En
la vida cristiana, nada tomar, nada rechazar; no somos nosotros quienes
decidimos ni vamos optando. Se trata más bien de recibir disponible y
humildemente aquello que la mano generosa del Señor quiera concedernos, lo que
quiera entregarnos. Lo nuestro, lo que hicieron los santos, no fue abalanzarse
para coger nada, fue esperar la bondad del Señor y acoger lo que Él les daba.
Es recepción, acogida, disponibilidad, cuyo prototipo es la Virgen María en la Anunciación.
Por
eso la vida mística, en primer lugar, es recibir lo que el Señor dé, sin
exigir, sin desear otra cosa: “Cristo hace con los suyos lo que quiere porque
no dicta el camino el siervo al señor sino el señor al siervo. La aceptación y
el amoroso seguimiento de su voluntad da la medida de la cristianía, que puede
ser vivida en una plétora de sentimientos y afectos, en experiencia o sequedad
de sentimientos y afectos, en carencia de visiones y locuciones, a la vez en
lúcida disponibilidad” (González de Cardedal, O., Cristianismo y mística, Madrid 2015, 178).
La
vida mística es accesible a todos porque no es sino el pleno desarrollo de la
gracia del bautismo y de los dones del Espíritu Santo en el alma. En este
sentido, a todos incumbe. Supone una unión cada vez más perfecta con Dios, un
desarrollo y florecimiento de la vida teologal (por la fe, la esperanza y la
caridad), y una vida de oración sólida, asidua, constante.
Los
modos en los que Dios desarrolla esta vida mística en cada uno son distintos. A
unos les dará una oración suave y vocal, a otros los elevará en subida
contemplación; otro vivirá siempre con la meditación reglamentada y a otro se
le dará incluso en forma de visión o de locución. Cada uno recibirá lo que el
Señor quiera darle sin aspirar a nada más, sin desear otra cosa. No
identificará la vida mística con la obtención de fenómenos extraordinarios
místicos, ni con una muy alta contemplación, sino que identificará vida mística
con unión con Dios, del modo que Dios quiera darse.
Muchos
santos vivieron esta vida mística y sin embargo su oración era pequeña, incluso
pobre, privada de consuelo o experiencias sensibles, afincadas sólo en estar
allí, con el Señor. Fueron almas muy sencillas pero muy unidas a Dios.
El
criterio para discernir la vida mística no son los fenómenos extraordinarios o
las experiencias subjetivas. Es importante alcanzar “una mística centrada no
tanto en el sujeto que hace experiencias, tiene visiones, recibe gracias,
cuanto en el Dios que se le revela y con la misión que le encarga para los
demás (“mística objetiva”)” (Id., 148). El criterio es la fecundidad de la vida
cristiana, los frutos reales:
“La
vida y la experiencia místicas se conocen y se legitiman por los frutos que
producen en el orden objetivo de la vida cristiana tal como ella aparece
anticipada en la propia experiencia de Cristo trazada en el Nuevo Testamento y
expresada normativamente bajo la acción del Espíritu en la historia de la Iglesia… La vida y la
experiencia de los grandes místicos son un anticipo y una promesa de una
plenitud que le está destinada a todo creyente en la forma en que Dios
determine para cada uno. Ellos son una forma, no la norma de toda vida
cristiana” (Id., 178).
El
desarrollo de la vida mística está por completo en la acción de Dios, en lo que
Él quiera dar, como vemos en las vidas de los santos y sus modos distintos de
vida mística.
Sin
embargo, sí se pueden identificar algunos elementos comunes que se dan en todos
los santos místicos y que son criterios de discernimiento para nosotros. “Todos
los místicos cristianos tienen ese “aire de familia” que hace posible que
personas de muy distinta procedencia se reconozcan inmediatamente entre sí, aun
cuando lengua, cultura, situaciones sociales o políticas sean distintas. Todos
se sienten viviendo en el hogar eclesial, leen los mismos textos bíblicos,
celebran los mismos sacramentos, veneran los mismos santos, tienen la misma
memoria histórica, se viven y perciben como miembros de una misma Iglesia y se
remiten a los mismos textos normativos para servir de guías en el camino de la
perfección. Esas realidades comunes, que permanecen siempre, no impiden que
hayan rupturas entre unas y otras fases de la historia, oposiciones profundas
entre los exponentes de una y otra escuela de espiritualidad” (Id., 304).
Así
pues, la vida mística es para todos, a cada uno según el Señor le dé. Pero
vemos también que el Señor ha dado a la Iglesia grandes santos místicos que nos iluminan
en el camino, nos descubren misterios insospechados y así van iluminando la
experiencia cristiana. No se nos dan como modelos para imitar, sino como
maestros para guiarnos: “Los místicos reciben de Dios una gracia personal al
servicio de una misión eclesial; cada uno es pensado por Dios para una acción
concreta y para una lección teológica a la Iglesia. Por ello no
son siempre modelos pero siempre son admirables. En ellos reconocemos y
agradecemos a Dios su filantropía por querer darse con tal experiencia a
conocer, amar y sentir por los hombres; con ellos nos encaminamos hacia él”
(Id., 319).
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