miércoles, 26 de febrero de 2020

Monjas de clausura en la Iglesia



La reparación es uno de los aspectos esenciales de la vida contemplativa en la Iglesia, un hontanar de gracias para todo el pueblo cristiano. La reparación responde y se acomoda muy bien al carisma e identidad propia de los Institutos contemplativos en la Iglesia, pues, insertos en el Misterio, participando plenamente del don de la Comunión de los santos, están situados en el corazón de la Iglesia, asociados a la Pasión, Cruz y Resurrección de Jesucristo (su Misterio pascual), vitalizando, santificando, renovando el amor de la Iglesia a su Esposo, Cristo Jesús. 



 Así la vida contemplativa ofrece su alabanza litúrgica, su ascesis y penitencia, su oración secreta y escondida, por la vida de la Iglesia y del mundo. De la fidelidad a su propio ser, a su carisma, dependerá, en mucho, la santidad de la Iglesia. Y, desde otro punto de vista, si no se entiende el misterio de la Comunión de los santos, lo invisible de la Iglesia, jamás se podrá comprender la “utilidad”, el valor, de la vida contemplativa. 

María derramó el perfume de nardo a los pies de Jesús; era el amor el que la movía. En los cálculos pretendidamente “humanos”, “útiles”, no se entiende. Pero el Señor fue ungido con amor. La casa se llenó de perfume que todos pudieron aspirar. Y en la casa del Señor, la vida contemplativa es nardo derramado, el buen olor de Cristo, que a todos embriaga y a todos llega, por sobreabundancia de amor. 



Von Balthasar, quizás el más genial y contemplativo de los teólogos del siglo XX, exponía este misterio:

            María a los pies de Jesús es más fecunda para el Reino de Dios que la hacendosa Marta. Y cuando María, en el banquete de Betania, unge al Señor y Judas reprocha este “derroche” y calcula el posible importe del perfume es a su vez recriminado: la fecundidad del derroche que no repara en mérito alguno es para Jesús incomparablemente más importante  que una posible obra de caridad... Todas las formas de vida que en la Iglesia han nacido para ser “contemplativas”, querían en su centro católico (pasando por alto ciertos malentendidos superficiales) lo siguiente: encontrar una forma de vida que soporte el acto fundamental del abandono en la fe, de la pura respuesta a las palabras de la manera más auténtica y asidua posible. Esta idea descansó y descansa sobre el hecho de que el acto de abandono en Dios tiene en sí su “obra” y con ello su fecundidad, mientras que el modo de vida que comienza con obras externas (como Marta) no puede estar seguro de que las obras tengan como su motor permanente el acto de abandono en la fe. Lo que desde fuera aparece como improductivo es desde dentro más eficaz que todo lo demás, por lo menos cuando la ofrenda del creyente es utilizada por Dios para su implicación en la Pasión de Jesús por el mundo[1].


            El Concilio Vaticano II, en el decreto sobre la vida religiosa, describe la vida consagrada señalando también la dilatada fecundidad del amor y de la reparación a favor de la Iglesia:

            Todos los que son llamados por Dios a la práctica de los consejos evangélicos y los profesan fielmente, se consagran de modo particular a Dios, siguiendo a Cristo que, virgen y pobre, por su obediencia hasta la muerte de cruz, redimió y santificó a los hombres. Así movidos por la caridad,  que el Espíritu Santo derrama en sus corazones, viven más y más para Cristo y su Cuerpo, que es la Iglesia. Ahora bien, cuanto más fervientemente se unen con Cristo por esa donación de sí mismos, que abarca la vida entera, tanto más veraz se hace la vida de la Iglesia y más vigorosamente se fecunda su apostolado (PC 1).

            La Iglesia ama y fomenta la vida contemplativa, por los muchos valores que contiene en sí este género de consagración, por la naturaleza de su entrega, por el testimonio insigne que ofrece a los hombres de todo tiempo, por expresar el misterio de la Iglesia siempre pendiente de las palabras de su Señor. 

La vida contemplativa en la Iglesia, profesada por los votos evangélicos y vivida en la clausura, son un don precioso de Dios a la Iglesia que sólo se puede comprender y amar desde una mirada de fe[2]. Las palabras del Vaticano II exigen una fidelidad radical y profunda a la propia identidad contemplativa, sin perderse jamás en detalles periféricos, ni encerrarse en pequeñas tradiciones y costumbres anquilosadas, ni convirtiendo la clausura en cerramiento de la mente y del corazón al mundo, a los hombres, a la Iglesia, preocupándose exclusivamente de su propia perfección y santidad, no viendo más que los pequeños problemas internos, diríamos, domésticos, sin participar de los gozos y esperanzas, angustias y búsquedas de los hombres. Todo lo contrario:

            Una mística que se agotara en puros “malabarismos” entre Dios y el alma agraciada, sin tener dimensión social y eclesial alguna (aunque ésa no sea perceptible externamente) quedaría desenmascarada como pura ilusión. “Si pasamos dificultades es para vuestro aliento y vuestro bien; si cobramos aliento es para que vosotros cobréis ese aliento” (2Cor 1,6)...
            Por consiguiente, si nadie se hace santo para sí mismo, pues esto significaría una contradicción en sí mismo, ya que “el amor no busca lo suyo” (1Cor 13,5), tampoco se hace sólo para sí mismo monje o miembro de una orden religiosa o cualquier otra cosa en el estado de los consejos, sino, en último término, para ser servidor de todos en el seguimiento estrecho de Cristo, servidor que ofrece no sólo su cuerpo, sino sobre todo su alma para que sea instrumento de la santificación de la Iglesia... El entusiasmo que hay en tal entrega puede parecer a otros tan penoso como a los discípulos la acción de María de Betania. “¿A qué viene ese derroche? Podía haberse vendido por mucho y habérselo dado a los pobres” (Mt 26,9). En las coordenadas de la pastoral ordinaria se suele medir el sacrificio por su rendimiento social y caritativo. Pero el Señor, que ciertamente es amigo de los pobres, sale a favor del imprevisto derroche, cuyo buen olor se difunde para siempre en toda la casa (Jn 12,3) de la Iglesia... De este modo, el sacrificio del estado de los consejos sigue siendo aquella eficacia como “perfume de Cristo para gloria de Dios” (2Cor 2,15) que todo lo penetra, que confiere a la vida cristiana en la Iglesia su mejor fuerza y su belleza suprema[3].



[1] VON BALTHASAR, Católico, págs. 67-68.

[2] Es oportuno recordar el cariño y la atención de la Iglesia toda por las contemplativas, siempre que sea un amor sincero y efectivo. Resulta impactante una extensa página de Von Balthasar a este respecto, que modificaría el modo de acercamiento y su talante espiritual: “la Iglesia cuida de las vocaciones contemplativas como si se tratara de las niñas de sus ojos. Lo son, como dicen Orígenes y otros Padres: Los que ven a Dios son los ojos de la Iglesia. Los contemplativos necesitan en sus conventos una dirección espiritual selecta; el cargo de director espiritual en los monasterios contemplativos no puede desempeñarlo sin más cualquier sacerdote anciano que ha quedado fuera de servicio. La Iglesia docente tiene que cuidarse de las vocaciones de los monasterios contemplativos; la homilía, en la misa parroquial, debería explicar y acercar una y otra vez el sentido y la urgencia de esta vocación para la Iglesia y para el mundo. Por desgracia, el clero secular es a menudo, en este aspecto, no menos ignorante y despreocupado que los seglares. La Iglesia de “fuera” tiene que acompañar con amor y cuidado agradecidos a la Iglesia que vive en la clausura;  tiene que tener suficiente espíritu cristiano para comprender el sagrado silencio que en aquélla reina, y, sin embargo, no dejar caer la cortina del olvido ante los monasterios. Existen muchísimos modos materiales y espirituales de ayudar, aun cuando sólo sea una carta, un pensar en ello”, en Filosofía, cristianismo, monacato, pág. 447. A este respecto, la lectura completa de este artículo en su obra Sponsa Verbi (Madrid, ediciones Cristiandad) será de suma utilidad.

[3] VON BALTHASAR, Estados de vida del cristiano, págs. 284-285.

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