Los dos primeros elementos, ya vistos, eran la predicación de los apóstoles que era asidua y la unión fraterna, como notas bien características de la comunidad cristiana recién nacida.
Faltan dos características por ver, siguiendo el sumario del libro de los Hechos de los apóstoles: la oración y la Eucaristía. Estos cuatro elementos, juntos, unidos, inseparables, marcan el rostro de la comunidad cristiana y siguen delineando hoy la fisonomía de cualquier comunidad que sea cristiana: parroquial, o monástica, etc.
3. En las oraciones
No
había que demostrar nada: la oración era el aire que había que respirar, la
fortaleza del Espíritu para caminar. Sería impensable el cristianismo sin
oración. Se rezaba por la mañana y por la noche, cada cual en su casa o reuniéndose
a veces en común, leyendo un texto de la Escritura, cantando salmos y rezando
con las manos extendidas el Padrenuestro.
Era
una pequeña liturgia doméstica que se hacía muchas veces en familia; otras
veces, a horas tempranas, se reunían presididos por el apóstol para la oración
litúrgica en común, las Laudes.
Se
reunían para orar, leer la Escritura, cantar los salmos e interceder por las
necesidades de los hombres. ¿Les sonaba extraño? ¿Una novedad, una
improvisación del cristianismo naciente? Seguían la tradición judía, confirmada
por los apóstoles, de la oración tres veces al día, en el Templo y/o en la
reunión comunitaria.
¿Es
que acaso un cristiano puede vivir sin orar diariamente el Señor? ¿Una
parroquia puede ser una verdadera y plena comunidad sin reunirse también para
orar juntos?
Hoy
tenemos la exposición del Santísimo, la adoración eucarística, retiros,
ejercicios espirituales, etc. En esa dirección hay que avanzar para integrar
con normalidad los tiempos de oración en la vida de las parroquias y
comunidades. Cada cual debe plantear seriamente su vida de oración y trato con
Jesucristo, ampliarlos y vivirlos con mayor intensidad, así como disfrutar y
participar de la oración común en la propia parroquia (Liturgia de las Horas,
Vigilias, retiros, adoración eucarística).
4. En la fracción del pan
El
domingo era un día especial y santo que se consagraba a Jesucristo por la
participación y celebración de la Eucaristía. El domingo en los primeros siglos
era día de trabajo y los cristianos se reunían o en la noche del domingo (como
la Vigilia pascual) o al amanecer; incluso caminaban largas distancias para la
celebración que duraba una o dos horas. Era el gozo de partir el Pan del Señor,
vivir el encuentro con Jesucristo en el Memorial de su Cuerpo y de su Sangre.
La
Eucaristía se celebra sin ningún género de prisas, porque se celebraba la
Pascua semanal. Presidía el obispo o presbítero; un lector leía las profecías,
se cantaban salmos, se leía el Evangelio y se hacía la homilía exhortando a
imitar los ejemplos de las Escrituras, terminando por orar juntos. Luego se
traían las ofrendas, pan y vino más aquello que en especie o en dinero se
aportaba, se recitaba (o se cantilaba) la plegaria eucarística, se partían el
Pan (una hostia grande en pequeños fragmentos para todos) y se distribuía la
comunión de un solo pan y un solo cáliz. Los diáconos llevaban la Eucaristía a
los enfermos y ausentes.
La
Eucaristía era la celebración cristiana principal. Todo el domingo giraba en
torno a la liturgia. A nadie le parecía larga, ni se iba por quedar bien ante
los demás. Era entrar en la Gloria, disfrutar de un trozo de cielo aquí en la
tierra. La liturgia se cuidaba, se realizan los signos con unción y devoción,
se oraba. Y bien pronto sintieron la necesidad de celebrar la Eucaristía más
frecuentemente, a mitad de semana, y luego cada día. Era fortaleza y alimento
en esta vida. Toda la comunidad cristiana asistía respondiendo, cantando,
rezando en silencio, poniendo el corazón, ofreciendo.
Se
reunían juntos en un mismo lugar, en principio en casas particulares que se
ponían a disposición de la Iglesia, como domus Ecclesiae, y luego en las
basílicas donadas al cristianismo. Difícilmente uno dejaría su propia comunidad
para ir a la Eucaristía a otro sitio, o cada vez en sitios distintos (buscando
sólo satisfacer un precepto dentro de un mercado variado de horarios y
servicios religiosos), sino que uno se sentía miembro de una iglesia concreta,
de una comunidad con nombres y apellidos, y por esta comunidad concreta y en
esta comunidad concreta, era miembro vivo de la Católica. No se trata de poner
barreras y levantar murallas, encerrándonos en unos guetos aislados unos de
otros, pero tampoco su extremo contrario, estar totalmente desvinculado de
cualquier comunidad y parroquia, acudiendo a la Santa Misa en diferentes sitios
sin echar raíces en ninguna parte.
La
Iglesia crece y se edifica por la Eucaristía. Esta ley se cumple en cada
cristiano que crecerá y se edificará según su vivencia eucarística en la Santa
Misa celebrada, así como en la adoración al Señor en la Eucaristía, la visita
al Sagrario, la oración personal ante el Santísimo expuesto, la genuflexión
ante el Sagrario orante, pausada, amorosa. La vivencia eucarística induce al
católico a vivir la Eucaristía con una mayor y más plena participación que sea
consciente, interior, activa (rezando, respondiendo, cantando, escuchando,
ofreciéndose y comulgando) y fructuosa.
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