A la par que el aspecto pastoral, el aspecto espiritual
de la adoración eucarística, una veta de espiritualidad como lo atestiguan
tantos santos y almas eucarísticas. La adoración eucarística lleva a reconocer
la presencia maravillosa de Cristo que cumple realmente su palabra cuando dice:
“Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,29); en
cierto modo a la petición de los discípulos de Emaús, “quédate con nosotros,
Señor” (cf. Lc 24,29), Cristo responde con el don de la Eucaristía.
La fe lo
reconoce presente y los mismos signos litúrgicos, el trato, la reverencia, la
delicadeza con el Sacramento revelan esa Presencia que se hace Compañía: se
está ante el Señor y esos signos sensibles significan la Presencia real que
quien los ve puede percibir la grandeza
del Misterio y adorar.
La adoración eucarística invita a los fieles a la
comunión de corazón con Jesucristo: “permaneced en mí y yo en vosotros” (Jn
15,4). La adoración eucarística permite establecer una corriente dinámica de
amor entre el Señor y el fiel; es una Presencia de amor que espera, suscita y
pide una correspondencia en el amor, una entrega personal a Aquel que se
entrega para que se llegue a la plenitud bautismal, “ser uno con Cristo” y
poder afirmar como el Apóstol: “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive
en mí” (Gal 2,20). La comunión es una realidad vital fundada en el amor donde
hay una donación recíproca en libertad.
La instrucción Eucharisticum Mysterium, en el n. 50,
ofrece unas preciosas indicaciones espirituales, de alto valor pedagógico y
catequético, incluso mistagógico, que educan en la oración ante el Santísimo
Sacramento, marcando los fines y el sentido de esta oración, y por tanto
orientando tanto el espíritu de la oración privada como el tono de la oración
comunitaria en forma de Hora Santa o celebración ante el Santísimo Sacramento
–como puede ser alguna Hora del Oficio divino: Laudes o Vísperas-.
Téngase en cuenta, cuando se adora a Cristo presente en
el Sacramento, que “esta presencia proviene del Sacrificio y se ordena a la
comunión al mismo tiempo sacramental y espiritual” (n. 60). Hay una doble
vinculación: la celebración eucarística tiende a prolongarse en la quietud
contemplativa ante tanto y tan grande como se contiene en la santa Misa: ¡al
Autor mismo de la gracia!; es necesario que lo contenido en el sacrificio
eucarístico se deguste, se saboree sapiencialmente, se medite cordialmente ante
Cristo-Eucaristía en la adoración; a su vez, el culto a la Eucaristía que tiene
su origen en el sacrificio se ordena a la comunión sacramental deseando no
solamente ver y orar ante Cristo, sino recibirle en la comunión sacramental con
el corazón dispuesto y oferente, con la actitud interior del hombre nuevo, con
hambre y sed de Cristo, Pan vivo, Surtidor de Agua viva.
Permaneciendo ante Cristo, el Señor, los fieles
“disfrutan de su trato íntimo” ya que el amor se produce por el conocimiento,
por la asiduidad en el trato con el Amado en un encuentro que va fascinando
ante el estupor de una Presencia que sí corresponde a aquello para lo que el
corazón está hecho.
Estando ante Cristo en la Eucaristía, compartiendo su
anhelo redentor, el deseo del corazón de Jesús, “le abren su corazón pidiendo
por sí mismos y por todos los suyos y ruegan por la paz y la salvación del
mundo” (n. 50). La comunión personal con Jesucristo conduce a sentir como
propio el deseo de redención que late en el Corazón de Cristo, Buen Samaritano
de esta humanidad caída al borde del camino; recogiendo las súplicas de tantos
ciegos, gritan a Cristo: “Señor, que vea” (Lc 18,41), “Jesús, Hijo de David,
ten piedad de mí” (Mc 10,47-48), solidario de las necesidades del mundo y de
los hombres, claman: “Sálvanos, Señor, que nos hundimos” (Mt 8,25).
Desarrollan
así una dimensión propia del sacerdocio, la intercesión, participando de la
intercesión del Mediador y Sacerdote Eterno Cristo, y, sabedores que en el
Sacrificio de la Misa se ora “que esta Víctima de reconciliación traiga la paz
y la salvación al mundo entero” (Plegaria eucarística III), la oración ante
Cristo Sacramentado es una súplica también, rogando “por la paz y la salvación
del mundo” (n. 50).
El último rasgo espiritual de Eucharisticum Mysterium, n.
50, señala otra dimensión sacerdotal, en este caso, la oblación, la ofrenda de
uno mismo uniéndose a Cristo: “ofreciendo con Cristo toda su vida al Padre en
el Espíritu Santo, sacan de este trato admirable un aumento de su fe, su
esperanza y su caridad” (n. 50).
No son víctimas animales, ni algo exterior al
bautizado, sino él mismo, su persona entera, la que en la adoración eucarística
se ofrece con Cristo al Padre, “ofreciéndose como hostia viva, santa, agradable
a Dios. Éste es vuestro culto racional” (o razonable, Rm 12,1). Con Cristo, en
su presencia sacramental, reconocen la voluntad divina y se ofrecen: “Aquí
estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hb 10,10) y se ofrecen buscando
realizar en todo la voluntad de Dios como san Pablo: “Señor, ¿qué quieres que
haga?” (Hch 22,10).
El dinamismo teologal se pone en juego: la fe, la
esperanza y la caridad se ven aumentadas por la unión con Cristo, viviendo la
vida espiritual, vida cristificada de los hijos de Dios.
La adoración
eucarística expone al fiel ante el fuego de la zarza ardiente, el Misterio
fascinante de Dios que quema purificando: ¿Cómo no arderá el corazón en fe,
esperanza y caridad, ante Aquél que es Fuego, Vida, Luz y Amor?
La adoración al Sacramento permite la intimidad amorosa
con Cristo, la dulzura de su amistad, y, como verdadero culto litúrgico, por su
dinamismo propio, favorece la contemplación, la oración contemplativa, la
quietud del amor (“mire que le mira”, dirá santa Teresa en Vida 13,22, o
también: “No os pido más que le miréis”, Camino 26,3).
El silencio sagrado de
la liturgia, el amplio tiempo de silencio que conlleva siempre la exposición
del Santísimo (RCCE, nn. 89. 90. 95) quiere conducir a esta contemplación, a
esta oración de unión de amor, diríamos, casi forjando místicos y
contemplativos, enamorados de Cristo.
Descripción magistral, casi emotiva, la que ofrece la
encíclica Ecclesia de Eucharistia considerando la intimidad y el amor
contemplativo en la adoración eucarística:
"Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto, palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el “arte de la oración”, ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ... Numerosos santos nos han dado ejemplo de esta práctica, alabada y recomendada repetidamente por el Magisterio" (n. 25).
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