¡Oh Nazareno, luz de Belén, Verbo del Padre, nacido de un vientre virginal!, asiste, Cristo, a las castas abstinencias, mira propicio, Rey, nuestro día de fiesta mientras a Ti inmolamos la víctima de los ayunos.
Nada más puro ciertamente que este místico sacrificio, por el que se purifica la fibra del corazón inquieto, por el que se doma la intemperancia de la carne para que la grasa lozanía del cuerpo, rezumando fétida embriaguez, no abata la perspicacia del alma sofocada.
Con el ayuno se subyuga el lujo y la gula vergonzosa, la pereza degenerante que viene del vino y del sueño, la sucia pasión, el chiste indecoroso; y las ponzoñas diversas de los sentidos enervados perciben sometidas la sobria disciplina del ayuno.
Porque si licenciosamente nadas en los placeres de la comida y de la bebida y no sujetas como conviene los miembros con el ayuno, sucede que, aflojada por el continuo placer, pierde calor la noble centellita del alma y el ánimo ronca adormecido en las entrañas perezosas.
Póngase, por tanto, freno a las pasiones del cuerpo y en el interior brille limpia la prudencia; de este modo, el espíritu, perspicaz por su despierta agudeza y libre por una inspiración más alta, suplicará mejor al Padre del universo.
Prudencio, Himno de los que ayunan, vv. 1-25.
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