen dones; y dones no como a hombre, sino como a Dios. Porque el incienso y la mirra de éstos son símbolos… Nada había allí grande para los sentidos: un pesebre, una choza, una madre pobre. Ahí habéis de ver la pura filosofía de los magos y advertir que no se acercaron al niño como a mero hombre, sino como a Dios y bienhechor suyo… Por eso de nada de lo que por fuera veían se escandalizaron, sino que le adoraron y ofrecieron sus dones” (S. Juan Crisóstomo, In Mat., hom. 8,1).

            “La ofrenda de los dones ha expresado la comprensión de todo lo que él es: se confiesa en el oro al rey, en el incienso a Dios, en la mirra al hombre” (S. Hilario de Poitiers, Com. Ev. Mat., 1,5).

            “El oro, por el rey; el incienso, por Dios; y la mirra, por la muerte; uno es, en efecto, el signo de la realeza; otro el sacrificio ofrecido por poder divino; otro, el honor de la sepultura, que, lejos de descomponer el cuerpo del difunto, lo conserva” (S. Ambrosio, In Luc., II, 44).

            “Para manifestar exteriormente el misterio que ellos creen y entienden, atestiguan por los dones lo que ellos creen en su corazón. A Dios le ofrecen el incienso; al hombre, mirra, y al rey, oro, sabiendo que honran en la unidad las naturalezas divina y humana” (S. León Magno, Sobre la Epifanía, Hom. 1, 2).

            “Se proveen de dones, por los cuales quieren mostrar que en uno adoran al mismo tiempo tres, pues por el oro que ellos ofrecen adoran al que es rey; por la mirra, al que es hombre, y por el incienso, al que es Dios” (S. León Magno, Sobre la Epifanía, Hom. 3,2).
            “Los Magos ofrecen oro, incienso y mirra. El oro, en verdad, corresponde al Rey; incienso se pone en el sacrificio de Dios; con mirra se embalsaman los cuerpos de los muertos. De manera que los Magos a aquel Niño a quien adoran, también con sus místicos dones le predican: en el oro, como Rey; en el incienso, como Dios; y en la mirra, como mortal…
            Nosotros, en contra [de los herejes], ofrecemos al Señor nacido oro y confesamos que Él es el Rey del universo; ofrendémosle incienso, creyendo que Él, que apareció en el tiempo, es Dios antes de todo tiempo; ofrezcámosle mirra, de suerte que, creyéndole impasible en su divinidad, creamos también que en nuestra carne fue pasible.
            Aunque también pueden entenderse otras cosas en el oro, en el incienso y en la mirra… En el incienso, que se quema en honor de Dios, se significa la virtud de la oración, como lo atestigua el Salmista, que dice: “Ascienda mi oración ante tu acatamiento como el olor del incienso”. Según esto, ofrecemos oro al Rey nacido si brillamos en su presencia con la claridad de la celestial sabiduría; le ofrecemos incienso si con los santos propósitos de la oración quemamos los pensamientos carnales en el ara del corazón para poder exhalar ante Dios el suave aroma de los deseos celestiales” (S. Gregorio Magno, In Evang., l. I, hom. 10, 6).



            Los Padres, además del pasaje de los magos, hablan del incienso comentando el salmo 140, relacionando el incienso con el homenaje a Dios y la oración pura:


            “Con esto se nos enseña que cuando pedimos, nuestras oraciones tienen que ser puras y de buen olor… Lo mismo que el incienso por sí solo es bueno y huele bien, y sobre todo despide buen olor cuando se echa en el fuego; así también la oración es ciertamente buena por sí misma; pero es mejor y más olorosa cuando se ofrece con ardiente y fervoroso ánimo, cuando el alma se hace un incensario y enciende un fuego vehemente. En efecto, no se depositaba incienso en el brasero para consumirse si antes no estaba ardiente o los carbones encendidos. Esto mismo debes hacer en tu alma: primero enciéndela con el fervor, y entonces deposita la oración” (S. Juan Crisóstomo, Com. Sal. 140, 3, 2).

            “Luego la oración que sube pura del corazón piadoso se eleva como incienso de ara santa. Nada hay más deleitable que el olor del Señor; exhalen este olor todos los que creen” (S Agustín, En. in Ps. 140,5).


            El incienso es un recurso eficaz para el esplendor de la liturgia en honor del Señor. Es un medio para dar mayor solemnidad al culto cristiano; “las nubes de incienso que suben al cielo perfumando el templo hacen patentes aun a los sentidos la grandeza de la solemnidad” (Jungmann, p. 409).


Incienso en las exequias

            El incienso se emplea también en el rito exequial. “La incensación, con la que se honra el cuerpo del difunto, templo del Espíritu Santo…” (RE, n. 11).

            Es uno de los ritos finales, en el último adiós al cuerpo de difunto, encomendándolo a la Misericordia de Dios y la intercesión de los santos.

            Precede una monición:

            “Ahora vamos a perfumar este cadáver con incienso; este gesto nos recordará que el cuerpo de nuestro hermano fue templo del Espíritu y que en su iniciación cristiana no sólo fue vinculado a la muerte del Señor, sino que también, al ser ungido con el óleo perfumado de la confirmación, se significó que, como Cristo, era destinado a la resurrección y a recibir del Padre el ósculo de su amor. En la persona de Cristo, el Padre hizo que nuestro hermano se sentara con él en el cielo” (RE, n. 355).

            “El incienso con que perfumaremos luego su cadáver nos traerá a la memoria que lo que ahora sólo son sus despojos fueron templo del Espíritu y están llamados a ser, por la resurrección, piedras vivas del templo de la Jerusalén celestial” (RE, n. 524).

            La rúbrica señala que: “pone incienso, lo bendice y da una segunda vuelta perfumando el cadáver con incienso”.


Incienso en la dedicación de iglesias y altares


            Hay un solemne rito del incienso. “Se quema incienso sobre el altar para significar que el sacrificio de Cristo que se perpetúa allí sacramentalmente, sube hasta Dios como suave aroma y también para expresar que las oraciones de los fieles llegan agradables y propiciatorias hasta el trono de Dios. La incensación de la nave de la iglesia indica, por su parte que ésta, por la dedicación, llega a ser casa de oración; pero se inciensa primero al pueblo de Dios, ya que él es el templo vivo en el que cada uno de los fieles es un altar espiritual” (RDIA, n. 16).

            Y así es el rito, según las rúbricas:

            “Después del rito de la unción, se coloca sobre el altar un brasero para quemar incienso o aromas, o, si se prefiere, se hace sobre el altar un montón de incienso mezclado con cerillas. El obispo echa incienso en el brasero o con un pequeño cirio que le entrega el ministro enciende el montón de incienso diciendo:

Suba, Señor, nuestra oración
como incienso en tu presencia
y, así como esta casa se llena de suave olor,
que en tu Iglesia se aspire el aroma de Cristo.

            Entonces, el obispo echa incienso en los incensarios e inciensa el altar. Luego vuelve a la cátedra, es incensado y se sienta. Los ministros, pasando por la nave de la iglesia, inciensan al pueblo y los muros”.




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