viernes, 9 de julio de 2010

Silentium facite!


Necesitamos silencio, silencio interior y silencio exterior ante tanto alboroto, ruidos, voces, músicas... y a la vez que lo necesitamos y somos conscientes de su valor, somos incapaces de entrar en él.

Al principio cuando hacemos silencio experimentamos bienestar, equilibrio, paz, pero al poco tiempo la angustia nos invade, los pensamientos nos asaltan y nos dejamos conducir por ellos.

El silencio requiere disciplina cotidiana, saber estar, frenar sin angustia cuanto nos molesta de nuestra memoria y de nuestra imaginación y, en ese silencio, percibir la Presencia que sostiene la propia vida y mirar la propia verdad, la realidad de cada uno, que siempre hemos enmascarado.
El silencio es condición para escuchar la Presencia del Misterio en la propia vida, el silencio es exigencia de salud espiritual para orar y para escuchar la Palabra de Quien siempre habla. El silencio es la premisa primera para poder entrar en uno mismo y conocerse como Dios nos conoce. Pero exige disciplina, ascesis, momentos diarios breves al principio y luego más prolongados, para vencer la dispersión y el ruido.

La misma liturgia es educadora de este silencio; la misma liturgia ofrece el silencio en diversos momentos convirtiéndose así en pedagoga del silencio ante el Misterio. En algunas liturgias orientales aún el diácono llama a los fieles al silencio antes de las lecturas: “¡silencio, sabiduría!” y antes en nuestro rito hispano-mozárabe el diácono clamaba “Silentium facite!”, un silencio que era epiclético, para permitir el paso del Espíritu Santo al proclamarse las lecturas, silencio ante Dios que pasa.
(Monición diaconal que se realizaba al paso a la lectura del Apóstol o en otras tradiciones, antes del Evangelio mismo: ¡lástima que con la reforma del Misal se eliminió esta fórmula diaconal!).

Atendamos pues lo que Juan Pablo II escribía sobre el silencio en su relación con la liturgia:

“Ahora bien, este misterio continuamente se vela, se cubre de silencio, para evitar que, en lugar de Dios, construyamos un ídolo. Sólo en una purificación progresiva del conocimiento de comunión, el hombre y Dios se encontrarán y reconocerán en el abrazo eterno su connaturalidad de amor, nunca destruida.

Nace así lo que se suele llamar el apofatismo del Oriente cristiano: cuanto más crece el hombre en el conocimiento de Dios, tanto más lo percibe como misterio inaccesible, inaferrable en su esencia. Eso no se ha de confundir con un misticismo oscuro, donde el hombre se pierde en enigmáticas realidades impersonales. Más aún, los cristianos de Oriente se dirigen a Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo, personas vivas, tiernamente presentes, a las que expresan una doxología litúrgica solemne y humilde, majestuosa y sencilla. Sin embargo, perciben que a esta presencia nos acercamos sobre todo dejándonos educar en un silencio adorante, porque en el culmen del conocimiento y de la experiencia de Dios está su absoluta trascendencia. A ello se llega, más que a través de una meditación sistemática, mediante la asimilación orante de la Escritura y de la Liturgia.


En esta humilde aceptación del límite creatural frente a la infinita trascendencia de un Dios que no cesa de revelarse como el Dios-Amor, Padre de nuestro Señor Jesucristo, en el gozo del Espíritu Santo, veo expresada la actitud de la oración y el método teológico que el Oriente prefiere y sigue ofreciendo a todos los creyentes en Cristo.


Debemos confesar que todos tenemos necesidad de este silencio penetrado de presencia adorada: la teología, para poder valorizar plenamente su propia alma sapiencial y espiritual; la oración, para que no se olvide nunca de que ver a Dios significa bajar del monte con un rostro tan radiante que obligue a cubrirlo con un velo (cfr. Ex 34, 33) y para que nuestras asambleas sepan hacer espacio a la presencia de Dios, evitando celebrarse a sí mismas; la predicación, para que no se engañe pensando que basta multiplicar las palabras para atraer hacia la experiencia de Dios; el compromiso, para renunciar a encerrarse en una lucha sin amor y perdón. De ese silencio tiene necesidad el hombre de hoy, que a menudo no sabe callar por miedo de encontrarse a sí mismo, de descubrirse, de sentir el vacío que se convierte en demanda de significado; el hombre que se aturde en el ruido. Todos, tanto creyentes como no creyentes, necesitan aprender un silencio que permita al Otro hablar, cuando quiera y como quiera, y a nosotros comprender esa palabra” (Carta apostólica Orientale lumen, 16).

2 comentarios:

  1. En primer lugar, recurriendo al silencio, puesto que no podemos ponernos en presencia de Dios si no practicamos el silencio, tanto interior como exterior. Hacer silencio dentro de nosotros mismos no es cosa fácil, pero es un esfuerzo indispensable.

    Gracias por la entrada es un placer seguir leyendo tus lineas.

    Bendiciones

    ResponderEliminar
  2. Gracias a Vd., Daniel Esponoza.

    El silencio exterior es más o menos fácil de conseguir (pienso en nuestros templos), pero lo difícil es la austeridad interior, el acallamiento de las voces, recuerdos, imaginaciones, sensaciones, para estar ante una Presencia. Porque no hablamos del silencio de la Nada (mística oriental), sino del silencio ante una Presencia.

    ResponderEliminar