Estamos deseos de dar a los ritos de la Iglesia su plenitud de significado y eficacia, especialmente ahora, después que el Concilio Ecuménico ha sancionado la Constitución sobre la Sagrada Liturgia; no podemos separar la oración de la vida y, en todo momento no podemos pasar por alto el recuerdo de la ceremonia de hoy, de la imposición de la ceniza sobre nuestras cabezas con gesto y palabras que quieren ser muy impresionantes, casi terribles.
Esta ceremonia parece calificar el aspecto más grave de nuestra religión y tenido por muchos como el verdadero; más aún, como el único: el aspecto penitencial. Que es lo que aleja a tantas almas de la fe y de la iglesia, a los jóvenes en especial, a los hijos de nuestro tiempo que aspiran a la alegría, a la belleza, al gozo de la vida. El cristianismo es la religión de la cruz, la Iglesia es la maestra de la mortificación. Todo esto no va conforme con el espíritu moderno que aspira a la felicidad.
Pues bien, vosotros, que venís a visitarnos y que con vuestra presencia nos indicáis que queréis ser discípulos fieles de la Iglesia, vosotros sabéis que este aspecto penitencial de la vida cristiana es profundamente sabio y, por ello, digno de ser comprendido y aceptado.
Es, ante todo, francamente realista. Reconoce lo que de trágico y miserable esconde el rostro de nuestra vida. Cuando la Iglesia nos habla de lo precario de nuestra existencia terrena hace suya la experiencia más común y más corriente de nuestra condición presente, y hace propio el duro y crudo, pero irrefutable lenguaje de los filósofos pesimistas, ¿qué es el tiempo, sino una carrera hacia la muerte? Y ¿qué son los bienes de esta tierra “sino vanidad de vanidades”? De esta forma, cuando la Iglesia hace el análisis de nuestro mundo interior es también sincera, a mucho más que cuantos han explotado el fondo de la conciencia humana y han descubierto en ella multitud de torpes inclinaciones, ridículas veleidades y perversas intenciones. Los estudiosos modernos han superado a los antiguos al describir el cuadro bien triste de los “caracteres” humanos, estudiados en su psicología interna; la explicable y con frecuencia malvada sinceridad de estos bien conocidos estudiosos han hecho escuela en nuestro tiempo; pero la sinceridad del examen que enseña la ascética cristiana y la visión profunda de suyo, habría que decir que irreparable, de las condiciones reales del hombre, herido por el pecado original, que enseña la antropología cristiana, ni han sido igualadas ni rebatidas. La doctrina de la Iglesia no esconde, no atenúa la miseria de la pobre arcilla humana: la conoce, la enseña, la recuerda a nuestra ceguera y a nuestra vanidad: “Recuerda, hombre, que eres polvo y en polvo te has de convertir”.
Pero donde se detiene la ciencia moderna a la espera de la desesperación y de la muerte, la lección de nuestra doctrina, lo sabéis, no termina, sino que continúa animosa; añade otros dos capítulos que el mundo cree paradójicos, incomprensibles, y que para el cristiano son luz magnífica. El primero es el capítulo de la mortificación, como si no bastasen, dirá el profano, las desgracias inevitables que afligen a la humanidad, la escuela del Evangelio añade los sufrimientos voluntarios de la ascética y de la penitencia. Ya sea la penitencia espiritual o corporal, nos obliga a todos, según las tremendas palabras de Cristo: “Si no hacéis penitencia, todos pereceréis” (Lc 13,5). No se podrá decir, como se lee en los libros de nuestro tiempo, que el cristianismo está hecho para las almas débiles, que es óptimo para proporcionarles consuelo. No, el cristianismo es una palestra de energía moral, es una escuela de autodominio, es una iniciación en el coraje y en el heroísmo, precisamente porque no teme educar al hombre en la templanza, en el propio control, en la generosidad, en la renuncia, en el sacrificio, y porque sabe y enseña que el hombre verdadero y perfecto, el hombre puro y fuerte, el hombre capaz de actuar y de amar es alumno de la disciplina de Cristo, la disciplina de la Cruz.
De esta forma, la doctrina de la Iglesia añade el último capítulo a su lección sobre la miseria humana y sobre la mortificación cristiana, proclamando que ésta es el remedio de aquélla, y amabas se pueden esquematizar en una victoria del bien sobre el mal, de la felicidad sobre el dolor, de la santidad sobre el pecado, de la vida sobre la muerte. Este es el epílogo del gran drama de la Redención que precisamente celebraremos en la próxima Pascua, y puede y debe ser, hijos carísimos, nuestro epílogo feliz, en el tiempo y más allá de la eternidad".
(PABLO VI, Alocución, 12-febrero-1964)
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