Hay un capítulo en la Constitución dogmática Lumen Gentium, del Concilio Vaticano II, que se titula "Universal vocación a la santidad", en el cual, a partir del n. 39, expone cómo "todos los fieles, de cualquier estado o
condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección
de la caridad, y esta
santidad suscita un nivel de vida más humano
incluso en la sociedad terrena" (LG 40).
Releer ese capítulo, una y otra vez, predicarlo, enseñarlo, rezarlo, hace mucho bien y orienta de modo claro.
Esa convicción da luz a toda eclesiología, a todo camino espiritual: la santidad no es un camino inaccesible, reservado a unos pocos, "este ideal de perfección no ha de ser
malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable
sólo por algunos « genios » de la santidad", decía Juan Pablo II en la Novo millennio ineunte (n. 31).
La vocación a la santidad es universal, engloba a todos los bautizados, es la característica general del pueblo cristiano, sea cual sea el estado de vida cristiano en el que uno se encuentre. Son afirmaciones conciliares de largo alcance que resitúan la perspectiva pastoral y el camino de la Iglesia; con palabras de Juan Pablo II, valorando este capítulo V de la Lumen Gentium:
"Conviene además descubrir en todo su valor programático el capítulo V de la Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, dedicado a la « vocación universal a la santidad ». Si los Padres conciliares concedieron tanto relieve a esta temática no fue para dar una especie de toque espiritual a la eclesiología, sino más bien para poner de relieve una dinámica intrínseca y determinante. Descubrir a la Iglesia como «misterio», es decir, como pueblo « congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», llevaba a descubrir también su «santidad», entendida en su sentido fundamental de pertenecer a Aquél que por excelencia es el Santo, el «tres veces Santo» (cf. Is 6,3). Confesar a la Iglesia como santa significa mostrar su rostro de Esposa de Cristo, por la cual él se entregó, precisamente para santificarla (cf. Ef 5,25-26). Este don de santidad, por así decir, objetiva, se da a cada bautizado.Pero el don se plasma a su vez en un compromiso que ha de dirigir toda la vida cristiana: «Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: «Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor»" (NMI, 40).
La vida de la Iglesia, y todo en ella, está marcada por la vocación universal a la santidad, como una línea fundamental, un rasgo propio, un signo de su ministerio pastoral y santificador: ayudar a vivir la santidad, hacer descubrir la vocación a la santidad, acompañar en el camino de la santificación.
Esa vocación a la santidad conlleva implicaciones de distintos géneros; depende de nuestras opciones vitales, y hace orientar hacia un rumbo concreto toda la vida:
"La concepción que tengamos de la vida influirá sobre nuestra valoración de otras muchas cosas y sobre nuestras resoluciones prácticas. Orienta nuestro camino, educa nuestro corazón; de forma que si, verdaderamente estamos persuadidos de ser ciudadanos del pueblo mesiánico, del pueblo de Dios, hace que comprendamos estupendamente otro capítulo de esta magnífica constitución de la Iglesia, el que habla de la vocación universal a la santidad, todos los miembros de la Iglesia están llamados a la perfección a la fidelidad que debe santificar la condición de su vida cualquiera que sea el estado en que prácticamente se desarrolle. Tampoco es nueva esta consideración, pero inserta en el grandioso diseño de la Iglesia es maravillosa ya parece con una luz deslumbrante en la conciencia de todos los fieles cristianos" (Pablo VI, Audiencia general, 18-noviembre -1964).
Así todo cobra ahora una nueva luz, es una opción cargada de consecuencias. La santidad es posible porque Dios nos llama a ella, y Él la hace posible. Todo en la vida estará marcado por el signo de la santidad, y se podrá vivir ésta, de mil modos distintos, adaptada al género y estado de vida de cada uno.
¡Qué luz más deslumbrante ilumina ahora la conciencia cristiana! La santidad es la mejor meta, sueño, deseo y ambición. Dios llama a todos los hijos de la Iglesia a la santidad.
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