A la reflexión sobre el ser y
la misión de la Iglesia,
sobre su naturaleza y misterio, debe seguir la adhesión cordial y fiel a la Iglesia y un examen de
conciencia sincero: ¿Cuáles son nuestras disposiciones de espíritu? ¿Cuál es
nuestro sentimiento profundo y personal, al menos el dominante, ante la Iglesia? ¿Cuál es nuestra
actitud ante la Iglesia?
“Ante esa Iglesia a la cual Cristo antes que nadie, como su Fundador, Maestro y Redentor, consagró tantos pensamientos, tantos deseos, tantas preocupaciones y, para decirlo todo con una palabra, tanto amor: “Cristo amó a la Iglesia, escribe san Pablo, y se entregó por ella” (Ef 5,25)” (Pablo VI, Audiencia general, 12-septiembre-1973).
¿Cómo nos situamos ante la Iglesia? ¿Y qué lugar
ocupa la Iglesia
en nuestro corazón?
Unos se sienten indiferentes ante la Iglesia, la consideran un
conjunto de instituciones, normas y ritos que nada serio tienen que ver con
ellos. No atacan a la Iglesia,
pero tampoco la sienten como suya. Están
dentro de la Iglesia
pero como si no estuvieran; se desentienden de la vida y misión de la Iglesia y sólo quieren que
la Iglesia
esté a su servicio para determinados actos y para poder celebrar algunos
sacramentos sin apenas incidencia en sus propias vidas. Su sentido religioso y
su relación con Dios está atrofiado. La Iglesia se vuelve para ellos un simple templo, un
edificio, una realidad distante de la que se desentienden y que, eso sí, se
creen con derecho a exigir cuando algo quieren.
Otros, en la
Iglesia, se sitúan como críticos, que se creen poseedores de
una verdad superior y que tienen siempre la solución a todos los retos y problemas
pastorales mientras que la
Iglesia, para ellos, siempre va con retraso, nunca acierta,
necesita modernizarse, adaptarse a los tiempos y las modas. Estos críticos, por
encima de la Iglesia,
siempre miran con recelo a la
Iglesia misma, a su Tradición y Magisterio, a sus pastores, a
su liturgia, pretendiendo crear una Iglesia paralela, moderna, atractiva, que
sólo existe en su mente. Son críticos destructores, llenos de amargura y
resentimiento, que se disfrazan con el traje de “profetas”. Decía Pablo VI:
“Hoy está bastante extendido este espíritu pesimista, que cuando se trata de la Iglesia sólo tiene ojos para denunciar sus deformidades, tanto las verdaderas como las falsas, y para sacar de aquí un argumento farisaico en alabanza propia y en condenación de ella. A estos críticos tan severos, y a veces influenciados por prejuicios, y carentes de generosidad, querríamos invitarles a una mayor serenidad: a aquella serenidad que hace posible el diálogo y que vuelve a encender el amor en el corazón. ¿Cómo podríamos pretender construir la Iglesia sin amor?” (Ibíd.).
Otros, y ojalá nos contásemos entre ellos, aman la Iglesia tal cual es,
veneran a la Iglesia,
la estiman de corazón, se admiran de la belleza y variedad de sus dones, ministerios,
carismas, de su tarea pastoral y evangelizadora, se sienten hermanos orgullosos
y felices de los santos, “los mejores hijos de la Iglesia”, y procuran
suplir, paliar y reparar los pecados, defectos y debilidades de la Iglesia. Son los que
aman a la Iglesia,
los que se han enamorado del misterio de la Iglesia, los que se entregan a ella realizando la
propia vocación con fidelidad, sin buscar más que la gloria de Dios y el bien
de las almas, perfumando a la
Iglesia con su oración diaria y su jornada transcurrida en presencia
de Dios, con la práctica de la caridad y de las obras de misericordia.
“Amar
a la Iglesia,
ésta debe ser nuestra postura primordial y nueva en esta estación espiritual e
histórica. Amaremos a la Iglesia con su realidad a
la vez mística y terrena, con lo que tiene de misterioso y divino y también con
aquello que tiene de humano y, en consecuencia, de limitado y defectuoso; la
amaremos en su realidad concreta, tal como ella es; perfecta en el pensamiento
de Cristo, pero perfectible en nuestra experiencia y en nuestro deseo, sin
evadirnos hacia la distinción entre una Iglesia carismática, imaginada según un
idealismo personal y gratuito, y una Iglesia institucional, de la que es
difícil llegar a reconocer la identidad y la necesidad que tiene de nuestra humilde
y filial adhesión para manifestarse de nuevo bella como esposa del Señor.
Amar a la Iglesia, con fervor y con
entrega, rejuvenecidos por la certeza de su credibilidad y de nuestra necesidad
de ser miembros suyos santos y activos” (Pablo VI, Audiencia general,
12-septiembre-1973).
Más aún: amar la Iglesia como Cristo mismo la amó; tener hacia
Ella una mirada de amor y misericordia y ser, a la vez, dignos hijos de la Iglesia.
“Y existe la actitud amistosa;
queremos decir filial. La nuestra. Que no es, por eso, ingenua y aduladora.
Permanece objetiva, es más crítica y, si es necesario, severa. Pero filial; es
decir, parte del amor, como la de Cristo. No está orientada a priori a la búsqueda de los defectos,
a divulgarlos de propio intento, a limitarse a una función contestataria y
denigrante (¿no existen hoy publicaciones que se llaman católicas, que han
hecho de esta ingrata tarea su propio programa?) “La caridad es... benigna,
dice san Pablo haciendo el panegírico del primero entre los carismas, ...no
piensa mal, no se alegra de la injusticia”, etc. (1Co 13,4ss). Además, la
visión que Cristo tiene de su Iglesia se refiere sólo en parte, sólo in fieri, a nuestra Iglesia peregrina en
este mundo pecador, sólo a los inocentes, sólo a los revestidos de gracia, sólo
a los fieles unidos a Cristo en la Eucaristía, en resumen, sólo a los santos (y son
en realidad mucho más numerosos que los pocos que veneramos en los altares);
pero seguramente la visión de Cristo, que se ha modelado su Esposa en belleza
perfecta, se refiere al paraíso, que es una realidad inconcebible ahora para
nosotros, pero una realidad que basta para llenar nuestros espíritus de entusiasmo
por la Iglesia
de hoy y de la eternidad” (PABLO VI, Audiencia general, 7-junio-1972).
Amar a la
Iglesia es la disposición de los católicos fieles, hijos de la Iglesia, miembros vivos de
la Iglesia y
no críticos inertes; y amarla pese a sus deficiencias humanas y a pesar de los
pecados de sus miembros.
“La Iglesia necesita hoy más que nunca esta fidelidad. No es adhesión pasiva, profesada por la fuerza de la inercia y por pereza espiritual, o conservada más fuera que dentro del corazón, por el temor de perder la estima de los otros o de chocar con las molestias de la sinceridad negativa o traidora. El amor no oculta los defectos y las necesidades, que un ojo filial puede descubrir aun en la madre Iglesia, y los advierte mejor, sufre más por ellos y piensa más en ponerles remedio. Pero es ojo límpido, ojo amoroso el que ve sobre todo el bien en la Iglesia. ¿O es que quizá no existe ya bien alguno que reconocer en la Iglesia para que ahora haya que “contestar” y ofender tanto? ¿No son con frecuencia los hermanos separados aún de nosotros quienes admiran y envidian tantos tesoros que la Iglesia católica y romana posee y defiende? ¿O quizá será porque su tradición, el aspecto hoy más difamado de nuestra Iglesia, no brilla con hombres y obras grandes? ¿O es que quizá ella no nos da aún hoy ejemplos de sabiduría y de santidad.Amar a la Iglesia. Ésta es la necesidad del momento, éste es nuestro deber.Las críticas y las reformas son posibles y útiles, a condición de que sea el auténtico amor quien las promueva. Amarla, como y porque Cristo la ha amado y porque se ha sacrificado; por tanto, con sacrificio nuestro. Así debemos también comportarnos todos” (PABLO VI, Audiencia general, 24-septiembre-1969).
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