sábado, 22 de agosto de 2009

La lectio divina


En los caminos de renovación de la Iglesia, los caminos de verdad y no las ilusiones y fantasías secularizadoras de quienes quieren renovar arrasando y arrancando, la escucha de la Palabra de Dios es uno de los pilares. La espiritualidad siempre es bíblica, porque el hombre es oyente de la Palabra que recibe la revelación de Dios, la acepta por fe (asentimiento racional), la pone en práctica. A Dios escuchamos cuando leemos la Palabra, a Dios hablamos cuando oramos.

La Palabra es elemento fundamental de la liturgia: unas veces en la forma de textos bíblicos que se proclaman en el ambón –lugar santo, reservado sólo para la Palabra-, otras veces en la forma de textos litúrgicos, que son composiciones de la Iglesia al hilo de la Palabra revelada (es la Palabra hecha oración). Las lecturas se proclamaron en la lengua popular para que fuesen entendibles, pero faltó y sigue faltando la degustación de la Palabra en la oración personal de tal manera que adquiramos una comprensión sapiencial, del corazón y de la mente, de los tesoros bíblicos. Una forma elástica, adaptable a tiempo y circunstancias de cada uno, es la antigua lectio divina, método patrístico que el monacato sistematizó y que se empieza lentamente a extender hoy para todos. ¡Qué buena práctica realizar la lectio divina en la capilla del Sagrario o ante el Santísimo expuesto! ¡Qué recomendable conocer el Corazón de Cristo y sentirlo palpitar al leer, meditar, contemplar y orar su Palabra!

“La Iglesia no vive de sí misma, sino del Evangelio; y en su camino se orienta siempre según el Evangelio. La constitución conciliar Dei Verbum ha dado un fuerte impulso a la valoración de la palabra de Dios; de allí ha derivado una profunda renovación de la vida de la comunidad eclesial, sobre todo en la predicación, en la catequesis, en la teología, en la espiritualidad y en las relaciones ecuménicas. En efecto, la palabra de Dios, por la acción del Espíritu Santo, guía a los creyentes hacia la plenitud de la verdad (cf. Jn 16, 13).

Entre los múltiples frutos de esta primavera bíblica me complace mencionar la difusión de la antigua práctica de la lectio divina, o "lectura espiritual" de la sagrada Escritura. Consiste en reflexionar largo tiempo sobre un texto bíblico, leyéndolo y releyéndolo, casi "rumiándolo", como dicen los Padres, y exprimiendo, por decirlo así, todo su "jugo", para que alimente la meditación y la contemplación y llegue a regar como linfa la vida concreta. Para la lectio divina es necesario que la mente y el corazón estén iluminados por el Espíritu Santo, es decir, por el mismo que inspiró las Escrituras; por eso, es preciso ponerse en actitud de "escucha devota"” (Benedicto XVI, Ángelus, 6-noviembre-2005).


Nos libraríamos de muchos problemas de la falsa exégesis de hoy, desacralizadora, imaginativa y sólo alegórica, si tomásemos la Palabra en el contexto de la Tradición y la orásemos lenta y amablemente en el Sagrario. Otra teología se produciría, otra catequesis más honda se impartiría, otro alimento más sólido recibiríamos en la oración.

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