domingo, 4 de julio de 2010

El descenso a los infiernos del Señor


Pero mientras Dios ilumina con su luz de oro los antros de la muerte, mientras lleva Él radiante día a las tinieblas espasmadas, las estrellas del firmamento oscuro palidecieron de tristeza.

El sol huyó, y, sucio en sarro lúgubre, dejó el brillante cielo y se ocultó afligido; se dice que el mundo horrorizado temió llegar el caos de una eterna noche.


¡Suelta tu voz, alma mía sonorosa; suelta tu lengua ágil, canta el trofeo de la pasión, canta el triunfo de la cruz, canta la bandera, cuya señal refulge en nuestras frentes!

¡Oh milagro inaudito de una herida en esta muerte maravillosa! Fluyó, de un lado de ella, sangre; de otro, agua; el agua nos da el bautismo, de la sangre brota la corona del martirio.


La serpiente vio inmolada la víctima del cuerpo sagrado; la vio, y al punto perdió el veneno de su hiel abrasada, herida de dolor intenso, quebrados sus silbantes cuellos.

¿De qué te aprovechó, sacrílega serpiente, cuando el mundo era reciente, el haber arruinado al primer hombre con tu mudable astucia? La naturaleza mortal, que Dios se revistió, ha deshecho su culpa.

Por breve tiempo se entregó a la muerte el Guía de la salvación, para acostumbrar a los muertos, ha tiempo sepultados, al retorno a la vida, sueltos ya los lazos de los antiguos pecados.


Entonces, los patriarcas y muchos santos, siguiendo al Creador, que, abriendo paso, retornaba ya por fin al día tercero, recogen la envoltura de su carne y salen del sepulcro.


Era de ver cómo de las áridas cenizas surgían y se unían los mortales miembros, cómo el polvo frío se calentaba al recobrar las venas, cómo los huesos, los músculos y las médulas se cubrían con el tejido de la piel.

Prudencio, Himno de todas las horas, vv. 76-103.

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