4ª Estación: Jesús se encuentra con su Madre
Fue corriendo. La habían alertado de lo que le pasaba a su Hijo, ¿y cómo iba Ella a faltar?, ¿cómo iba a dejar solo al Santo, al Inocente, al fruto bendito de sus entrañas? ¿Podía faltar, acaso acobardarse? Al fin y al cabo, la pasión del Hijo era la pasión de la Madre; Ella, la Virgen María, debía vivir su propia pasión, aquella que le fue anunciada por el anciano Simeón: “a ti una espada te traspasará el alma”, y ¡cuántos dolores sufrió la Virgen bendita!, ¡qué modo tan admirable el de la Virgen María de compartir la pasión de su Hijo, asociarse a su Redención, obedecer al designio salvador del Padre!
La Madre acudió presurosa, nada la retenía. Vio el juicio y la sentencia, oyó al populacho acusar injustamente y pedir la ejecución del Inocente; se horrorizó viendo a su Hijo desfigurado por la corona de espinas, los latigazos y la sangre; su corazón se desgarraba viendo a su Hijo en la vía dolorosa como un espectáculo en el que todos vociferaban. Pero Ella, ¡qué mujer, la Mujer por excelencia!, quería estar con Cristo, ofrecer el consuelo de su Compañía, una mirada de amor, una presencia que fuera aliento. Y María se encuentra con Jesús, se entrecruzan las miradas; es entonces cuando Jesús recibe la única mirada de consuelo, de comprensión, de afecto sincero.
¡Bien sabe de dolores la Virgen María! ¡Bien sabe de sufrimientos, de desgarro, de pasión y de cruz! Bien sabe ella -¿quién mejor que Ella?- lo que es sufrir y consolar a su vez al que está sufriendo olvidándose de sí misma y de su propia aflicción. Es Madre, Madre Dolorosa, por encima de todo, Madre... Dios quiera que a tan buena y excelente Madre sepamos corresponder con el afecto de hijos sinceros, con piedad, con devoción. Sin embargo el trato y el diálogo con la Virgen no puede limitarse a los momentos extremos de dolor o de cruz. ¿Quién no necesita a su Madre? Y más cuando esta Madre es toda Santa, bendita entre todas las mujeres, Inmaculada, ¿quién no necesita a su Madre? ¿Quién no necesita a tal Madre?
La Iglesia se ha distinguido por la tierna y suave devoción a la Virgen María, y la espiritualidad católica integra entre sus elementos necesarios la oración a la Virgen María y privilegia dos formas para realizarlas cada día: el Ángelus y el Rosario, y si nos llamamos católicos, y si decimos que queremos mucho a la Virgen, y si afirmamos que le tenemos devoción, rezaremos con afecto tanto el Rosario como el Ángelus, todos los días, hombres y mujeres, mayores y jóvenes.
El Ángelus, entretejido de citas bíblicas y las tres Avemarías, es un saludo y evocación divina del misterio de la Encarnación, su forma y estructura “hace que a distancia de siglos conserve inalterado su valor e intacto frescor” (Pablo VI).
El Rosario es el recurso de los católicos fieles para rezar a la Virgen y con la Virgen; es tal su valor que sería muy pobre limitarse a rezarlo sólo en algunos actos o simplemente en los cultos, es oración diaria pues es “compendio de todo el Evangelio”, “oración contemplativa, de alabanza y súplica al mismo tiempo”, “oración evangélica”.
Pues la Virgen nos consuela en nuestro dolor y aflicción, aliviemos el corazón de tan buena Madre rezando cada jornada el Ángelus y el rosario; pues Ella es Madre amantísima, tratemos en oración con Ella como hijos devotos.
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