1. Tras las virtudes teologales,
dadas gratuitamente por Dios, infundidas por Él mediante su Santo Espíritu, nos
encontramos con las virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y
templanza. Se llaman cardinales porque son el quicio en torno al cual giran
otras virtudes; son cardinales porque vertebran, como cuatro columnas, el ser
moral del cristiano.
Si bien hay una parte en estas virtudes cardinales que son
infusas, sobrenaturales, y por tanto, provienen del Señor, estas virtudes
corresponden muy bien a la naturaleza humana, que la guía y orienta, y pueden
ir siendo adquiridas por el hombre mediante actos repetidos, con perseverancia
y movidos y auxiliados por la gracia, hasta que formen parte habitual y
orientativa de nuestro existir.
Una rápida descripción de cada una
de estas virtudes cardinales puede servir de referencia ya para su comprensión,
para luego meditar en silencio y comenzar a desearlas intensamente:
- La prudencia dirige el entendimiento práctico, la inteligencia qué piensa cómo obrar, y la orienta en sus decisiones y el modo de realizarlas;
- La justicia perfecciona la voluntad para dar a cada uno lo que le corresponde;
- La fortaleza refuerza la voluntad para tolerar lo desagradable y acometer aquello que deba hacerse a pesar de las dificultades o inconvenientes y molestias;
- La templanza pone orden en el recto uso y disfrute de las cosas placenteros y agradables.
2. La prudencia se entiende a veces muy mal; cuando decimos que una
persona es “muy prudente” venimos a decir, en verdad, que es muy tímida que
está callada, y eso es un rasgo del carácter, pero muy distinto de la virtud de
la prudencia. Ésta es una virtud activa porque nos mueve a obrar, a hacer, a la
actividad, pero buscando el bien y el equilibrio.
No es que ser prudente
signifique estar callado siempre, nunca hacer nada, escondido en un rincón: la
prudencia es la virtud que orienta a hacer las cosas con equilibrio, a hacerlas
bien, a realizarlas en el momento oportuno, ni muy tarde ni demasiado pronto, y
el cómo hacerlo para no equivocarse ni por exceso ni por defecto.
Es la recta
razón, la inteligencia obrando sin torcerse, sin ceguera por los impulsos del
alma (la ira, la impaciencia, el orgullo, la vanidad), obrando para el bien.
La prudencia es la razón, la
inteligencia, instruida por la gracia, y hace comprender cuál es la voluntad de
Dios discerniendo lo útil de lo inútil, descubriendo el justo medio, enseñando
a obrar el bien; de lo cual predicaba S. Bernardo, diciendo: “la prudencia sostiene
al hombre interior, nos enseña a obrar bien, apaga en nosotros la sed de los
atractivos carnales” (3ª
serie de sentencias, 111).
La prudencia intenta evitar el
mal del prójimo. La sencillez no debe olvidar la prudencia, tanto para evitar
el ser ingenuos como se extremo, el ser alocados, impulsivos.
La prudencia requiere serenidad,
reflexión y oración; pensar con objetividad y analizar, luego ver cómo actuar y
finalmente realizar lo que se ha pensado. Un ejemplo siempre ilumina. Si se ha
de corregir a una persona, es imprudente hacerlo con gritos en el momento en
que la vemos hacer algo mal; pero también es imprudente dejar asar mucho tiempo
y que ya ni se acuerde de lo que hizo. Es imprudente usar excesivo rigor y
severidad si lo que hay que corregir es pequeño, y es imprudente mucha dulzura
y suavidad si la falta es muy grave. La prudencia, en este caso, es buscar la
ocasión propicia y el tono proporcionado según sea la falta que haya que
corregir; en frase de S. Juan de Ávila: “Notoria cosa es, para cumplir bien con
este oficio, ser necesaria la lumbre de la prudencia, con la cual disponga bien
los medios con que alcance su fin” (Ep. 11).
No hay comentarios:
Publicar un comentario