domingo, 12 de mayo de 2024

Silencio en la celebración del Viernes Santo (Silencio - XL)



El silencio pesa, es elocuente y denso, en el inicio de la gran celebración del Viernes Santo; silencio de penitencia y austeridad, silencio de adoración ante el gran Misterio, predispone muy bien a vivir interiormente esta sobria y santísima celebración:



“El sacerdote y los ministros se dirigen en silencio al altar sin canto alguno. Si hay que decir algunas palabras de introducción, debe hacerse antes de la entrada de los ministros.
El sacerdote y los ministros, hecha la debida reverencia al altar, se postran rostro en tierra; esta postración, que es un rito propio de este día, se ha de conservar diligentemente por cuanto significa tanto la humillación “del hombre terreno”, cuanto la tristeza y el dolor de la Iglesia.
Los fieles durante el ingreso de los ministros están de pie, y después se arrodillan y oran en silencio” (Carta Prep. y celebración de las fiestas pascuales, 65).

            El silencio, igualmente, acompaña la solemne proclamación de la liturgia de la Palabra, incluyendo el momento de gracia, ¡memorial!, en que en la Pasión se dice: “y Jesús, inclinando la cabeza, entregó el espíritu”, cuando “todos se arrodillan y hacen una pausa”, como marca el leccionario.


            Al terminar la homilía del Viernes Santo, se ora meditando en silencio: “Después de la lectura de la Pasión hágase la homilía, y al final de la misma los fieles pueden ser invitados a permanecer en oración silenciosa durante un breve espacio de tiempo” (Carta Preparac. y celebración, 66).

            La gran oración de los fieles, desarrollada al estilo de la más antigua liturgia de Roma, es participada por todos con el silencio. El diácono, o un lector, proclama cada una de las diez intenciones; todos oran en silencio, y luego el sacerdote pronuncia una oración. Se ora, pues, con el silencio y con el “Amén” a cada oración del sacerdote.

            Y silencio reverente también en el rito de la ostensión de la Cruz:

“Este rito ha de hacerse con un esplendor digno de la gloria del misterio de nuestra salvación; tanto la invitación al mostrar la Cruz como la respuesta del pueblo hágase con canto, y no se omita el silencio de reverencia que sigue a cada una de las postraciones, mientras el sacerdote celebrante, permaneciendo de pie, muestra elevada la Cruz” (Carta, Preparac. y celebrac., 68).

            La rúbrica del Ceremonial es clara: “Todos responden: Venid, adoremos, y terminado el canto, se arrodillan, y durante breve tiempo adoran en silencio la Cruz, que el Obispo, de pie, sostiene elevada” (CE 321).

            Con silencio igualmente se rodea el traslado de la Eucaristía desde la reserva hasta el altar, una vez que éste se ha revestido con el mantel, candelabros, el corporal y el Misal: “Dos acólitos con candeleros con cirios encendidos, acompañan el Sacramento y los dejan cerca o sobre el altar. Entre tanto el Obispo y todos los demás se levantan y permanecen en silencio. Cuando el diácono haya dejado el Sacramento sobre el altar y descubierto el copón, el Obispo y los diáconos se acercan y, hecha la genuflexión, suben al altar” (CE 325-326).

            Como siempre, se guarda el silencio sagrado después de la comunión:

            “En seguida el Obispo, después de permanecer según las circunstancias, algún tiempo en sagrado silencio, dice la oración después de la comunión” (CE 329).

            El final de esta solemne celebración es igualmente peculiar y único; con las manos extendidas sobre los fieles, el celebrante recita la “oratio super populum”, ni traza la señal de la cruz, ni se despide a los fieles con el “Podéis ir en paz”, sino que, directamente, se hace genuflexión a la cruz “y todos se retiran en silencio” (CE 331).

            Así es como se entra en el gran silencio del Triduo pascual hasta la santa resurrección.

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