“¿Cuál es la ruta que la fe nos descubre? ¿De dónde procede su luz poderosa que permite iluminar el camino de una vida lograda y fecunda, llena de fruto?” (Lumen fidei, 7).
La
fe nos pone en camino, nos traza una ruta. ¿Adónde nos lleva? ¿Cómo es que la
fe es un camino?
¿Hay que avanzar y progresar?
¿No se tiene de una vez para
siempre y ya podemos despreocuparnos?
¿La fe no es quedarse quietecitos,
estancados?
¡La fe es camino! Siempre caminantes: así son los creyentes;
siempre adelante, avanzando, progresando; nunca inmóviles, aletargados,
pasivos, inertes.
Para
ese camino, la fe ofrece su luz y nos va llevando y guiando. No caminamos a
tientas, vemos por dónde vamos paso a paso –no más allá, pero sí paso a paso- y
conocemos la meta. Eso nos basta.
El recorrido del camino entero sólo lo conoce
el Señor y a cada uno lo va llevando por diferentes caminos y formas. Para
entender mejor esto, hay que hacer una incursión en el pasado, ver “el camino
de los hombres creyentes” (Lumen fidei, 8), comenzando por Abrahán y siguiendo
por la fe de Israel, hasta llegar a la plenitud de la fe cristiana.
Todas
esas experiencias de fe nos llevan al reconocimiento de cómo es Dios, de quién
es Dios.
La fe, como
luz, ilumina para percibir el Misterio de Dios. Cae una falsa imagen: la de
Dios que pone en marcha el mundo y se desentiende de él; cae otra falsa imagen:
la de un Dios lejano que sólo goza si nos pilla en falta o pecado; cae otra
falsa imagen más: la de un Dios frío al cual es mejor no acercarse y buscar
otras vías humanas (por ejemplo, los santos con determinadas prácticas
devocionales).
Esas
falsas imágenes están presentes en la mentalidad del hombre de hoy y muchas
veces de manera inconsciente entre los mismos creyentes.
“Nuestra cultura ha perdido la
percepción de esta presencia concreta de Dios, de su acción en el mundo.
Pensamos que Dios solo se encuentra más allá, en otro nivel de realidad,
separado de nuestras relaciones concretas. Pero si así fuese, si Dios fuese
incapaz de intervenir en el mundo, su amor no sería verdaderamente poderoso,
verdaderamente real, y no sería entonces ni siquiera verdadero amor, capaz de
cumplir esa felicidad que nos promete. En tal caso, creer o no creer en él
sería totalmente indiferente” (Lumen fidei, 17).
Esa
es la situación de la incredulidad tan extendida hoy: ese Dios lejano no me da
la felicidad; está fuera de la realidad por lo que da igual creer o no y se
vive como si Dios no existiera.
Por
el contrario, ¿qué observamos? Que hemos conocido el Amor de Dios y hemos
creído en Él al conocer a Cristo y ser amados hasta el extremo:
“Los cristianos, en cambio, confiesan el amor concreto y eficaz de Dios, que obra verdaderamente en la historia y determina su destino final, amor que se deja encontrar, que se ha revelado en plenitud en la pasión, muerte y resurrección de Cristo” (Lumen fidei, 17).
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