La
liturgia se celebra para Dios, ante Dios, delante de Dios. La liturgia es el
actuar de Dios en la Iglesia:
sigue hablando-revelándose, sigue comunicando su gracia, sigue entregándose. A
Él escuchamos en la liturgia, a Él nos dirigimos y oramos con las oraciones de
la liturgia y el canto de los salmos, ante Él estamos en amor y adoración, a Él
lo recibimos y acogemos.
Así
la liturgia será sagrada y bella cuando lejos de convertirla en un discurso
moralista constante, o en una catequesis didáctica, o en una reunión festiva
donde nos celebramos a nosotros mismos, reconocemos la presencia de Dios en la
liturgia, el primado de Dios, y somos conscientes de que estamos ante Dios
mismo. ¡Es obra de Dios la liturgia!
Esta
primacía de Dios en la liturgia se descubre si miramos bien a Dios en la
liturgia en vez de mirarnos unos a otros. Sólo Dios puede ser el protagonista
de la liturgia y por ello la liturgia se vuelve sagrada y bella, y se cuida:
“En
toda forma de esmero por la liturgia, el criterio determinante debe ser siempre
la mirada puesta en Dios. Estamos en presencia de Dios; él nos habla y nosotros
le hablamos a él. Cuando, en las reflexiones sobre la liturgia, nos preguntamos
cómo hacerla atrayente, interesante y hermosa, ya vamos por mal camino. O la
liturgia es obra de Dios, con Dios como sujeto específico, o no lo es. En este
contexto os pido: celebrad la santa liturgia dirigiendo la mirada a Dios en la
comunión de los santos, de la
Iglesia viva de todos los lugares y de todos los tiempos,
para que se transforme en expresión de la belleza y de la sublimidad del Dios
amigo de los hombres” (Benedicto XVI, Disc. a los monjes de la abadía de
Heiligenkreuz, 9-septiembre-2007).
La
naturaleza de la liturgia nos lleva a descubrir gozosamente que es una acción
sagrada ante Dios y con Dios, siendo Dios el centro único. La liturgia es la Iglesia en oración con el
Señor; de ahí sus oraciones, prefacios, plegarias solemnes con los cuales el
único sujeto-Iglesia une a todos en un solo “Yo” eclesial para dirigirse a
Dios; de ahí también la importancia de las lecturas bíblicas y del Evangelio
mismo con los que Dios habla a su pueblo y el pueblo cristiano responde con la
oración, el silencio y el canto.
Podría
decirse que la liturgia es dialógica, es decir, entabla un diálogo orante y de
fe entre Dios y su pueblo, entre Cristo y su Esposa. Estamos, con reverencia,
con adoración, ante el Misterio mismo de Dios.
Esta
perspectiva queda totalmente desdibujada cuando introducimos una visión muy
opuesta: una liturgia que parece más una fiesta en la que la comunidad se
celebra a sí misma; en vez de ser Dios el centro, se convierte en centro a la
propia comunidad; en lugar de oración-diálogo de Dios con su pueblo, se
convierte en diálogo y acción interactiva entre los asistentes como si fuera
una puesta en común, un congreso donde se habla, una charla informal entre
todos (de ahí: la proliferación y verborrea de moniciones en cualquier momento;
las homilías dialogadas, micrófono en mano, paseando por los pasillos; la
intervención espontánea de cualquiera en la homilía, en las preces o en la
“acción de gracias”, etc). Cuando esto ocurre, se rompe la sacralidad de la
liturgia para convertirse en algo humano, en terapia grupal, en un acto que refuerce
la identidad del grupo… Los elementos que contribuyen a la solemnidad
desaparecen, se omite cualquier silencio sagrado, y las oraciones litúrgicas,
dirigidas a Dios, se despachan velozmente porque no se les ve sentido ni
función alguna.
Se
pasa así de estar todos mirando al Señor, vueltos a Dios, a estar mirándose la
comunidad a sí misma, autocomplaciente, encantada con su “compromiso
cristiano”, celebrando lo bueno que son todos. Es palpar cómo la teología se ha
pervertido en sociología, la espiritualidad pervertida en espectáculo. Es el
dato estremecedor que se ve en muchas liturgias hoy: “A veces se advierten
celebraciones litúrgicas, bellas y atractivas en su desarrollo ritual, pero al
final desazonan, porque dan la impresión que el centro de toda la celebración
sea, no la gloria del Padre de nuestro Señor Jesucristo, sino la misma
comunidad, y no tanto la santificación de las personas, sino su satisfacción
grupal” (Rodríguez, P., La sagrada
liturgia en la escuela de Benedicto XVI, Roma 2014, 304-305).
Hay
que rebajar el protagonismo de los asistentes en la liturgia y acentuar más el
protagonismo del mismo Señor. Hay que dejar de mirarse unos a otros, dando cada
cual su opinión o interviniendo “espontáneamente”, para ungir la liturgia con
el respeto y la sacralidad, con la mirada de todos hacia un único punto: Dios
actuando y santificando.
Así
la liturgia no tiene que estar inventándose una y otra vez, ni introducir algún
elemento nuevo para captar la atención y ser creativo, ya que la liturgia no es
algo “nuestro”, una actuación humana a gusto de los asistentes, sino que es
Dios quien obra, actúa, interviene. Se trata de no quitar a Dios para ponerse
en su lugar los asistentes, sino que todos juntos adoran a Dios, lo escuchan,
se dejan santificar.
“Debemos
tener presente y aceptar la lógica de la Encarnación de Dios: él se hizo cercano,
presente, entrando en la historia y en la naturaleza humana, haciéndose uno de
nosotros. Y esta presencia continúa en la Iglesia, su Cuerpo. La liturgia, entonces, no es
el recuerdo de acontecimientos pasados, sino que es la presencia viva del
Misterio pascual de Cristo que trasciende y une los tiempos y los espacios. Si
en la celebración no emerge la centralidad de Cristo, no tendremos la liturgia
cristiana, totalmente dependiente del Señor y sostenida por su presencia
creadora. Dios obra por medio de Cristo y nosotros no podemos obrar sino por
medio de él y en él. Cada día debe crecer en nosotros la convicción de que la
liturgia no es un ‘hacer’ nuestro o mío, sino que es acción de Dios en nosotros
y con nosotros” (Benedicto XVI, Audiencia general, 3-octubre-2012).
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