sábado, 4 de noviembre de 2023

Te Deum - I (Respuestas - LIV)



1. En el siglo V se comienza a emplear en la Iglesia un himno festivo de acción de gracias, el Te Deum. Se emplea en solemnes ocasiones de acción de gracias a Dios convocando al pueblo cristiano al canto del Te Deum.



            En la actual Liturgia de las Horas, el Te Deum se canta o se recita al final del Oficio de lecturas, antes de la oración conclusiva, en los domingos, fiestas y solemnidades (exceptuando los domingos de Cuaresma). Así dicen las rúbricas de la IGLH:

            “En los domingos, excepto los de Cuaresma, en los días de la Octava de Pascua y de Navidad, en las solemnidades y fiestas, después de la segunda lectura, seguida de su responsorio, se recita el Te Deum, el cual se omite en las memorias y en las ferias. La última parte de este himno, desde el versículo “Salva a tu pueblo, Señor” (Salvum fac populum tuum) hasta el fin, puede omitirse libremente” (IGLH 68).

            Es costumbre además en Monasterios, comunidades cristianas, Asociaciones, Adoración Nocturna, etc., terminar el año civil recitando el Te Deum como acción de gracias por el año transcurrido. Esta piadosa costumbre está enriquecida con indulgencia plenaria: “Al fiel cristiano que rece en acción de gracias “A ti, oh Dios, te alabamos” se le concede indulgencia parcial. La indulgencia será plenaria el día uno de enero y en la solemnidad de Pentecostés, si este himno se reza públicamente” (Enchiridion, 2).

            En el rito de ordenación episcopal, terminado la comunión y la oración de postcomunión, se entona el Te Deum, mientras el nuevo obispo con mitra y báculo, acompañado de otros obispos, va por la nave del templo bendiciendo a los fieles presentes antes de dirigir una alocución final (PR 61-62).



            2. El contenido del Te Deum es una proclamación de fe en Dios, dirigiéndose a Él. Podría considerarse una glosa y desarrollo del Credo, pero mientras que éste se recita de manera impersonal, siendo una declaración, “Creo en Dios”, el Te Deum adopta la forma de plegaria al Tú divino: “A ti, oh Dios, te alabamos”.

            El arranque del himno es jubiloso y da la nota de gozo que debe predominar al cantarlo:

A ti, oh Dios, te alabamos,
a ti, Señor, te reconocemos,
a ti, eterno Padre, te venera toda la creación.

            El himno solemne quiere ser alabanza y confesión en Dios que es bueno y generoso con los que lo invocan. Muchas son las maravillas que hace el Señor, muchas son sus misericordias y por ello es justo y necesario, es bueno dar gracias al Señor y tocar para su nombre un himno de alabanza.

            Al dirigirse a Dios Padre se recuerda sobre todo su cualidad de Creador, fuente y origen de todo por pura bondad y amor. La creación misma, existiendo, eleva su alabanza al Señor:

A ti, eterno Padre, te venera toda la creación.
Los ángeles todos, los cielos y todas las potestades te honran.
Los querubines y serafines te cantan sin cesar:
Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo.
Los cielos y la tierra están llenos de la majestad de tu gloria.

            La creación, visible e invisible, alaba a su Señor y Creador, proclama su santidad y reconoce cómo su gloria lo llena todo. Es la santidad de Dios revelándose y dándose y manteniendo todo cuanto existe con su providencia amorosa. Los ángeles, servidores de Dios y poderosos ejecutores de sus órdenes, le alaban en el cielo sin cesar. La Iglesia, siempre, se une a este canto angélico de alabanza.

            Además de la creación y de los ángeles y arcángeles, toda la Iglesia, tanto la Iglesia celestial y triunfante como la Iglesia terrena y peregrina, continuamente bendice al Señor y entona su himno jubiloso:

A ti te ensalza el glorioso coro de los apóstoles,
la multitud admirable de los profetas,
el blanco ejército de los mártires.

            Asimismo, a continuación, la Iglesia militante, peregrina, se une a esta gran alabanza:

A ti la Iglesia santa,
extendida por toda la tierra, te proclama:

            La acción de gracias se hace confesión de fe en la santa Trinidad:

Padre de inmensa majestad,
Hijo único y verdadero, digno de adoración,
Espíritu Santo, Defensor.

            Hecha la recta confesión de fe trinitaria, el himno se dirige desde entonces a la Persona adorable de nuestro Salvador, Jesucristo, recorriendo sus misterios. En primer lugar, su divinidad, su preexistencia, su naturaleza divina:

Tú eres el Rey de la gloria, Cristo.
Tú eres el Hijo único del Padre.

            Después de esta confesión en la divinidad de Jesucristo, la Iglesia confiesa todos los misterios de nuestro Señor, obrados por nosotros y por nuestra salvación, desde su Encarnación virginal hasta su glorificación junto al Padre:

Tú, para liberar al hombre,
aceptaste la condición humana sin desdeñar el seno de la Virgen.
Tú, rotas las cadenas de la muerte,
abriste a los creyentes el reino del cielo.
Tú te sientas a la derecha de Dios en la gloria del Padre.
Creemos que un día has de venir como juez.

            Una breve súplica, una petición, se dirige a Cristo como final del Te Deum, confiando en su poder salvador:

Te rogamos, pues, que vengas en ayuda de tus siervos,
a quienes redimiste con tu preciosa sangre.
Haz que en la gloria eterna nos asociemos a tus santos.

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