domingo, 29 de diciembre de 2013

La respuesta de Dios es la salvación

Cuando en la santa Pascua, la vigilia pascual, cantamos que "de nada nos valdría haber nacido si no hubiésemos sido redimidos", estamos cantando la Gloria de Cristo y la obra de Dios. Ésta es la acción de Dios: salvarnos, y comienza por asumir la naturaleza humana (lo que no era) para redimir al hombre.

Ha comenzado la salvación por el nacimiento de Cristo, el Hijo de Dios, haciéndose hombre sin dejar de ser Dios.


Este es el centro de las fiestas litúrgicas de la Navidad, que no habremos de perder de vista para impedir que las distracciones de estos días aparten la atención del Misterio, entretenidos en reuniones familiares o de amigos. La salvación del hombre es la palabra clave de la Navidad.

Quien nos ha nacido es algo más que un tierno niño, alguien más que un hombre con ética elevada y palabra de fuego, alguien más que un personaje religioso de indudable trascendencia y alcance. Ha nacido el Hijo de Dios para salvar.

La respuesta de Dios al hombre no es abandonarlo al poder del pecado y de la muerte, ni dejarlo sumido en su perdición y la debilidad de sus fuerzas humanas, estrechas, debilitadas por el pecado original. La respuesta de Dios no es callar ante los interrogantes del hombre, guarecerse ante su indigencia en un halo de misteriosa intangibilidad, como si ser Dios fuera ser distante y altivo. La respuesta de Dios es la salvación para el hombre; la respuesta de Dios es revelarse, dando luz allí donde había tanta tiniebla, respondiendo a las cuestiones del corazón humano con balbuceos y lenguaje humanos.

La vivencia de la liturgia estos días, y el grito gozoso, lleno, henchido de esperanza que pronunciamos a todos, es que la salvación es posible para todo hombre, que la salvación ya está aquí, que siempre hay posibilidad para todo hombre porque el Amor de Dios es tan inmenso e inagotable que ha salido a nuestro encuentro por el nacimiento del Verbo.

"El Hijo de la Virgen María ha nacido para todos, es el Salvador de todos.

Así lo invoca una antigua antífona litúrgica: «Oh Emmanuel, rey y legislador nuestro, esperanza de las naciones y salvador de los pueblos, ven a salvarnos, Señor Dios nuestro». Veni ad salvandum nos. Este es el clamor del hombre de todos los tiempos, que siente no saber superar por sí solo las dificultades y peligros. Que necesita poner su mano en otra más grande y fuerte, una mano tendida hacia él desde lo alto. Queridos hermanos y hermanas, esta mano es Cristo, nacido en Belén de la Virgen María. Él es la mano que Dios ha tendido a la humanidad, para hacerla salir de las arenas movedizas del pecado y ponerla en pie sobre la roca, la roca firme de su verdad y de su amor (cf. Sal 40,3).

Sí, esto significa el nombre de aquel niño, el nombre que, por voluntad de Dios, le dieron María y José: se llama Jesús, que significa «Salvador» (cf. Mt 1,21; Lc 1,31). Él fue enviado por Dios Padre para salvarnos sobre todo del mal profundo arraigado en el hombre y en la historia: ese mal de la separación de Dios, del orgullo presuntuoso de actuar por sí solo, del ponerse en concurrencia con Dios y ocupar su puesto, del decidir lo que es bueno y es malo, del ser el dueño de la vida y de la muerte (cf. Gn 3,1-7). Este es el gran mal, el gran pecado, del cual nosotros los hombres no podemos salvarnos si no es encomendándonos a la ayuda de Dios, si no es implorándole: «Veni ad salvandum nos - Ven a salvarnos».

Ya el mero hecho de esta súplica al cielo nos pone en la posición justa, nos adentra en la verdad de nosotros mismos: nosotros, en efecto, somos los que clamaron a Dios y han sido salvados (cf. Est 10,3f [griego]). Dios es el Salvador, nosotros, los que estamos en peligro. Él es el médico, nosotros, los enfermos. Reconocerlo es el primer paso hacia la salvación, hacia la salida del laberinto en el que nosotros mismos nos encerramos con nuestro orgullo. Levantar los ojos al cielo, extender las manos e invocar ayuda, es la vía de salida, siempre y cuando haya Alguien que escucha, y que pueda venir en nuestro auxilio.

Jesucristo es la prueba de que Dios ha escuchado nuestro clamor. Y, no sólo. Dios tiene un amor tan fuerte por nosotros, que no puede permanecer en sí mismo, que sale de sí mismo y viene entre nosotros, compartiendo nuestra condición hasta el final (cf. Ex 3,7-12). La respuesta que Dios ha dado en Jesús al clamor del hombre supera infinitamente nuestras expectativas, llegando a una solidaridad tal, que no puede ser sólo humana, sino divina. Sólo el Dios que es amor y el amor que es Dios podía optar por salvarnos por esta vía, que es sin duda la más larga, pero es la que respeta su verdad y la nuestra: la vía de la reconciliación, el diálogo y la colaboración" (Benedicto XVI, Mensaje de Navidad, 25-diciembre-2011).

Gran catequesis de Navidad e imprescindible para entender los msiterios que en estos días se desgranan, uno tras otro, a lo largo de las solemnidades y fiestas del ciclo litúrgico de Navidad: Jesús es Salvador, la salvación ya está aquí, la salvación es posible.

Ha venido, ha nacido, está entre nosotros.

Viene para salvar.
Viene para curar tantas heridas.
Viene para elevarnos a quienes nos hemos abajado y postrado.
Viene para hablar y revelarse y hacerse entender.
Viene para que el hombre ni esté solo ni esté perdido.
Viene para enseñarnos a ser hijos de Dios y ofrecernos la posibilidad sacramental de serlo realmente.
Viene para abrir sendas nuevas, Él que es el Camino.
Viene para redimir, soltando cadenas, e introducirnos en la vida de la Gracia.

Así pues, ésta es la respuesta de Dios al hombre: nuestra propia salvación.


2 comentarios:

  1. Amén.

    Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote (de Laudes).

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  2. Solo CRISTO es la única opción viable, el resto es la aniquilación, el vacío, la nada y el sinsentido. Alabado sea DIOS. Sigo rezando. DIOS les bendiga.

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