martes, 4 de marzo de 2014

Sigue vigente la penitencia

La penitencia es una virtud por la cual reparamos nuestros pecados (y los de los demás) ante Dios, ofrecemos un sacrificio de alabanza al Señor y crecemos en el dominio de nuestra carnalidad.

¿Pasada de moda? ¡No! Urgente y actual: la penitencia sigue siendo necesaria aun cuando el clima hedonista rechaza cualquier penitencia y cuando, incluso, hemos convertido la penitencia en mero sentimiento interior, privado de actos concretos que expresen y refuercen la virtud interior.


La penitencia doma al hombre viejo que tantas veces resurge con fuerza en nosotros, y hace crecer al hombre nuevo. Este es el tiempo de la gran penitencia eclesial: los hijos de la Iglesia practican la penitencia en un ejercicio constante y avanzan en la vida cristiana para llegar a la Pascua. Es la gimnasia del alma, la ascesis interior, manifestada en miles de elementos que convergen: ayuno, oración, limosna, caridad, postración, pequeños sacrificios, rezo prolongado, recogimiento, ausencia de diversiones exteriores...

Todo este conjunto, no lo dudemos, no lo olvidemos, está vigente, es actual, necesario, purificador. Aun cuando apenas se oiga hablar ni predicar ni catequizar, la penitencia es, también, un signo de vida cristiana que se purifica y crece para el Misterio pascual.


                "Por la gracia del Señor, nos encontramos aquí este año al comienzo del largo período penitencial que la Iglesia antepone a la celebración del Misterio pascual. Todos somos conscientes de los motivos espirituales y ascéticos que nos traen aquí para iniciar el camino de la santa cuaresma.

                Un camino de penitencia. Llegados a esta conclusión y, creemos, a su correspondiente propósito, surgen en la mente de todos una duda muy fácil, una pregunta casi espontánea: ¿Qué queda hoy de la penitencia en la disciplina y en el espíritu de la Iglesia?


               Se han hecho reducciones, simplificaciones, se han concedido dispensas, y parece que del árbol frondoso que todavía daba sus frutos y su sombra desde los más remotos tiempos, y precisamente en los santos y sugestivos lugares en que nos encontramos, no quedan más que pobres ramas mondas de auténtica penitencia. La observación no contradice el hecho de que seamos indulgentes y estemos razonablemente convencidos de la necesidad de ser compasivos con nuestra pobre vida humana, tan fatigada por muchas vicisitudes, bastante débil por constitución, incapaz de sostener las disciplinas ascéticas de otros tiempos.

                De aquí algunas teorías que hablan del respeto no sólo a la persona considerada en abstracto, sino a la vida humana tal cual es; por ello, en lugar de agravarla con prácticas que pueden hacer más triste y difícil su existencia, será necesario, se dice, aligerar sus pesos y hacer fácil, cómoda y placentera, si fuera posible, su existencia en la tierra.


Es necesario llevar la cruz

                A esta visión materialista, bastante difundida y corriente, se suma otra, la que nos hace considerar al cristianismo bajo el aspecto grave, severo, exigente que tantas veces, y con razón, por los  demás se nos ha expuesto y auténticamente presentado, siendo así que el cristianismo se nos debe presentar como es: lleno de belleza, de atractivos, de felicidad, ya que es nuestro deber traducirlo en aumento de vida y de gozo, acogiendo las riquezas que la mano de Dios ha difundido en nuestro derredor. Esto es lo que tenemos que ver en el cristianismo, y no una disciplina que mortifica y castiga la vida humana.

                Por tanto, siguiendo plenamente las referidas mentalidades, ¿habría que reducir todo a pequeños preceptos de salvaguarda o de higiene para conseguir un completo bienestar y evitar los más pequeños perjuicios?

                Pues bien, en este momento, en este acto de piedad y meditación que estamos realizando aquí, que no es solamente un recuerdo arcaico de tiempos antiguos, antes al contrario, una profesión de vida actual, moderna, venimos a encontrar de nuevo respuesta a la pregunta inicial: ¿qué queda de la penitencia cristiana? La primera verdad –y nadie con el Evangelio en la mano podría contradecirla- es la siguiente: sigue vigente la necesidad de la penitencia, no se puede aminorar la penitencia. Las palabras de Cristo están ahí proclamando: “si no hacéis penitencia, todos pereceréis”. Y lo dice dos veces el evangelio de San Lucas, que de ordinario prefiere registrar las efusiones misericordiosas de Cristo. Es necesario hacer penitencia.

                Cualquiera, desde esta certísima premisa, podrá proseguir, por su cuenta y seleccionar el Evangelio, en todo el Nuevo Testamento, los demás textos que confirman, con gravedad que no admite discusiones ni reducciones: que es preciso llevar la cruz. Nos podemos seguir preguntando: ¿qué queda de la penitencia?

Profunda transformación interior

                Su necesidad. Está documentada en las dos fuentes que los estudiosos, los maestros del espíritu nos recuerdan. Ante todo, la penitencia es un correctivo de nuestra manera de vivir. Lo sabemos bien, nuestra naturaleza no es perfecta; no funciona bien, supone un gasto profundo interior que es preciso reparar, y por ello quienes mantienen la apología de la inmediatez de la acción y de algunos comportamientos, de la bondad sustancial de la vida humana son profetas de ilusiones y muchas veces de desilusiones, pues precisamente el desarrollo y funcionamiento de nuestra vida, abandonada a sí misma, sin estos correctivos y esta disciplina que sitúa en el espacio, como hoy se dice, la expresión de toda nuestra actividad, la vida no sería buena y consiguientemente, en realidad, no sería ni mucho menos feliz.


                Hay además otro título que revalida la necesidad de la penitencia: la reparación. Hemos pecado, tenemos deudas. Puesto que existe un orden objetivo de justicia y Dios justo nos propone una ley, una ley de amor, exigente, comprometedora, es necesario darle cuentas al Señor. Son cuentas precisas, requieren por nuestra parte toda posible reparación. Por tanto, es necesario volver a la disciplina que pretende aceptar la justicia divina y nos hace inclinarnos ante Dios, dispuestos a recibir cualquier castigo para ahorrarnos mayores penas.

                Por tanto, sigue vigente la penitencia, y al mismo tiempo, sigue siendo práctica otra cosa que nos habla a cada uno de nosotros en el corazón. Lo decimos siempre que queremos escapar a los rigores de las penitencias antiguas: es el espíritu de penitencia, es el que nos recomienda la Iglesia. De preguntar a los estudiosos en qué consiste éste, escucharíamos que su principal elemento es la “metanoia”, un cambio interior. ¿Qué es más fácil: un cambio exterior o interior? ¿Es más fácil, por ejemplo, renunciar a algo que rodea nuestra vida por fuera que transformar el corazón, nuestros pensamientos, los instintos, las ideas, ese tesoro interior que cada uno guarda obstinadamente en sus adentros y dice: yo soy así, éstos son mis principios, mi modo de pensar, mi educación y –la gran palabra- mi personalidad?

La necesidad de la reparación

                La Iglesia, presurosa y solícita, nos amonesta: ahí es donde has de poner tu atención y dirigir tu esfuerzo. En verdad, es preciso renovar el espíritu. La penitencia no es una regresión en la vida y en la pedagogía moderna; al contrario, es un progreso, pues resulta más interior, y es más exigente con respecto a la reflexión sobre uno mismo, a la elaboración de la propia personalidad para hacerla cual debe ser: cristiana. Pero dado que la esencia del cristianismo es la caridad, cada uno de nosotros debe afrontar la renuncia, los sacrificios, la abnegación, la perseverancia que exige la caridad hasta conseguir una cierta forma de abdicación de nosotros mismos, de nuestro yo. Es necesario morir interiormente si se quiere renacer; es necesario tener el coraje de la humildad total, del trabajo interior, de acusarnos a nosotros y no a los demás, y no excusarse con las circunstancias. Es necesario reconocer plenamente: soy débil, ilógico, he sido malo y he cometido un desvarío que debo deplorar en mi conciencia, ante Dios, y si es preciso, ante la Iglesia, diciendo sinceramente: “mea culpa”.

La oración y la caridad

                El espíritu de penitencia, he ahí el fundamento. Sobreviven además algunas prácticas externas que más que nada son el símbolo veraz del compromiso de renovación interior. Hoy, Miércoles de Ceniza, la Iglesia nos ordena la abstinencia y el ayuno como para indicar la renuncia y demostrar que somos dueños de nosotros mismos, que el espíritu ha vencido todo instinto incontrolado de nuestra compleja naturaleza.

                Queda luego la gran penitencia, la elevación de nuestra alma a Dios, la oración. Esta forma de obligación espiritual también la creemos fácil, pues la oración nos resulta familiar, llena nuestros días, nuestros horarios. Pero es necesario orar bien; dirigirnos a Dios con amor y humildad, con sentido religioso pleno y profundo, con el deseo sincero de llegar al maravilloso diálogo, a hablar al Señor; ejercicio para quien lo conoce, muy difícil. Los santos empleaban varias horas para conseguir algún instante del sublime contacto con Dios.

                Por tanto, la Iglesia nos recomienda que al menos hagamos esta penitencia; nos exhorta a educar el espíritu en el lenguaje religioso, a seguir las grandes, bellas y clásicas oraciones que nos ofrece la liturgia, y sobre todo a tratar de hacernos con su espíritu para entrenar nuestras expresiones interiores en la gran epopeya, en la excelsa poesía del alma, constituida precisamente por el ciclo litúrgico cuaresmal.

                Y finalmente, siempre entre las obras de penitencia, hoy la Iglesia prescribe el ejercicio de la caridad. También muy hermoso, que ya ha entrado en nuestras costumbres y, bajo diversos aspectos, se le tiene como fácil, especialmente en la realización de obras de misericordia, formas prácticas del ejercicio de la caridad. Pero mirando más de cerca estas prácticas nos podemos encontrar con algunas sorpresas: ¿Es fácil perdonar una ofensa? ¡Cuántas reacciones se advierten y se multiplican a propósito del perdón necesario, especialmente cuando el orgullo exige reparación o exponer y explicar al prójimo las razones propias!

                Igualmente qué difícil es, en la caridad material, privarse de algo apreciado, útil, quizá necesario; hacer una limosna que haga conmover realmente nuestros ahorros, nuestro peculio. Se da gustosamente lo superfluo, lo que no cuesta nada. La verdadera caridad, en cambio, propone dar algo de lo que cuesta, de lo que nos parece indispensable. Esta es la norma sabia que puede abrir horizontes inexplorados" 


(Pablo VI, Hom. Miércoles de ceniza, 8-febrero-1967).

8 comentarios:

  1. Buenos días don Javier: Muy buena entrada. Me propongo hacer penitencia para derrocar mi yo. Un abrazo.

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    1. xtobefree:

      Dios nos conceda a todos la gracia de derrocar un poco más el propio y egoísta "yo" mediante nuestras penitencias.

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  2. Padre Javier, a mi me da por pensar que la penitencia es algo muy de andar por casa, muy práctico. Así que tal vez, no haya que buscarlo. Soy consciente de que yo soy la mayor penitencia de mucho de mis alumnos. A la vez, algunos de mis alumnos son mi mayor penitencia, y créanme si les digo, que ningún curso me han faltado. E intuyo que la mayor penitencia de algunos sacerdotes son algunos feligreses. En ocasiones nuestras mayores penitencias son las personas que tenemos más cercanas. Me da por pensar que la santidad debe forjarse en ese tipo de cosas cotidianas. Así el prójimo nos sirve de oración, de penitencia y sobre todo para amarlo como DIOS los ama. Alabado sea DIOS. Sigo rezando. DIOS les bendiga.

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    1. Antonio Sebastián:

      Sí, esas penitencias son diarias y constantes, y hemos de vivirlas y ofrecerlas con espíritu sobrenatural.

      Pero, en Cuaresma, sumemos también penitencias de todo tipo, libremente elegidas y buscadas, de alimento, de mortificaciones, etc.

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    2. Padre Javier, ayer por la tarde, estuve en una especie de charla cuaresmal, el sacerdote que la daba habló de la Penitencia en el Sacramento de la Confesión. Me pareció entender que eso de la penitencia en el Sacramento de la Confesión era algo del pasado. Se sorprendía de los feligreses, que al terminar la Confesión le comentaban que no les había mandado la penitencia. A mi estas cosas me causan algo de perplejidad, es como si DIOS PADRE, hubiera pasado a ser DIOS-ABUELO. Ignoro si Usted pone penitencia cuando confiesa.
      Yo recuerdo, en alguna ocasión, haber vuelto al confesionario para decirle al sacerdote que se había olvidado de la Penitencia. No sé hasta que punto es algo irrelevante la cuestión, supongo que tendré que confesarme con Usted en alguna ocasión, para comprobar ya de paso, la cuestión de la Penitencia. Abrazos, Padre. DIOS le bendiga

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  3. Penitencia como correctivo de nuestra manera de vivir, así nos lo recuerdan nuestra débil naturaleza y los maestros del espíritu; incide el Santo Padre en la tan olvidada necesidad de reparación del orden objetivo de la justicia divina pues la ley del amor compromete la voluntad; y yo, con el permiso de Su Santidad, añadiría la tan olvidada necesidad de sincero arrepentimiento y propósito decidido de enmienda. A alguno le escandaliza que se considere el pecado como ofensa a Dios porque olvidan que subvertir el orden divino es ofenderle.

    No deja de resultar sorprendente, tristemente sorprendente, que en el ámbito espiritual se hable tanto de cambio “interior” como si éste se fuera a producir por arte de magia sin disposición “exterior” alguna por nuestra parte, criticándose incluso la ascesis católica, mientras en el orden físico se está tan dispuesto a someterse a rigurosas dietas, dosis vitamínicas, sesiones de gimnasio, actividades físicas y psíquicas de toda índole.

    Los santos no eran locos o masoquistas por razón de sus penitencias; intentaban con los medios a su alcance en cada momento histórico hacer penitencia con los fines que nos indica el Papa Pablo VI en su homilía. La verdadera penitencia afina nuestra alma para percibir a Dios, su palabra y su presencia y desarrolla la contrición autentica, que no es sólo un sentido de culpa sino un dolor profundo de habernos separado del amor de Dios y una decidida voluntad de eliminar de nuestra vida todo aquello que nos separa de Él.

    Dios generosamente nos vuelve a conceder una nueva Cuaresma ¡Qué nuestra penitencia te agrade, Señor!

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    1. fe de erratas: segundo párrafo in fine, sustitúyase "psíquicas" por "psicológicas"

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    2. Julia María:

      Lo exterior ayuda a vivir lo interior... y lo interior se manifiesta en nuestras obras exteriores. Vínculo indisoluble, pues.

      A mí me aburre el lenguaje "de lo interior" que al final logra vaciar la penitencia y la mortificación de sentido, rigor, ascesis. Todo lo reducen a un mero sentimiento "interior", pero no se hace nada de verdad.

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