jueves, 21 de octubre de 2021

Creo en la Iglesia, Pueblo de Dios



La misma definición bíblica de “pueblo de Dios” ha sido profundamente tergiversada, como tantos otros conceptos y afirmaciones emanadas del Concilio Ecuménico Vaticano II. 



“Pueblo de Dios” expresa una consagración y una propiedad personal del Señor, organizado según la voluntad de Dios, con pastores que orientan y presiden a este pueblo, y donde se subraya su dimensión peregrina y caminante, en vez de estática y acabada. El Concilio Vaticano II, en su constitución dogmática Lumen gentium, explicó a la Iglesia con la expresión “Misterio” en el primer capítulo y con “Pueblo de Dios” en su segundo capítulo. Expresiones ambas necesarias y complementarias que no agotan la realidad de la Iglesia.

            Pueblo de Dios, ¿qué significa? Decía la Lumen gentium:


“En todo tiempo y en todo pueblo son adeptos a Dios los que le temen y practican la justicia (cf. Act, 10,35). Quiso, sin embargo, Dios santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados entre sí, sino constituirlos en un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente. Eligió como pueblo suyo el pueblo de Israel, con quien estableció una alianza, y a quien instruyó gradualmente manifestándole a Sí mismo y sus divinos designios a través de su historia, y santificándolo para Sí. Pero todo esto lo realizó como preparación y figura de la nueva alianza, perfecta que había de efectuarse en Cristo... Nueva alianza que estableció Cristo, es decir, el Nuevo Testamento en su sangre (cf.  1Co, 11,25), convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles que se condensara en unidad no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera un nuevo Pueblo de Dios” (LG 9).


            Este Pueblo de Dios, entendámoslo bien, tiene unas características propias “que le distinguen claramente de todos los grupos religiosos, étnicos, políticos o culturales de la historia” (CAT 782): es de Dios, su propiedad personal; se es miembro de este cuerpo por la fe y el bautismo y tiene por cabeza a Cristo visible además en sus pastores; su identidad es la de ser hijos de Dios, como ley tiene el mandamiento del amor, su misión es ser sal y luz del mundo y su meta última, el Reino de Dios.  Con estos rasgos, es evidente que poco o nada tiene que ver con una concepción sociológica, donde pueblo se interpreta como un colectivo igualitarista.


            Pues hasta la misma categoría de Pueblo de Dios se ha pervertido en el lenguaje común. Desde posiciones de corte marxista, en la dialéctica de la lucha de clases, se quiere interpretar que Pueblo de Dios es la “base”, el colectivo de los cristianos, frente a la jerarquía opresora. Así, con este dislate, se vive una disfunción: se imaginan una Iglesia del pueblo o “Iglesia popular”, “Iglesia de base” frente a la Iglesia oficial, la Iglesia institucional... en clave de poder y de lucha. La Iglesia oficial ha secuestrado el Evangelio de Jesús y su causa casi revolucionaria y la Iglesia de base es la que ha permanecido fiel. Es la dialéctica y la lucha de clases aplicada a una realidad muy distinta. Ratzinger –como muchos otros- ya lo desenmascaró:

            “La eclesiología recobra, pues, significado en el sentido del modelo dialéctico, constituido por la escisión de la Biblia en sacerdotes y profetas, a la que corresponde una distinción entre institución y pueblo. Conforme a este modelo dialéctico, se opone a la Iglesia institucional, o sea a la “Iglesia oficial”, la “Iglesia del pueblo”, que nace de continuo del pueblo y desarrolla así las intenciones de Jesús, a saber su lucha contra la institución y contra su fuerza opresora para lograr una sociedad nueva y libre, que será “el reino”” (RATZINGER, La Iglesia, Madrid 1992, p. 10).

            Lógicamente, una concepción dialéctica de la Iglesia, tiene consecuencias de orden práctico que ha llevado a la actual secularización interna de la Iglesia:


            “El vocablo “pueblo” se propone como un concepto que debe elaborarse bajo una luz sociopolítica. Si la Iglesia puede definirse con el concepto de “pueblo”, entonces la mejor manera de determinar su esencia y su orden jurídico es hacerlo desde puntos de vista sociales y políticos. Así, la expresión “pueblo de Dios” se convierte en vehículo de una idea de Iglesia antijerárquica y antisacral, incluso de una categoría revolucionaria, que se asume como base para concebir una nueva Iglesia” (RATZINGER, J., Iglesia, ecumenismo y política, Madrid 1987, p. 25 s).


            Sólo asumiendo y recibiendo gozosamente que la Iglesia no es nuestra, sino que es la Iglesia de Jesucristo, y que es sólo suya, podremos gozar de la pertenencia a la Iglesia, sintiéndonos sana y libremente hijos y miembros de la santa Iglesia.

            “Es este vínculo misterioso y realísimo [la Comunión de los santos en las cosas santas], es esta unión en la Vida, lo que hace que la Iglesia no sea sólo nuestra Iglesia, de modo que podamos disponer de ella a nuestro antojo; es, por el contrario, su Iglesia. Todo lo que es sólo nuestra Iglesia no es Iglesia en sentido profundo; pertenece a su aspecto humano y es, por lo tanto, accesorio, efímero... Pero la Iglesia de Cristo no es un partido, no es una asociación, no es un club: su estructura profunda y sustantiva no es democrática, sino sacramental y, por lo tanto, jerárquica; porque la jerarquía fundada sobre la sucesión apostólica es condición indispensable para alcanzar la fuerza y la realidad del sacramento. La autoridad, aquí, no se basa en los votos de la mayoría; se basa en la autoridad del mismo Cristo... Sólo ateniéndose a esta visión será posible descubrir de nuevo la necesidad y la fecundidad de la obediencia a las legítimas jerarquías eclesiales” (Informe... pp. 57-58).



            La mirada de fe a la realidad de la Iglesia-Misterio humana y divina a un tiempo, solucionaría muchos conflictos y tensiones innecesarios, rebeldías caducadas y manifiestos de todo tipo. No todo es lo externo, el elemento humano de la Iglesia. Apartando la vista de su realidad sobrenatural, todo se vuelve afán de novedades, reforma arbitraria, estructuras, deliberaciones sin fin y proyectos muy imaginativos con los que nunca se logran nada bueno ni santo.

            Esta mirada a lo externo y visible de la Iglesia ha introducido el activismo, en el exceso de actividad y de reuniones y actos, llevando a considerar que católico es el “comprometido” e integrado en este activismo eclesial, partícipe de reuniones, comités, secretariados, en forma de una nueva y aplastante burocracia, ya sea parroquial, ya diocesana. Parecería que sólo es un católico serio aquel que participe en lo visible de la Iglesia: la catequesis, la cáritas, el consejo pastoral, las asociaciones...

            Estos integrantes serían católicos de primera fila. De segunda fila los que no estén ahí, en las tareas intraeclesiales o parroquiales (necesarias, siempre que no se infecten del activismo, el hacer por hacer), sino que se dedican a forjar un hogar cristiano y a dar testimonio santificándose en el ejercicio de su profesión cuidando, por supuesto, su unión con el Señor por los sacramentos y su eclesialidad. Por último, quedarían como elementos de la Iglesia sin razón de ser los contemplativos, que se dedican con exclusividad a Dios y no a la acción directa: si se pierde que la Iglesia es Misterio, la vida monástica es un perfume derramado... Se olvidan de lo que afirma el Catecismo: “Al orar, todo bautizado trabaja en la Venida del Reino” (CAT 2632). Junto a los contemplativos, habría que preguntarse cuál es el papel de los enfermos en la Iglesia, pues muchos, sin una tarea parroquial ni un compromiso activo, viven su enfermedad ofreciéndola a Cristo por la Iglesia con sentido sobrenatural, edifican la Iglesia con su dolor.

            Estos fenómenos, como siempre, fueron objeto de análisis por el cardenal Ratzinger con sumo realismo:



“La voluntad de participar, de por sí justificada, ha creado nuevos cuerpos organizativos de modo que, poco a poco, uno que trata de vivir simplemente como cristiano en la propia Iglesia y que quiere encontrar en ella nada más que la comunión de la Palabra y los sacramentos, se siente descalificado. Una Iglesia en diáspora es, desde este punto de vista, una Iglesia presumiblemente más feliz, porque no tiene tantas posibilidades de jactarse tal cual sucede en el mundo occidental” (Ser cristiano en la era neopagana, Madrid 1995, p. 112). 

La Iglesia “no puede llegar a ser un fin en sí misma. Está muy difundida hoy día, incluso en ambientes religiosos, la idea de que una persona es tanto más cristiana cuanto más está comprometida en la actividad eclesial. Se impulsa hacia una especie de terapia eclesiástica de la actividad, del hacer: se trata de asignar a cada uno un comité, o, por lo menos un compromiso en el interior de la Iglesia. Así se piensa, en cierto modo, que debe existir una actividad eclesial; se debe hablar de la Iglesia o se debe hacer algo por ella o en ella. Pero un espejo que se refleja a sí mismo, deja de ser un espejo... No tenemos necesidad de una Iglesia más humana, sino de una Iglesia más divina; sólo entonces ella será verdaderamente humana” (Ser cristiano..., p. 21).

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