lunes, 15 de noviembre de 2021

Valores espirituales de la adoración eucarística




 A la par que el aspecto pastoral, el aspecto espiritual de la adoración eucarística, una veta de espiritualidad como lo atestiguan tantos santos y almas eucarísticas. La adoración eucarística lleva a reconocer la presencia maravillosa de Cristo que cumple realmente su palabra cuando dice: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,29); en cierto modo a la petición de los discípulos de Emaús, “quédate con nosotros, Señor” (cf. Lc 24,29), Cristo responde con el don de la Eucaristía. 


La fe lo reconoce presente y los mismos signos litúrgicos, el trato, la reverencia, la delicadeza con el Sacramento revelan esa Presencia que se hace Compañía: se está ante el Señor y esos signos sensibles significan la Presencia real que quien los ve puede percibir  la grandeza del Misterio y adorar.

            La adoración eucarística invita a los fieles a la comunión de corazón con Jesucristo: “permaneced en mí y yo en vosotros” (Jn 15,4). La adoración eucarística permite establecer una corriente dinámica de amor entre el Señor y el fiel; es una Presencia de amor que espera, suscita y pide una correspondencia en el amor, una entrega personal a Aquel que se entrega para que se llegue a la plenitud bautismal, “ser uno con Cristo” y poder afirmar como el Apóstol: “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). La comunión es una realidad vital fundada en el amor donde hay una donación recíproca en libertad.

La instrucción Eucharisticum Mysterium, en el n. 50, ofrece unas preciosas indicaciones espirituales, de alto valor pedagógico y catequético, incluso mistagógico, que educan en la oración ante el Santísimo Sacramento, marcando los fines y el sentido de esta oración, y por tanto orientando tanto el espíritu de la oración privada como el tono de la oración comunitaria en forma de Hora Santa o celebración ante el Santísimo Sacramento –como puede ser alguna Hora del Oficio divino: Laudes o Vísperas-.


Téngase en cuenta, cuando se adora a Cristo presente en el Sacramento, que “esta presencia proviene del Sacrificio y se ordena a la comunión al mismo tiempo sacramental y espiritual” (n. 60). Hay una doble vinculación: la celebración eucarística tiende a prolongarse en la quietud contemplativa ante tanto y tan grande como se contiene en la santa Misa: ¡al Autor mismo de la gracia!; es necesario que lo contenido en el sacrificio eucarístico se deguste, se saboree sapiencialmente, se medite cordialmente ante Cristo-Eucaristía en la adoración; a su vez, el culto a la Eucaristía que tiene su origen en el sacrificio se ordena a la comunión sacramental deseando no solamente ver y orar ante Cristo, sino recibirle en la comunión sacramental con el corazón dispuesto y oferente, con la actitud interior del hombre nuevo, con hambre y sed de Cristo, Pan vivo, Surtidor de Agua viva.

Permaneciendo ante Cristo, el Señor, los fieles “disfrutan de su trato íntimo” ya que el amor se produce por el conocimiento, por la asiduidad en el trato con el Amado en un encuentro que va fascinando ante el estupor de una Presencia que sí corresponde a aquello para lo que el corazón está hecho.

Estando ante Cristo en la Eucaristía, compartiendo su anhelo redentor, el deseo del corazón de Jesús, “le abren su corazón pidiendo por sí mismos y por todos los suyos y ruegan por la paz y la salvación del mundo” (n. 50). La comunión personal con Jesucristo conduce a sentir como propio el deseo de redención que late en el Corazón de Cristo, Buen Samaritano de esta humanidad caída al borde del camino; recogiendo las súplicas de tantos ciegos, gritan a Cristo: “Señor, que vea” (Lc 18,41), “Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí” (Mc 10,47-48), solidario de las necesidades del mundo y de los hombres, claman: “Sálvanos, Señor, que nos hundimos” (Mt 8,25). 

Desarrollan así una dimensión propia del sacerdocio, la intercesión, participando de la intercesión del Mediador y Sacerdote Eterno Cristo, y, sabedores que en el Sacrificio de la Misa se ora “que esta Víctima de reconciliación traiga la paz y la salvación al mundo entero” (Plegaria eucarística III), la oración ante Cristo Sacramentado es una súplica también, rogando “por la paz y la salvación del mundo” (n. 50).

El último rasgo espiritual de Eucharisticum Mysterium, n. 50, señala otra dimensión sacerdotal, en este caso, la oblación, la ofrenda de uno mismo uniéndose a Cristo: “ofreciendo con Cristo toda su vida al Padre en el Espíritu Santo, sacan de este trato admirable un aumento de su fe, su esperanza y su caridad” (n. 50). 

No son víctimas animales, ni algo exterior al bautizado, sino él mismo, su persona entera, la que en la adoración eucarística se ofrece con Cristo al Padre, “ofreciéndose como hostia viva, santa, agradable a Dios. Éste es vuestro culto racional” (o razonable, Rm 12,1). Con Cristo, en su presencia sacramental, reconocen la voluntad divina y se ofrecen: “Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hb 10,10) y se ofrecen buscando realizar en todo la voluntad de Dios como san Pablo: “Señor, ¿qué quieres que haga?” (Hch 22,10).

El dinamismo teologal se pone en juego: la fe, la esperanza y la caridad se ven aumentadas por la unión con Cristo, viviendo la vida espiritual, vida cristificada de los hijos de Dios. 

La adoración eucarística expone al fiel ante el fuego de la zarza ardiente, el Misterio fascinante de Dios que quema purificando: ¿Cómo no arderá el corazón en fe, esperanza y caridad, ante Aquél que es Fuego, Vida, Luz y Amor?

La adoración al Sacramento permite la intimidad amorosa con Cristo, la dulzura de su amistad, y, como verdadero culto litúrgico, por su dinamismo propio, favorece la contemplación, la oración contemplativa, la quietud del amor (“mire que le mira”, dirá santa Teresa en Vida 13,22, o también: “No os pido más que le miréis”, Camino 26,3). 

El silencio sagrado de la liturgia, el amplio tiempo de silencio que conlleva siempre la exposición del Santísimo (RCCE, nn. 89. 90. 95) quiere conducir a esta contemplación, a esta oración de unión de amor, diríamos, casi forjando místicos y contemplativos, enamorados de Cristo.

Descripción magistral, casi emotiva, la que ofrece la encíclica Ecclesia de Eucharistia considerando la intimidad y el amor contemplativo en la adoración eucarística:


            "Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto, palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el “arte de la oración”, ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ... Numerosos santos nos han dado ejemplo de esta práctica, alabada y recomendada repetidamente por el Magisterio" (n. 25).


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