domingo, 30 de abril de 2023

Mística del silencio: Edith Stein - y IV (Silencio - XX)



Si hemos visto el silencio de la oración, del Sagrario, del conocimiento de Dios y de la contemplación, una breve alusión es necesaria al silencio en la filosofía de Edith Stein. El camino de la interioridad está hecho de silencio y sin él estamos perdidos. La misma búsqueda filosófica busca y necesita el silencio.



            La interioridad requiere silencio y adentrarse en el propio ser para conocerse y conocer a Dios. Es el silencio de la reflexión, del propio conocimiento y del acceso a la verdad:

            “El alma debe primero llegar a la posesión de su esencia, y su vida es el camino que la conduce hasta allí. Por eso la “configuración” es aquí posible y necesaria. Pero para que esta configuración sea una configuración libre y no un evento involuntario como la configuración del alma animal por el proceso de su desarrollo natural, es necesario que el alma pueda poseer un conocimiento sobre sí misma y que pueda tomar posición frente a sí misma. El alma debe “llegar hasta sí misma” en dos sentidos: conocerse ella misma y llegar a ser lo que ella debe ser” (Ser finito, ser eterno, OC III, 1019).

            Es más:

            “El yo personal se encuentra enteramente como en casa en lo más interior del alma. Si vive en esa interioridad, dispone de la fuerza completa del alma y puede utilizarla libremente. Además está entonces lo más cerca posible del sentido de todo lo que le sucede, y está abierto a las exigencias que se le presentan, muy bien preparado para medir su significado y su trascendencia. Pero pocos hombres viven tan “recogidos”. En la mayor parte de ellos el yo se sitúa más bien en la superficie, ciertamente sólo ocasionalmente es “sacudido” por “acontecimientos importantes” y llevado a la profundidad, entonces trata de responder al acontecimiento con un comportamiento conveniente, pero después de un tiempo más o menos largo vuelve de nuevo a la superficie” (Ser finito, ser eterno, OC III, 1028).


            La interioridad, para Edith Stein, es lo más espiritual del hombre. Y la persona se hace más espiritual cuanto más vive en lo profundo de su ser.

            Tanto en santa Teresa Benedicta como en los grandes filósofos cristianos, la interioridad es un concepto riquísimo por el que se accede a la verdad del espíritu humano, encontrándose consigo mismo y con Dios, centrándose y huyendo de la dispersión.

            Si el hombre se encuentra perdido, si experimenta el vacío, el absurdo y el sin-sentido, es porque ha dejado que se anule su interioridad. Vive fuera de sí, prescinde de su propio ser. Es un hombre que se conoce sólo muy superficialmente, que conoce lo exterior, y tiene miedo al silencio y la soledad porque siente pánico de encontrarse consigo mismo, con la verdad de su ser personal:

            “La causa de esa ceguera y de la incapacidad para llegar a lo profundo del alma no reside simplemente en determinados principios metafísicos, sino en una inconsciente angustia de encontrarse con Dios. Por otra parte, ahí está el hecho de que nadie ha penetrado tanto en lo hondo del alma, como el hombre que con ardiente corazón ha abarcado el mundo, y que por la fuerte mano de Dios ha sido liberado de todas las ataduras e introducido dentro de sí en lo más íntimo de su interioridad” (El Castillo interior, OC V, 104).

            Edith, al estudiar las profundidades del espíritu humano llega a la conclusión primero de la necesidad del silencio-interioridad y, avanzando más, de que sólo hay propiamente un camino para la plena posesión y conocimiento de la interioridad humana, y es el camino de la oración. En el centro de la interioridad radica la perfección, felicidad y realización de la persona, en su libertad, al encontrarse con Dios:


            ““El yo personal se encuentra enteramente como en casa en lo más interior del alma. Si vive en esa interioridad, dispone de la fuerza completa del alma y puede utilizarla libremente. Además está entonces lo más cerca posible del sentido de todo lo que le sucede, y está abierto a las exigencias que se le presentan, muy bien preparado para medir su significado y su trascendencia. Pero pocos hombres viven tan “recogidos”…
            Lo que penetra del exterior a menudo es tal que puede ser “despachado” más o menos bien a partir de un lugar situado en la superficie o a partir de un lugar que no está situado muy profundamente. No es necesaria la última profundidad para comprender esto más o menos, y no es tampoco indispensable responder a ello utilizando toda la fuerza.
            Pero el que vive recogido en la profundidad ve igualmente las “cosas pequeñas” dentro de los grandes complejos; es el único que puede apreciar de una manera justa su paso –medido según las últimas reglas- y regular su comportamiento de manera adecuada” (Ser finito, ser eterno, OC III, 1028-1029).



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