Demasiado
acostumbrados estamos a querer reformar las cosas desde fuera, desde arriba,
con comisiones y estrategias. Es una visión gestora, casi empresarial, de hacer
las cosas que también ha invadido la vida eclesial. Todo parece tener solución
si se instituye una Comisión que revise y plantee un nuevo organigrama y un
proyecto.
Pero
la vida de la Iglesia, realmente, no responde a esos criterios de gestión
empresarial. Su fracaso es sonoro. La Iglesia no es mejor ni más fiel ni más
renovada en función de un número mayor de comisiones, de reuniones,
organigramas y proyectos. La vida de la Iglesia es la santidad, la perenne juventud
de la Iglesia son sus santos: “La santidad confiere energías sorprendentes a
cada una de estas figuras, de tal modo que realmente la Iglesia renueva su
lozanía gracias a ellas y manifiesta, incluso ante ojos profanos y hostiles,
una vitalidad extraordinaria que hoy nos gusta llamar carismática. ¿Qué
santidad? Es una santidad siempre tan única y original, aunque se manifieste de
formas parecidas, que el rostro terreno e histórico de la Iglesia aparece como
el de un jardín en primavera” (Pablo VI, Audiencia general, 19-abril-1978).
La
juventud de la Iglesia son sus santos y así toda verdadera renovación sólo
tiene un camino: ser santos, suscitar el anhelo de santidad.
Poco,
por no decir nada, lograrán los planes de reforma y las comisiones y organismos
reunidos si no se da, si no se suscita, un cambio y una reforma interior, la de
la santidad. No hay ni puede haber en la Iglesia otra renovación posible más
que la de la santidad de sus miembros. Lo demás se da por añadidura. Incluso
hay que pensar que toda renovación en la Iglesia sólo tiene un fin: más
santidad, no más modernización, no más adaptación, no más “eficacia”… sino…
¡más santidad!
Incluso
algunos santos han sido suscitados por el Señor en determinados momentos de la
historia de la Iglesia para que reformasen pero con santidad: “A lo largo de
los siglos han surgido santos, para renovar constantemente la vida cristiana de
los sacerdotes, de los religiosos, de los laicos, e impedir que caiga en la
rutina o en el servilismo del espíritu del mundo” (Pablo VI, Disc. a un grupo
de estudiantes belgas, 14-abril-1973).
Más
aún, el éxito o fracaso de cualquier reforma eclesial sólo tiene una medida: si
ha logrado suscitar más santos o no. “La Iglesia, salida el Concilio con el
rostro renovado, se ha sentido a veces turbada por aclaraciones opuestas, lleva
en sí nuevos gérmenes de vitalidad, que hacen esperar con razón un vigoroso
florecimiento de santidad y de obras en la gracia de Dios” (Pablo VI, Disc. al
Colegio cardenalicio, 22-junio-1973). El criterio entonces para discernir es
fácil: ¿esta reforma ha dado vitalidad cristiana? ¿Ha despertado la conciencia
cristiana? ¿Ha aumentado el fervor y la entrega? Es decir, ¿hay más santidad?
Porque si no, tal reforma ha podido ser mundanización, o reforma aparente, de
maquillaje y fachada, de estructuras y nombramientos… que poco sirven, ya sea
en la Iglesia en general, o en ámbitos más reducidos: diócesis, parroquias,
comunidades…
Si
queremos una verdadera reforma, una auténtica renovación, sólo podremos hacerla
según los santos y como ellos, para ser más santos:
“Debe
haber mucho de bueno y de verdadero en esta mentalidad, porque incluso en los
campos moral y religioso la tensión hacia un desarrollo ulterior, hacia un
crecimiento nuevo, hacia una ascensión continua, hacia una plenitud ahora
deficiente y obligadamente deseable, nos estimula continuamente a una
perfección mayor; basta recordar las palabras de nuestro Señor, el cual nos
propone como modelo de perfección nada menos que a Dios mismo: “Sed perfectos,
dice, como vuestro Padre celestial es perfecto…” (Mt 5,48).
El
hombre, pues, es un ser implícito, susceptible de desarrollos cada vez más
nuevos e inauditos; es un ser que no es prisionero de límite definitivo alguno,
y que, en cambio, se siente estimulado a una ampliación progresiva de su
personalidad espiritual: “Crezcamos, nos exhorta san Pablo, en todo hacia Él,
que es la cabeza” (Ef 4,15). Y entonces la novedad es norma, estilo, es
historia para la economía de la salvación: “Si uno está en Cristo, sigue
diciendo san Pablo, es una criatura nueva: lo que era viejo ha pasado; he aquí
que todas las cosas se han hecho de nuevo” (2Co 5,17). Este concepto de lo
nuevo en el designio cristiano se repite continuamente en la escuela de la
Palabra de Dios (cf. Is 43,19; Ap 21,5, etc.)…
¡Cuán
verdadera y cuán bella es nuestra religión, que nos quiere siempre renovables y
renovados! ¡Qué lozanía, qué animación, qué brillo, qué juventud de espíritu
nos ha sido transmitida en su escuela! ¡No seríamos cristianos fieles si no
fuésemos cristianos en continua fase de renovación!...
¿Dónde
buscaremos entonces el criterio director de la renovación que estamos buscando?
Daremos seguidamente una respuesta incompleta, pero válida especialmente para
nosotros que creemos en la función transmisora de la tradición auténtica; el
criterio director de la renovación (es una paradoja, pero cargada de verdad)
será el de remontarnos a las fuentes, el de buscar en el Evangelio, en la
historia del Pueblo de Dios y de los santos, en el magisterio las fórmulas
buenas de la novedad regeneradora” (Pablo VI, Audiencia general,
27-junio-1973).
Que
no seduzcan a nuestros oídos esas palabras talismanes de “reforma”,
“renovación”… pues sólo hay una verdadera reforma: la de la santidad. Tampoco
nos engañemos con grandiosos planes bien trabados: sólo la santidad es reforma
y renovación… y cualquier reforma eclesial tiene como criterio de
discernimiento ver si ha suscitado o no más santidad en la Iglesia. De nada
sirven tantas estructuras eclesiales nuevas –reuniones, Consejos- si sus
miembros no viven en santidad y buscan fomentar la santidad. Podemos cambiar lo
exterior, pero de nada servirá si el corazón no se ha convertido, no se ha
reformado. A eso hay que tender: a lo interior, a la vida en santidad. Porque,
no lo dudemos, los santos son los que realmente lo renuevan todo con su vida
misma.
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