domingo, 1 de abril de 2012

Jesucristo hoy, el Mesías, Rey

                "¿Sabéis lo que estamos haciendo? Queremos renovar la memoria y, en ciertos aspectos, la escena, más aún que la escena, el acontecimiento popular y modesto, pero clamoroso, muy importante y decisivo, de la entrada mesiánica de Cristo en Jerusalén, la ciudad santa, hervidero de gentes en aquellos días por la afluencia de público de todas partes de Palestina, por causa de la celebración anual de la Pascua judía. Esta era la fiesta histórica de los hebreos, recordaba el pasado, la liberación del pueblo elegido de la esclavitud egipcia; renovaba la conciencia de su destino teocrático, y confirmaba la esperanza profética de futuros acontecimientos gloriosos, inherentes a la promesa divina que el pueblo guardaba con la antigua fe de Abraham.



                Una tensión espiritual nacía siempre de aquella celebración; pero aquel año esa tensión pascual pareció alcanzar un grado elevadísimo de intensidad; la predicación de Cristo, a continuación de la de Juan el Precursor, había hecho fermentar los ánimos; las polémicas cada vez más ásperas entre Cristo y los judíos, y cada vez más encaminadas a dar una respuesta decisiva sobre la persona de Cristo y sobre su misión, el milagro estrepitoso de la resurrección de Lázaro, realizado aquellos días a poca distancia de Jerusalén, todo contribuía a producir una excitación singular, tanto en el grupo que se reunía en torno a Cristo, como entre la gente que se había enterado de su aproximación a la ciudad santa. Entonces se verificó el gran acontecimiento, Cristo que se había mostrado hasta entonces remiso a permitir en torno a sí manifestaciones solemnes del pueblo, Él mismo, aquel día (el domingo anterior a la tragedia del Calvario), la quiso y la preparó; y vosotros recordáis cómo se desarrolló la humilde y gloriosa cabalgata desde Betania a Jerusalén. La aparición de Cristo en la cima del monte de los olivos, sobre el pollino, fue como una chispa que provocó un incendio de entusiasmo, de gozo, de aclamaciones, de vivas, de hosannas; e inmediatamente el improvisado triunfo popular adquirió un significado sagrado, religioso, extraordinario; el significado de la venida del Mesías, aquel era el Mesías, esperado desde hacía siglos; 
aquel era el Mesías, el era el Cristo, el enviado y el ungido de Dios, 
Aquel en el que se resumía toda la historia pasada del pueblo hebreo a la espera de la venida del Cristo;
Aquel en el que se sintetizaban las esperanzas y se cumplían las promesas. 
Aquel que por fin inauguraba el nuevo reino de David, el maravilloso reino de Dios. 

Jesús, en aquel momento decisivo fue reconocido, fue proclamado, con su asentimiento, como el Cristo.


                Cristo: ¿Comprendemos nosotros el ilimitado valor de este título? Lo empleamos con tanta frecuencia, y quizá no medimos la importancia que reviste, por su extraordinario significado; Cristo quiere decir Rey consagrado, lleno del Espíritu Santo, lugarteniente de Dios en el mundo; un significado universal y central para toda la humanidad; un significado que no se limita a los confines de la historia hebrea, sino que abarca y se extiende al mundo, a todos los tiempos y a todos los hombres; llega hasta nosotros.

                Hoy nosotros estamos invitados a reconocer en Cristo el centro de nuestros destinos, al Maestro, al Salvador, al Dios hecho hombre, a Aquel que es principio y fin de nuestra historia temporal; a Aquel que es presente, y que para nuestra fortuna y nuestro gozo podemos reconocerlo, como él mismo dijo de sí, como camino, verdad y vida.

  
              En estos breves momentos, más que profundizar en el inmenso significado de la exultante palabra “Cristo”, queremos detenernos en el hecho que hoy, como entonces, estamos invitados a reconocer en Jesús de Nazaret a Cristo; estamos invitados a una profesión de fe, que se irradia en dos direcciones hacia Cristo, al que tributamos, a ejemplo de Pedro, el exultante homenaje de nuestro descubrimiento, de nuestra adhesión, de nuestra alegría: “Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo”; y hacia nosotros, hacia nuestra vida, que con derecho podrá y deberá llamarse sinceramente cristiana. Es una gran elección la que hacemos; queremos, hoy también, decirnos a nosotros mismos, decir a la sociedad que nos rodea, decir al mundo cercano y alejado, que nosotros creemos en Jesucristo, y que lo queremos seguir, y que siguiéndolo a Él no caminamos en tinieblas, sino a la luz de su palabra, de sus ejemplos, de su gracia (cf. Jn 8,12).


             Este deber ser nuestro sentimiento y nuestro propósito en este día; en él renovamos la proclamación mesiánica de Cristo.


                Resaltaremos tres circunstancias referentes a ello; y las resaltaremos especialmente para vosotros jóvenes que nos escucháis.

La serena alegría

                La primera circunstancia viene dada por la alegría que, entonces y ahora, acompaña a la proclamación de Jesús como Cristo, como revelador y realizador de nuestra forma humana y sobrehumana. Jóvenes, recordadlo, Cristo es la verdadera alegría del mundo; es nuestra alegría. Dentro de pocos días veréis a Cristo en la cruz; veréis la vida cristiana marcada por la austeridad y la penitencia; veréis al dolor humano, propio y ajeno, tomar parte en la esencia de la fidelidad y de la humanidad cristiana. No vamos a ocultar nosotros esta dramática realidad de nuestra fe y de nuestro seguimiento de Cristo. Pero recordad igualmente que Cristo es la alegría, la verdadera alegría de nuestra vida. No os vamos a explicar ahora las razones, pero os anunciamos esta realidad. Recordad que la vida cristiana no es triste ni desdichada. Es contenta, alegre, serena. Es la única que sabe verdaderamente gozar los bienes honestos y las obras buenas de esta vida, y que sabe, en todas las condiciones de la existencia humana, encontrar motivos y formas de secreta e inagotable felicidad. Si sois fieles en el seguimiento de Cristo lo experimentaréis. Os lo auguramos, sí, en el gozo pascual.



El Rey de la paz

                Segunda circunstancia. Cristo fue proclamado Mesías, pero no como lo aguardaba la fantasía política y el “triunfalismo” de gran parte del pueblo de aquel tiempo; 
Rey, sí, pero sin armas, sin riquezas, sin poder económico y temporal; 
Rey, pero cuyo reino no es de este mundo, ni en competencia ni antagonismo con los poderes civiles; 
Rey de los corazones humanos; 
Rey en el orden de la redención; 
Rey manso; 
Rey de la paz.


                También este aspecto del reino instaurado por Jesucristo exigiría explicaciones y comentarios sin fin. Pero todo lo que dice el símbolo que tenéis en vuestras manos: la palma, el olivo. Contentémonos ahora con este lenguaje simbólico; Jesús es nuestra paz (Ef 2,14). Si la paz es el orden establecido en la justicia y en la sabiduría; si la paz es el resultado comunitario, no de la dominación, de la venganza, del terror, sino de sentimientos colectivos encaminados al bien común; si la paz es el fruto de la libertad, del perdón, de la hermandad, del amor; si la paz es el esfuerzo generoso y continuo por engendrar un bien razonable y sólido, accesible a todos; si la paz entre los hombres es el reflejo de la paz de las conciencias con Dios, recordad también esto, queridos jóvenes, solamente de Cristo, de sus enseñanzas, y de ese flujo misterioso de verdadera energía espiritual que emana de Él, que llamamos gracia, podremos tener la paz, una paz que sea verdadera y en fase continua de consecuencia y renovación, y capaz de alimentar, de socorrer y sublimar los esfuerzos, que los hombres van realizando para proporcionarse paz, su paz con frecuencia efímera y frágil, cuando no hipócrita y opresora. Una paz verdadera, decimos, que eduque a los hombres en el respeto mutuo; en la colaboración fraterna, en no fundar sus esperanzas en la hegemonía y en la carrera de armamentos; una paz que crea en el amor y que haga brotar de los corazones cerrados y rebeldes de los hombres insospechadas fuentes de bondad. Cristo, recordad, es nuestra paz, y Él puede realizar este prodigio. Agitad vuestros ramos de palmas y de olivos y decídselo al mundo.

Proclamad la presencia y la misión de Cristo

                Decídselo al mundo. ¿Y quién mejor lo puede decir que vosotros los jóvenes? Esta es la tercera circunstancia, a que nos referimos, para terminar. Se ha dicho en la liturgia y se deja entrever en la narración evangélica (Mt 21,15) que de la multitud que aclamaba el reconocimiento del Mesías, los más fervorosos eran los jóvenes, eran los muchachos. Es éste un particular muy hermoso y natural; nadie iguala a los jóvenes, a los adolescentes en entusiasmo y vitalidad; nadie los frena ni los hace callar cuando están reunidos y llenos de una fantasía que los embriaga y los exalta. Pero en este caso el episodio de la juventud aclamando a Cristo adquiere un significado particular, que revela una capacidad, una vocación propia de los jóvenes, la de hacerse promotores animosos y entusiastas de un ideal, que se presenta como grande y vivo ante sus espíritus; la historia contemporánea nos ofrece ejemplos impresionantes a este respecto, aunque no siempre edificantes. ¿Pero si este ideal fuera Cristo? ¿Cristo con su palabra de verdad, de amor y de paz? ¿No podría repetirse la escena evangélica del triunfo mesiánico de Cristo por obra de una juventud inteligente y ardiente, que ha comprendido quién es Él?


                Queridos jóvenes: Sí, aquella escena puede repetirse; puede ser historia de nuestro tiempo. Corresponde a la juventud, a vosotros, proclamar la presencia y la misión de Cristo en nuestros días. Corresponde a vosotros, a vuestra fascinación instintiva por la libertad y por el coraje de franquear este incierto y fatigado período histórico del escepticismo de las generaciones pasadas, y adquirir la posición de hijos de la luz y testigos de la verdad cristiana; os corresponde demostrar, si no lo sabéis, hacer con difíciles discursos, con el argumento maravilloso y más elocuente de vuestra vida consciente y recta, que a las seductoras y equívocas expresiones del decadentismo intelectual y moral de muchos ambientes modernos se puede oponer y sustituir por un estilo juvenil, lleno de fuerza, de belleza, de alegría y, si es preciso, de heroísmo y sacrificio; un estilo cristiano.


                Y, finalmente, os corresponde a vosotros, queridos jóvenes, anunciar la paz de Cristo en el mundo; sin la juventud y sin Cristo no se puede establecer una paz eficaz en la sociedad civil y en las relaciones internacionales. Ningún pertrechado ejército ni ninguna hábil diplomacia pueden fundamentar una paz sincera y duradera sin la aportación de la juventud y sin los principios cristianos. Lo cual quiere decir que vosotros podéis ser los más convencidos y los más dinámicos heraldos de la paz. Por esto os hemos invitado a esta celebración; y os bendecimos a todos para que seáis dignos y os sintáis orgullosos de ser portadores del olivo de Cristo” 

(Pablo VI, Hom. Domingo de Ramos, 19-marzo-1967).

2 comentarios:

  1. Todos los judíos esperaban la llegada del reino de Dios que identificaban con el reinado del rey David, llegada matizada por cada grupo (fariseos, zelotes…) según sus peculiaridades. En la convulsa historia del pueblo hebreo, el reinado de David (33 años) es el reinado por antonomasia: rey porque Samuel le ha ungido como tal de parte de Dios, paz en las fronteras, se ha tomado posesión de la tierra prometida por Dios, se ha unido el reino, se ha recuperado la alianza, se cumple la ley de Moisés; periodo de estabilidad y felicidad. Por esta razón no podía haber una exclamación más explosiva que "Hosanna al hijo de David", que significa “sálvanos ahora” o “ayúdanos”, en boca de los niños judíos a la entrada de Jesús en Jerusalén: se ha cumplido la promesa mesiánica que Nathan le trasmite al rey David de parte de Dios. Debió de sonar como una declaración de guerra a los contemporáneos de Jesús que tenían este concepto de reino de Dios grabado a sangre y fuego en su corazón.

    Pero en el desarrollo del plan de salvación el Reino del Mesías no es ese reino de David, es un reino que no responde a esos criterios. Se entiende si reflexionamos sobre la estrecha relación entre dominar (dominio) referida a ser “señor de personas y cosas” lejos de los conceptos mundanos sobre el poder. Dominar es la representación real del “señorío” en la configuración del pueblo, así la tarea del dominador es hacer señorial al pueblo y así el dominar se convierte en servir. Cristo es Rey de la humanidad porque con su persona permite al hombre llegar a la vida y a la gloria en sentido pleno, a la vida en plenitud en la gloria de Dios. Nos dirá Agustín: “porque mandan los que cuidan y miran por los otros”.

    Vivir la Semana Santa es la oportunidad que el Señor nos vuelve a ofrecer porque para Cristo la entrada de Jerusalén es el signo que le lleva a la cruz.

    Bendice Señor nuestro hogar.
    Sé tú, el Rey en nuestro hogar.
    Amén.

    ¡Qué Dios les bendiga!

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  2. "Hosanna" navega entre "viva", "sálvanos" y "ayúdanos". Así aclamamos a Cristo en este domingo y ese mismo grito de auxilio y fiesta a la vez lo entonamos dentro de la plegaria eucarística, antes de la consagración: Benedictus qui venit in nomine Domine. Hosanna in excelsis.

    Dios nos auxilie. Dios sea nuestro Rey. Él nos bendiga. Él nos salve. Él nos aliente. Él nos acompañe. Él nos redima.

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