La acción del Espíritu Santo

Pentecostés es una fiesta eclesial, es decir, el don del Espíritu Santo se da a la Iglesia como tal Iglesia, constituyéndola en un Cuerpo vivo y santo, en una Comunidad con un principio vital de Comunión, en un río de gracia para la humanidad.

A cada uno de nosotros, ungidos por el Señor, se nos da el Espíritu Santo sin medida en cuanto miembros vivos de su Cuerpo, para la edificación del bien común; se nos da como miembros del Cuerpo eclesial, del Cuerpo místico de Cristo para que la Iglesia se edifique sólidamente con piedras vivas.

Aquí no cabe el intimismo ni la privacidad; aquí no ha lugar una devoción sentimental al Espíritu Santo que consistiera en rezar un puñado de oraciones, una devoción más al lado de otras. ¡Es algo distinto! Piénsese que la medida de poseer el Espíritu Santo es la medida del amor a la Iglesia, y que su acción en cada uno de los ungidos, siendo beneficiarios, está también en orden al bien común de la Iglesia.

Se cumplen las profecías: el Espíritu Santo se derrama sobre toda carne y profetizan los hijos e hijas de Dios. El mismo Espíritu Santo que reposó sobre el Mesías, desciende sobre nosotros en Pentecostés y en el Pentecostés "personal" de cada sacramento en nuestra vida; desciende agraciándonos con sus siete dones.

Don de sabiduría: Nos permite entender, experimentar y saborear las cosas divinas para poder juzgarlas rectamente.

Don de entendimiento: por medio de él, nuestra inteligencia se capacita para entender de modo intuitivo las verdades reveladas y las naturales, comprendiendo el fin sobrenatural al que tienden. Nos ayuda a entender el porqué de las cosas que Dios permite en nuestra vida y lo que Él realiza en nosotros.

Don de ciencia: ilumina la inteligencia para juzgar rectamente las cosas creadas con su fin sobrenatural. Nos ayuda a pensar y entender con fe las cosas del mundo y de lo creado.

Don de consejo: asiste al alma para intuir lo que debe hacer en cada momento y circunstancia; por extensión, permite saber aconsejar a los demás bien, llevándolos hasta Dios.

Don de fortaleza: fortalece al alma para practicar toda clase de virtudes heroicas con gran confianza; impulsa para hacer obras santas sin temor, también para resistir pacientemente los combates y persecuciones y para rechazar con valentía las tentaciones.

Don de piedad: por él sentimos y amamos a Dios como Padre, desarrollando un espíritu filial y, con esa piedad, amar a los demás como hermanos, sirviéndoles.

Don de temor de Dios: es una docilidad a Dios para apartarse del pecado y obedecerle en lo que nos pida.

¡Ven, Espíritu Santo!

La liturgia nos acompaña en estos días para recibir al Paráclito, al Espíritu Santo Defensor. Venga Él con sus dones, con sus frutos, con sus regalos. Venga y renueve la faz de la tierra.

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Oremos juntos en esta semana, unos por otros, pidiendo el Espíritu Santo para quienes formamos esta comunidad virtual:

Padre todopoderoso, envíanos tu Espíritu que interceda por nosotros,

porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene.

Oremos. 

Que tu Espíritu, Señor, nos penetre con su fuerza,

para que nuestro pensar te sea grato

y nuestro obrar concuerde con tu voluntad.

Por Jesucristo nuestro Señor.

Invoquemos, cantando:

Y un segundo canto para reparar el despiste de no haber puesto desde el principio uno. En este caso un canto que me trae muy buenos recuerdos.