La
liturgia es también movimiento, y por tanto, dentro de ella, la procesión es un
movimiento expresivo, significativo. Siempre somos un pueblo en marcha, peregrino,
hacia Dios: “La Iglesia «va
peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios»
anunciando la cruz del Señor hasta que venga” (LG 8).
En
la liturgia se desarrollan distintas procesiones.
Procesiones
en la Misa
En
la Misa, cuatro procesiones distintas se desarrollan: procesión de entrada, la
del Evangelio, la de las ofrendas y la procesión de comunión.
En
procesión caminan los ministros al altar, precedidos por el incensario, la cruz
y los cirios y el Evangeliario en procesión, señalando la meta: el altar, el
encuentro con Dios, la dimensión peregrina de la Iglesia.
Procesión
llena de solemnidad es aquella en que mientras se canta el Aleluya, el diácono
porta el Evangeliario hasta el ambón acompañado de cirios e incienso humeante,
disponiendo así a todos los fieles a escuchar al Señor mismo por su Evangelio.
Con
cierto orden, no hay por qué temer el movimiento en la liturgia por el valor
simbólico que tiene y porque la liturgia es actio, acción, y a veces, por
tanto, movimiento.
A
los fieles les compete más directamente, en primer lugar, la procesión de ofrendas. En otros ritos, especialmente orientales,
se realiza aquí la Gran Entrada, llevando el sacerdote y el diácono el pan y el
cáliz, con incienso y velas, por toda la iglesia, hasta entrar en el santuario,
detrás del iconostasio, mientras los fieles se inclinan y cantan, venerando ese
pan y ese vino que se convertirán en el Cuerpo y Sangre del Señor. En nuestro
rito hispano-mozárabe, saliendo del donario (el ábside a la derecha del
presbiterio) los fieles aportan el pan y el vino necesarios, en una procesión
solemne con cruz, cirios y el incienso por toda la iglesia hasta el altar.
La
costumbre cristiana es que todos debían aportar algo para la materia del sacrificio
eucarístico, el pan y el vino necesarios para todos. Esta aportación de los
fieles en algunas regiones, especialmente en África y Roma, dio lugar a una
procesión de los oferentes al altar aportando pan y vino mientras la schola
entonaba un canto. Lo que se presentaba era sólo el pan y el vino, como señala
un Concilio de Cartago: “Que en la celebración de la misa no se ofrezca más que
lo que proviene de la tradición del mismo Señor, es decir, el pan y el vino
mezclado con agua” (Canon 23, año 397). Era una procesión solemne, radiante, la
de los fieles llevando todos pan o vino al altar y siendo recibidos por los
diáconos que los disponían en la Mesa santa; hecha la ofrenda cada cual volvía
a su puesto. Incluso una oración reza: “Colmamos de ofrendas tus altares,
Señor” (OF, Misa de la vigilia, S. Juan Bautista): un altar, por lo general
pequeño, se veía repleto de patenas con pan ofrecido y de un cáliz grande lleno
de vino para luego comulgar todos con las dos especies.
El
pan y el vino sobrantes servía para las mesas de los pobres y de los
sacerdotes; otras posibles ofrendas de alimentos no se llevaban jamás al altar
sino que se depositaban antes de la Misa en el donario (rito mozárabe) o en la
sacristía.
Posee
un alto significado espiritual expresado ya por san Ireneo (Adv. Haer. IV,18,2[1]).
Los fieles en el pan y el vino que ofrecen se dan ellos mismos a Dios, se
ofrecen a sí mismos en cuanto miembros del Cuerpo de Cristo. Porque se ofrecen
pueden luego comulgar; quienes no podían comulgar, tampoco podían ofrecer. La
presentación de los dones es la participación material en el sacrificio por
parte de todos los fieles presentes con la cual Cristo quiere contar.
Al
altar se lleva el pan y el vino, y esa es la verdadera ofrenda, aportando
cuantas patenas, cálices y vino y agua sean necesarios. Se desfigura su sentido
y valor con los añadidos creativos (acompañados de moniciones que expliquen) de
las llamadas “ofrendas simbólicas” (libros, guitarra, reloj, sandalias…). La
ofrenda es el pan y el vino que concentra toda la creación y a todos los
oferentes.
Algunos
fieles, en nombre de todos, pueden llevar las ofrendas al altar (pan, vino y
dones para la iglesia o los pobres) en procesión, uno tras otro, mientras se
entona un canto. Es una noble sencillez, una procesión solemne y sin artificios
y así la señala el Misal:
“Al
comienzo de la Liturgia Eucarística se llevan al altar los dones que se
convertirán en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo…
En
seguida se traen las ofrendas: el pan y el vino, que es laudable que sean
presentados por los fieles. Cuando las ofrendas son traídas por los fieles, el
sacerdote o el diácono las reciben en un lugar apropiado y son ellos quienes
las llevan al altar. Aunque los fieles ya no traigan, de los suyos, el pan y el
vino destinados para la liturgia, como se hacía antiguamente, sin embargo el
rito de presentarlos conserva su fuerza y su significado espiritual.
También
pueden recibirse dinero u otros dones para los pobres o para la iglesia,
traídos por los fieles o recolectados en la iglesia, los cuales se colocarán en
el sitio apropiado, fuera de la mesa eucarística” (IGMR 73).
Además:
“Es conveniente que la participación
de los fieles se manifieste por la presentación del pan y el vino para la
celebración de la Eucaristía, o de otros dones con los que se ayude a las
necesidades de la iglesia o de los pobres… Al celebrante llevan el pan y el
vino para la Eucaristía; y él los pone sobre el altar; pero los demás dones se
colocan en otro lugar adecuado” (IGMR 140).
Hay
otra procesión, tradicional, en la que participan todos los fieles, es la procesión de la comunión, e ir en
procesión, ordenadamente, por el pasillo central para comulgar, es ya
participar. Ciertamente, con orden, sin
ser una carrera, ni colarse, ni empezar a ceder el puesto a otros como si
fueran los asientos del autobús. Nada nuevo bajo el sol: ya san Juan Crisóstomo
tenía que amonestar a sus fieles para que fuesen ordenadamente en procesión,
sin atropellarse. Decía:
“Cuando
vosotros os acercáis a la sagrada mesa, no guardáis el respeto debido…:
golpeáis con los pies, os impacientáis, gritáis, os injuriáis el uno al otro,
empujáis a vuestros vecinos; en suma, armáis un gran desorden… En el circo,
bajo el mandato del heraldo, está en vigor una disciplina mucho mayor. Si, por
tanto, se observa un orden en medio de las pompas del demonio, cuánto más
debiera existir junto a Cristo”[2].
Es
una procesión donde todos, con orden, caminan hacia el altar. “Como busca la
cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti Dios mío” (Sal 41) y el
pueblo cristiano acude a la fuente viva del altar; “me acercaré al altar de
Dios” (Sal 42) y el pueblo cristiano se encamina para tomar el Pan de la vida.
Son los fieles los que se acercan al presbiterio: “Cuando te presentas”[3],
“cuando te acerques, no avances con las manos extendidas ni los dedos
separados, sino haz de tu mano izquierda un trono…”[4], “el
obispo comulgue y luego los presbíteros, los diáconos… y finalmente todo el
pueblo en buen orden, con respeto, en adoración y sin ruido”[5].
La
procesión de la comunión es tradicional en todas las liturgias; son los fieles
los que se acercan a las puertas del santuario o del iconostasio, los que se
acercan al presbiterio, para recibir allí el Cuerpo y la Sangre del Señor. La
Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo llama a los fieles que estén dispuestos
a que se acerquen: el diácono,
teniendo en sus manos el Santo Cáliz, pronuncia: "Con temor de Dios y fe
acercaos."Los fieles se inclinan ante el Santo Cáliz, como ante
el mismo Salvador, mientras el coro entona, en nombre de todos: "Bendito el que viene en nombre del Señor. Dios, el Señor, se nos ha
aparecido”. Los fieles que van a comulgar, con una previa inclinación,
oran a media voz, acompañando al sacerdote. En nuestro rito hispano-mozárabe,
el diácono llamaba a la comunión, ¡qué costumbre tan oriental!, diciendo:
“Locisvestris, accedite!” (“acercaos desde vuestros sitios”) y el canto para la
comunión se llama “ad accedentes”, es decir, para cuando acceden, se acercan,
al altar para la Comunión (“Gustad y ved qué bueno es el Señor…”). El rito
romano entonó un salmo con una antífona mientras los fieles avanzaban en
procesión para comulgar.
Comulgaban según los distintos
órdenes, es decir, primero el Obispo, luego los presbíteros, diáconos,
subdiáconos, lectores, cantores, ascetas; después a las mujeres de algún modo
consagradas a Dios: diaconisas, vírgenes y viudas; después los niños y por
último, al resto del pueblo[6].
Como siempre en la estructura del
rito romano, la secuencia ritual es procesión – canto – oración que cierra ese
movimiento. Así ocurre en el rito de entrada (procesión, canto y oración
colecta), en la presentación de los dones (procesión, canto y oración sobre las
ofrendas) y en el rito de comunión (procesión, canto y oración de
postcomunión).
Ahora, nosotros, siguiendo el Misal,
recordemos en primer lugar que el modo habitual romano es caminar en procesión
para recibir el Cuerpo de Cristo (y la Sangre del Señor, distribuida por el
diácono); en segundo lugar, que hay que caminar ordenadamente, sin prisas, sin
atropellarse; y en tercer lugar, que se avanzan cantando, participando del
canto que ayuda a orar.
“Mientras
el sacerdote toma el Sacramento, se inicia el canto de Comunión, que debe
expresar, por la unión de las voces, la unión espiritual de quienes comulgan,
manifestar el gozo del corazón y esclarecer mejor la índole “comunitaria” de la
procesión para recibir la Eucaristía. El canto se prolonga mientras se
distribuye el Sacramento a los fieles. Pero si se ha de tener un himno después
de la Comunión, el canto para la Comunión debe ser terminado oportunamente”
(IGMR 86-87).
“Índole comunitaria de la procesión
para recibir la Eucaristía”: esta procesión de los fieles al altar es ya una
participación activa, consciente, interior, plena, fructuosa.
[1] “No se condena, pues, el
sacrificio en sí mismo: antes hubo oblación, y ahora la hay; el pueblo ofrecía
sacrificios y la Iglesia los ofrece; pero ha cambiado la especie, porque ya no
los ofrecen siervos, sino libres. En efecto, el Señor es uno y el mismo, pero
es diverso el carácter de la ofrenda: primero servil, ahora libre; de modo que
en las mismas ofrendas reluce el signo de la libertad…”
[3] S. Ambrosio, De Sacr., 4,25.
[4] S. Cirilo de Jerusalén, Cat.
Mist. V,27.
[5] Constituciones Apostólicas VIII,
13. 14-17.
[6] Cf. Constituciones Apostólicas,
VIII, 13.
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