martes, 20 de julio de 2021

La comunión invisible con toda la Iglesia

En la celebración eucarística se realiza no sólo una comunión visible con la Iglesia apostólica y católica, sino con la Iglesia invisible, la del cielo.




La Iglesia es un Misterio de Comunión, y aquí habría que recordar y extraer las consecuencias del dogma de la Comunión de los santos. La asamblea no es un grupo particular, cerrado en sí mismo, que se mira a sí mismo, sino el Cuerpo de Cristo en comunión con la Iglesia celestial, con los santos. 

Todo lo nuestro, nuestras plegarias e intercesiones, nuestros sacrificios, la ofrenda eucarística, por la Comunión de los Santos, repercute en todo el Cuerpo Místico que es la Iglesia, aunque de modo invisible y guiados sólo por la fe. Por eso, la Iglesia, es un Misterio abierto, social, no cerrado y exclusivista. 

Existen unos vínculos espirituales, pues el Espíritu nos une a todos, tanto en el cielo como en la tierra. Es un Misterio invisible, pero no por ello menos cierto y real. Von Balthasar, en su libro “Católico”, cita un párrafo admirable de Lutero que nos puede dar esta dimensión espiritual, sobrenatural, de dimensión comunional, de la misma Eucaristía. Es una de las mejores y más amplias explicaciones de lo que es la Comunión de los santos (lo invisible de la Eucaristía), dogma que pasa tan desapercibido muchas veces en nuestra praxis espiritual y en el Misterio mismo de la Eucaristía –como si ésta fuera de una secta-.

               “Esta es la comunión de los santos de la que nos gloriamos... ¿Es que no es bueno para nosotros permanecer allí, donde todos los miembros sufren cuando un miembro padece, y donde todos se alegran cuando uno es glorificado? Por tanto, cuando sufro, no sufro solo, conmigo sufre Cristo y sufren todos los cristianos; como dice el Señor: “Quien os toque, ese toca mi pupila”. Mi carga la llevan así otros, su fuerza es la mía. La fe de la Iglesia viene en auxilio de mis temores, la castidad de otros soporta la tentación de mi concupiscencia, el ayuno de otros se convierte para mí en ganancia, la oración de otros se preocupa por mí. Y así puedo gloriarme, en verdad, de los bienes de otros como de los míos propios; y los míos son suyos en realidad cuando me deleito y me alegro junto con ellos. Yo puedo ser vergonzoso y sucio: aquellos a los que quiero, a los que apruebo, son bellos y agradables. Con este cariño me hago dueño no sólo de sus bienes, sino de ellos mismos, y así, gracias a su gloria, mi ignominia se convierte en honor, gracias a su abundancia se cubre mi necesidad, gracias a sus méritos serán perdonados mis pecados. ¿Quién quiere, pues desesperar de sus pecados? ¿Quién no querría alegrarse en sus castigos, siendo así que él no lleva por sí mismo sus pecados y castigos o, por lo menos, no los lleva él solo, cuanto tantos santos hijos de Dios, y Cristo mismo le acompañan? ¡Qué gran cosa es la Comunión de los Santos y la Iglesia de Cristo!

 
               Pero quien no cree que algo así sucede y acontece, ése es un incrédulo, ése niega a Cristo y a la Iglesia. Aun cuando uno no lo sienta, sucede en verdad, y ¿quién no lo siente finalmente? Cuando no desesperas, cuando no pierdes la paciencia: ¿Dónde está la causa?, ¿en tu virtud?, ciertamente no, sino en la Comunión de los Santos. ¿Qué otra cosa significa creer que la Iglesia sea santa, sino que forma la Comunión de los Santos? ¿Con qué tienen los Santos comunión? Con los buenos y con los malos: todo pertenece a todos, como el sacramento del altar lo representa significativamente en el pan y vino: aquí somos considerados, como dice el Apóstol, un cuerpo, un pan, un cáliz. Lo que sufre otro lo sufro y soporto yo, lo que de bueno le sucede a otro, eso me sucede a mí también. Cristo dice, y así sucede, que lo que hagan a sus más pequeños a él se lo hacen. Quien reciba aunque sólo sea una partícula minúscula del sacramento de altar, ése ha recibido con toda seguridad el pan. Y quien desprecia esa partícula minúscula, ha despreciado el pan como tal.

               Cuando tenemos sufrimientos, cuando padecemos, cuando morimos, se vuelve nuestra mirada hacia este misterio. Creemos firmemente y estamos convencidos, de que no somos nosotros, o nosotros solos, sino Cristo y la Iglesia junto con nosotros quien soporta, sufre y muere.  Hasta tal punto quería Cristo que nuestro camino hacia la muerte, ante el que todo hombre se asusta, no fuera solitario, sino que anduviéramos el camino de la pasión y de la muerte con el acompañamiento de toda la Iglesia, y que la Iglesia sufriera más duramente que nosotros mismos, que podemos apropiarnos con toda verdad de las palabras que Elías dirige a su siervo atemorizado: “No temas, que hay más con nosotros que con ellos” (2R 6,16). Oró Eliseo y dijo: “Yahveh, abre sus ojos para que vea”. Abrió Yahveh los ojos del criado y vio que la montaña estaba llena de caballos y carros de fuego en torno a Eliseo. Así sólo nos queda rezar para que nos sean abiertos los ojos y veamos a la Iglesia alrededor nuestro, claro está con los ojos de la fe, así no tenemos que temer nada” (Lutero, Tessaradecas 1520).

               ¿Qué católico no estaría de acuerdo con este maravilloso texto de Lutero? Expresa, apoyándose en textos de Pablo, una profunda demanda de la Católica: la ósmosis misteriosa entre los miembros del “cuerpo de Cristo” que no se detiene  en el intercambio de bienes externos, sino que va hasta la comunión de los más personal...

               El que ya en su significado original “Sanctorum Communio” se refiera a la comunión de las cosas santas, de manera principal a la Eucaristía –“¿no es el pan que partimos la comunión en el cuerpo de Cristo?”-, indica que los miembros del cuerpo mistérico no intercambian entre sí caprichosamente sus “méritos”, por así decirlo, sino que toda comunidad de bienes tiene su fundamento en que están consolidados en Cristo... 

               En el bello texto de Lutero citado al principio, falta, sin embargo, una segunda dimensión para comprender la extensión del concepto católico de communio; es una carencia en relación con la división protestante entre Iglesia (invisible) de los Santos e Iglesia (visible-empírica) imperfecta y provista de ministerios. Sin embargo, ya en el cristianismo primitivo ambos aspectos estaban inseparablemente unidos. La communio se fundamenta tanto en los sacramental (sobre todo en la Eucaristía) como en lo jurídico: en el pleno poder del obispo que guía la comunidad y que la representa hacia el exterior; sólo quien celebra con él la Eucaristía, es decir, quien reconoce también la communio entre comunidad y obispo, sólo ése pertenece a la Católica...[1]

            El mismo De Lubac, en su mayor y más poética obra, Meditación sobre la Iglesia, establece las relaciones entre lo que es la Comunión y la Eucaristía, Comunión tanto visible como invisible:

            Según la ley de su esencia sacramental, su reunión invisible debe estar visiblemente significada y manifestada. También puede decirse que su existencia ininterrumpida comporta ciertos momentos culminantes. Jamás ella es más digna de este nombre que cuando en un lugar determinado, el Pueblo de Dios se agrupa en torno a su Pastor para la celebración eucarística. Aunque no es más que una célula del gran cuerpo, se puede sin embargo afirmar que todo el cuerpo se encuentra virtualmente allí. La Iglesia está en lugares diversos, pero no hay diversas Iglesias. La Iglesia está toda entra en cada una de sus partes... Cada obispo realiza la unidad de su rebaño... Pero el mismo obispo está “en paz y en comunión” con todos sus hermanos que en otros lugares celebran el mismo y único sacrificio y que hacen mención de él, como él la hace todos ellos. Todos juntos, él y los demás, no forman más que un solo episcopado, y todos están igualmente “en paz y en comunión” con el obispo de Roma, sucesor de Pedro, lazo visible de la unidad. Todos los fieles están unidos por medio de ellos. Todos ruegan humildemente al Señor, “Maestro de la paz y de la concordia” por su Iglesia santa y católica...

               Y lo que se realiza en esta asamblea solemne, en el centro de cada diócesis, se reproduce también, con la misma plenitud, con los mismos efectos, en la más humilde misa de aldea, en la que en un ambiente de silencio absoluto celebra el monje en su desierto. Poco importan las dimensiones o el adorno. Cada sacerdote participa el poder de consagrar del obispo; ha recibido la comunicación del mismo “Espíritu”; en cualquier rincón que él oficie forma siempre parte de su “preciosa corona espiritual”: basta esto; todo lo demás se sigue de ahí. Lo mismo que no hay más que una fe y un solo bautismo, tampoco hay en toda la Iglesia más que un solo Altar. Lo mismo da que esté presente una gran masa de fieles, o que el acólito agite la campanilla para sí solo; siempre es el “el sacrificio de la comunidad”. Doquiera se realiza la gran asamblea, los lazos de la unidad se entretejen. Doquiera está la Iglesia toda entera para la ofrenda del sacrificio.

               Pero si el sacrificio es acepto a Dios, si la plegaria de la Iglesia es escuchada, es debido a que, a su vez, en el sentido más estricto, la Eucaristía hace la Iglesia. Como nos dice San Agustín, la Eucaristía es el sacramento en el cual en este tiempo es asociada la Iglesia. Ella remata la obra que el bautismo había iniciado. Del costado de Cristo durmiendo de la cruz, fluyeron los sacramentos, por los cuales la Iglesia es engendrada. Ya “todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo Cuerpo”. Mas he aquí que este Cuerpo recibe, en cada uno de nosotros que somos sus miembros, la misma comida y la misma bebida para sostener su vida y perfeccionar su unidad... Porque también hay una sola Eucaristía. De esta suerte, el cuerpo social de la Iglesia, cuerpo de los cristianos, congregado en torno a sus pastores visibles para la “manducación del Señor”, se convierte de hecho en el Cuerpo místico de Cristo. En verdad es a Cristo a quien asimila... Jesús viene en medio de los suyos. Él se hace su alimento, y cada uno, uniéndose a Él, se encuentra por eso mismo unido  todos los que como él le reciben. La cabeza obra la unidad del Cuerpo. Y así es como el mysterium fidei es también el mysterium Ecclesiae por excelencia.

               En el transcurso de estos último años se ha puesto de relieve tantas veces el misterio de las especies eucarísticas, se han citado con tanta frecuencia las admirables fórmulas de la Liturgia y de los textos de los Padres que las comentan, y se ha recordado con tanta asiduidad la doctrina teológica del fruto último del sacrifico y del sacramento, que no tenemos por qué detenernos en ello... La Eucaristía es el signo eficaz del sacrificio espiritual ofrecido a Dios por el Cristo total; porque “tal es el sacrificio de los cristianos: que todos ellos sean un solo Cuerpo en Cristo”. En realidad, por la celebración del misterio, la Iglesia se hace a sí misma. La Iglesia santa y santificante construye la Iglesia de los santos. El misterio de comunicación se remata en un misterio de comunión, y éste es precisamente el sentido, antiguo y siempre actual, de comunión, por el que se designa ordinariamente este sacramento. La Iglesia de la Tierra se incorpora a la Iglesia del cielo. La jerarquía ministerial prepara de esta suerte este reino de Sacerdotes que Jesucristo quiere hacer de nosotros en la gloria de su Padre. Por consiguiente, en el ejercicio de su función más sagrada, ella está enteramente al servicio de la jerarquía de la santidad[2].
              

Señala y enseña el Catecismo sobre la Comunión de los Santos (946-962) y así destaca:


Como todos los creyentes forman un solo cuerpo, el bien de los unos se comunica a los otros... Es pues necesario creer [...] que existe una comunión de bienes en la Iglesia. Pero el miembro más importante es Cristo, ya que Él es la cabeza [...] Así, el bien de Cristo es comunicado [...] a todos los miembros, y esta comunicación se hace por los sacramentos de la Iglesia. Como esta Iglesia está gobernada por un solo y un mismo Espíritu, todos los bienes que ella ha recibido forman necesariamente un fondo común. (CAT 947).



La expresión “comunión de los santos” tiene, pues, dos significados estrechamente relacionados: “comunión de las cosas santas” y “comunión entre las personas santas” (CAT 948).


            La liturgia expresa en dos momentos fontales esta Comunión de los Santos; primero en la cláusula final de todos los prefacios para entonar el Santo el cielo y la tierra una sola voz, (con los coros de los ángeles), pero también en la misma plegaria eucarística, donde se menciona siempre a la bienaventurada Virgen María y todos los santos.


            Pero por lo mismo que hay una solidaridad en el bien por el Espíritu Santo –misterio de la Comunión de los santos- lo hay en el pecado, que rompe la comunión con la Igelsia, por eso el papa Juan Pablo II recuerda al final del párrafo sobre la Iglesia invisible y la comunión (en la encíclica Ecclesia de Eucharistia) la necesidad de estar en estado de gracia y confesar para recomponer y volver a entrar en la Comunión eclesial.


El mismo Apóstol llama la atención sobre este deber con la advertencia: «Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa» (1Co 11,28). San Juan Crisóstomo, con la fuerza de su elocuencia, exhortaba a los fieles: «También yo alzo la voz, suplico, ruego y exhorto encarecidamente a no sentarse a esta sagrada Mesa con una conciencia manchada y corrompida. Hacer esto, en efecto, nunca jamás podrá llamarse comunión, por más que toquemos mil veces el cuerpo del Señor, sino condena, tormento y mayor castigo».

Precisamente en este sentido, el Catecismo de la Iglesia Católica establece: «Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar». Deseo, por tanto, reiterar que está vigente, y lo estará siempre en la Iglesia, la norma con la cual el Concilio de Trento ha concretado la severa exhortación del apóstol Pablo, al afirmar que, para recibir dignamente la Eucaristía, «debe preceder la confesión de los pecados, cuando uno es consciente de pecado mortal» (Ecclesia de Eucaristía, 36).



[1] H. U. VON BALTHASAR, Católico. Aspectos del Misterio, Madrid, 1988, pp. 59-75.
[2] DE LUBAC, H., Meditación sobre la Iglesia, Madrid, 1988, pp. 124-127.

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