sábado, 23 de enero de 2021

Los santos renuevan todo (Palabras sobre la santidad - XC)



            Demasiado acostumbrados estamos a querer reformar las cosas desde fuera, desde arriba, con comisiones y estrategias. Es una visión gestora, casi empresarial, de hacer las cosas que también ha invadido la vida eclesial. Todo parece tener solución si se instituye una Comisión que revise y plantee un nuevo organigrama y un proyecto.



            Pero la vida de la Iglesia, realmente, no responde a esos criterios de gestión empresarial. Su fracaso es sonoro. La Iglesia no es mejor ni más fiel ni más renovada en función de un número mayor de comisiones, de reuniones, organigramas y proyectos. La vida de la Iglesia es la santidad, la perenne juventud de la Iglesia son sus santos: “La santidad confiere energías sorprendentes a cada una de estas figuras, de tal modo que realmente la Iglesia renueva su lozanía gracias a ellas y manifiesta, incluso ante ojos profanos y hostiles, una vitalidad extraordinaria que hoy nos gusta llamar carismática. ¿Qué santidad? Es una santidad siempre tan única y original, aunque se manifieste de formas parecidas, que el rostro terreno e histórico de la Iglesia aparece como el de un jardín en primavera” (Pablo VI, Audiencia general, 19-abril-1978).

            La juventud de la Iglesia son sus santos y así toda verdadera renovación sólo tiene un camino: ser santos, suscitar el anhelo de santidad.

            Poco, por no decir nada, lograrán los planes de reforma y las comisiones y organismos reunidos si no se da, si no se suscita, un cambio y una reforma interior, la de la santidad. No hay ni puede haber en la Iglesia otra renovación posible más que la de la santidad de sus miembros. Lo demás se da por añadidura. Incluso hay que pensar que toda renovación en la Iglesia sólo tiene un fin: más santidad, no más modernización, no más adaptación, no más “eficacia”… sino… ¡más santidad!

            Incluso algunos santos han sido suscitados por el Señor en determinados momentos de la historia de la Iglesia para que reformasen pero con santidad: “A lo largo de los siglos han surgido santos, para renovar constantemente la vida cristiana de los sacerdotes, de los religiosos, de los laicos, e impedir que caiga en la rutina o en el servilismo del espíritu del mundo” (Pablo VI, Disc. a un grupo de estudiantes belgas, 14-abril-1973).

            Más aún, el éxito o fracaso de cualquier reforma eclesial sólo tiene una medida: si ha logrado suscitar más santos o no. “La Iglesia, salida el Concilio con el rostro renovado, se ha sentido a veces turbada por aclaraciones opuestas, lleva en sí nuevos gérmenes de vitalidad, que hacen esperar con razón un vigoroso florecimiento de santidad y de obras en la gracia de Dios” (Pablo VI, Disc. al Colegio cardenalicio, 22-junio-1973). El criterio entonces para discernir es fácil: ¿esta reforma ha dado vitalidad cristiana? ¿Ha despertado la conciencia cristiana? ¿Ha aumentado el fervor y la entrega? Es decir, ¿hay más santidad? Porque si no, tal reforma ha podido ser mundanización, o reforma aparente, de maquillaje y fachada, de estructuras y nombramientos… que poco sirven, ya sea en la Iglesia en general, o en ámbitos más reducidos: diócesis, parroquias, comunidades…

            Si queremos una verdadera reforma, una auténtica renovación, sólo podremos hacerla según los santos y como ellos, para ser más santos:

            “Debe haber mucho de bueno y de verdadero en esta mentalidad, porque incluso en los campos moral y religioso la tensión hacia un desarrollo ulterior, hacia un crecimiento nuevo, hacia una ascensión continua, hacia una plenitud ahora deficiente y obligadamente deseable, nos estimula continuamente a una perfección mayor; basta recordar las palabras de nuestro Señor, el cual nos propone como modelo de perfección nada menos que a Dios mismo: “Sed perfectos, dice, como vuestro Padre celestial es perfecto…” (Mt 5,48).

            El hombre, pues, es un ser implícito, susceptible de desarrollos cada vez más nuevos e inauditos; es un ser que no es prisionero de límite definitivo alguno, y que, en cambio, se siente estimulado a una ampliación progresiva de su personalidad espiritual: “Crezcamos, nos exhorta san Pablo, en todo hacia Él, que es la cabeza” (Ef 4,15). Y entonces la novedad es norma, estilo, es historia para la economía de la salvación: “Si uno está en Cristo, sigue diciendo san Pablo, es una criatura nueva: lo que era viejo ha pasado; he aquí que todas las cosas se han hecho de nuevo” (2Co 5,17). Este concepto de lo nuevo en el designio cristiano se repite continuamente en la escuela de la Palabra de Dios (cf. Is 43,19; Ap 21,5, etc.)…

            ¡Cuán verdadera y cuán bella es nuestra religión, que nos quiere siempre renovables y renovados! ¡Qué lozanía, qué animación, qué brillo, qué juventud de espíritu nos ha sido transmitida en su escuela! ¡No seríamos cristianos fieles si no fuésemos cristianos en continua fase de renovación!...
           
            ¿Dónde buscaremos entonces el criterio director de la renovación que estamos buscando? Daremos seguidamente una respuesta incompleta, pero válida especialmente para nosotros que creemos en la función transmisora de la tradición auténtica; el criterio director de la renovación (es una paradoja, pero cargada de verdad) será el de remontarnos a las fuentes, el de buscar en el Evangelio, en la historia del Pueblo de Dios y de los santos, en el magisterio las fórmulas buenas de la novedad regeneradora” (Pablo VI, Audiencia general, 27-junio-1973).

            Que no seduzcan a nuestros oídos esas palabras talismanes de “reforma”, “renovación”… pues sólo hay una verdadera reforma: la de la santidad. Tampoco nos engañemos con grandiosos planes bien trabados: sólo la santidad es reforma y renovación… y cualquier reforma eclesial tiene como criterio de discernimiento ver si ha suscitado o no más santidad en la Iglesia. De nada sirven tantas estructuras eclesiales nuevas –reuniones, Consejos- si sus miembros no viven en santidad y buscan fomentar la santidad. Podemos cambiar lo exterior, pero de nada servirá si el corazón no se ha convertido, no se ha reformado. A eso hay que tender: a lo interior, a la vida en santidad. Porque, no lo dudemos, los santos son los que realmente lo renuevan todo con su vida misma.

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