Himno a la Iglesia

Mi corazón y mi voz no pueden dejar de cantar la belleza de la Iglesia, a la que amo, a la que me entrego, a la que sirvo, que me sostiene.

Jesucristo, el Señor Resucitado,
sigue presente entre nosotros por medio de su Iglesia,
su Cuerpo, su Sacramento;
la Iglesia, icono de la Trinidad;
la Iglesia, Madre, Esposa, Virgen;
la Iglesia, “experta en humanidad”;
la Iglesia, Misterio y Don, vivificada por el Espíritu,
administradora y dispensadora de los misterios de Dios y de toda gracia;
Católica en su alma, sin exclusividades,
sin formas cerradas ni un único modo de santidad;
Católica, con la riqueza, siempre fiel y renovada de la Tradición,
que no divide ni separa, sino que une en Comunión, que integra;
rica en su liturgia, hermosa por la vida de sus hijos,
embellecida por el Espíritu con la santidad de sus miembros,
los santos, llamados, con razón, “los mejores hijos de la Iglesia” .

Es la Iglesia, Corazón de Cristo para el mundo,
la que muestra y señala el horizonte último y esperanzador al hombre,
le acompaña en todo momento,
sostiene, por su alma católica, a todo cristiano, 
por la Comunión de los Santos, lazos invisibles del Espíritu.
¡Cuántas vocaciones, mi propia vocación, han dependido y son sostenidas por la oblación silenciosa y la oración perseverante de una comunidad de monjas contemplativas!

¡Cuántas realidades en la Iglesia y en la evangelización dependen de la oración, y del ofrecer un enfermo en silencio su dolor, y de entregar al Padre el trabajo de cada día, en la casa, en el colegio, en la oficina, para la redención del mundo!

La Iglesia, Maestra del espíritu, Maestra y educadora, como lo es en su catequesis, en su enseñanza, en sus movimientos y grupos, en sus parroquias, en sus Institutos y Facultades; 
la Iglesia Madre como lo es en tantas personas que nos han acompañado, en tantos sacerdotes que nos han forjado y han sido transparencia del amor de Cristo.

La Iglesia, Misterio de Comunión, enriquecida por la gracia del Espíritu Santo 
en su jerarquía, en el ministerio sacerdotal y en los carismas, 
para la santidad y edificación de todos, para el bien común, 
con la gran bendición que es, para la Iglesia, el carisma principal y fundante del ministerio sacerdotal.

La Iglesia, Virgen y Esposa, mariana por excelencia, 
que encuentra en María, Madre de Dios, modelo de fe, su realización más plena y perfecta.
La Iglesia mira a la Virgen María, y reconoce en Ella la tierra virginal que “ha dado su fruto” (Sal 66), 
el fruto bendito de sus entrañas, nuestro Dios y Salvador.


Así, al celebrar el sacrificio eucarístico,
el Banquete pascual de Cristo Resucitado,
la entrega sacramental de su Cuerpo y Sangre,
le miramos únicamente a Él, nuestro Señor,
nuestro Salvador,
nuestro Sacerdote y Mediador en quien encontramos
“gracia que nos auxilie en tiempo oportuno”,
porque Él sigue presente en la historia de los hombres,
iluminando, sanando, plenificando, redimiendo,
por medio de la Iglesia,
por medio de los sacramentos de su Amor.

Cf. Homilía de mi Primera Misa,
3-julio-1999