San Juan de la Cruz posee un encanto especial, es escurridizo, se nos escapa de las manos fácilmente, por su pudor y discreción en su experiencia personal, que sólo deja entrever en su poesía -y el lenguaje poético es más evocativo que descriptivo-. Al celebrar hoy su memoria, fijémonos en su experiencia de Eucaristía, lo que sabemos por testigos, por su biografía, por lo que se vislumbra en sus escritos.
Fue monaguillo, de 1551 a 1555, cuatro años, en las monjas agustinas de Medina, donde diariamente asistía al altar, pequeño de edad, menudo de cuerpo. Para un alma sensible y fina, delicada e interior, estos años de joven acólito le marcarían en el trato con el Señor en el Sagrario y en algunas de las cuatro misas que cada mañana se decían. Creció en los atrios del Señor, aprendió a mirar a Cristo que en la Eucaristía cada día se le hacía cercano a Aquel a quien luego preguntará “¿adónde te escondiste, Amado...?”
La experiencia de Juan se basa en la misa matutina y en la práctica de la visita o exposición del Santísimo por la tarde, las costumbres piadosas que veía en su hogar pobre, pero reciamente cristiano, con Catalina su madre y con su hermano Francisco Yepes, verdadero creyente y místico seglar. ¿Qué no recibiría de los jesuitas de Medina donde estudió y aprendió literatura y poesía con las corrientes sanamente humanistas del Renacimiento? ¿Y del catecismo y las Vísperas en la parroquia? ¿No se acercaría también a la oración y a las devociones vespertinas en la iglesia conventual de “Santa Ana” de los frailes carmelitas? Iría a la iglesia de los carmelitas, qué duda cabe, cuando ya joven combinaba los estudios en los jesuitas con el trabajo en el Hospital de las Bubas en Medina de 1555 a 1563; iría a los carmelitas como iba su piadoso hermano; irían los dos juntos, pues Juan siempre admiró a su hermano Francisco (¡qué importante son los hermanos cuando juntos viven en Cristo, o amigos que son como hermanos si Cristo está con ellos!).
Ha decidido ser fraile carmelita (en silencio, callandito), por ser Orden dedicada a la Virgen María. 1563-1564 será el tiempo de su noviciado, de la intensa formación, de modelar su alma en la vocación carmelitana y, entonces, de muchas horas de coro y de Sagrario, donde el joven novicio vive la pureza de su amor entregado a Cristo. Nos queda un testimonio: "Le era de particular consuelo ayudar a misa, aunque gastase toda la mañana en esto, sintiendo con este ejercicio no cansancio, sino nuevo aliento..."
Destaca de forma especial el amor de fray Juan de la Cruz (en este momento, fray Juan de Santo Matía) al Sagrario en los años felices de 1565-1568, en el Colegio del “Señor San Andrés”, su convento estudiantil de Salamanca, mientras cursaba los estudios en la gran Universidad de renombre. Le tocó una celda que no era gran cosa, con una tronera en el techo para recibir la luz y, lo mejor para él, una ventanita sobre la iglesia, justo a la altura del Sagrario. Allí, asomado a la ventanita, muchos testigos luego declararán que pasaba mucho tiempo sobre todo durante la noche. “¡Oh noche que juntaste Amado con amada!”: allí San Juan de la Cruz, en noches amables más que el alborada, unía su alma con el Señor en la Eucaristía.
Conocemos algo de su primera Misa. Estamos en 1567. Ya sacerdote viene a decir una de sus primeras Misas a Medina, con su madre y su hermano. Ahora conocerá en Medina a Teresa de Jesús que acaba de fundar su Carmelo –después del de San José de Ávila-. ¿Su primera Misa? Nos dicen que fue una gracia de unión transformante, que lo unió esponsalmente a Cristo.
Si esto le ocurrió como gracia mística en su primera Misa, ¡qué vital y mística será la Eucaristía siempre para él! Cada Eucaristía es gracia de unión mística con Cristo, una unión transformante, viva, amorosa. Este tipo de vivencias íntimas, profundamente místicas y espirituales, siempre determinan el alma de un sacerdote cuando celebra la Misa.
Duruelo, el pobre y sencillo, rústico y apartado, primer monasterio de los carmelitas descalzos es casi un Sagrario, por lo pequeño y porque las estancias del convento todas ellas dan al Sagrario. Corre el año 1568: san Juan de la Cruz va a pasarse a la descalcez. El primer convento es un granero, un pajar amplio arreglado al gusto austero de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. El portal del granero será una minúscula iglesia con el Santísimo; en el piso de arriba sitúan el coro abierto hacia la iglesia con dos “ermitas” en cada lado mirando al Sagrario: dos tabiques, un poco de heno, donde sólo se podía estar sentado o de rodillas... y allí pasará muchas horas ante el Sagrario, más de las establecidas.
Pasan los años... Estamos en la cárcel toledana de san Juan de la Cruz, en el convento carmelita de Toledo donde, según los usos de la época y el capítulo penitencial de la Orden, deben sufrir castigo y corregirse los frailes que hayan cometido graves infracciones. Se lo han llevado preso, fray Maldonado, desde la casita de la Encarnación de Ávila al convento de Toledo. El trato de este superior al rebelde “reformador” fray Juan es duro, más de lo normal. Pero uno de los grandes castigos para el alma humanísima de fray Juan de la Cruz es la privación de la Eucaristía, ya que ni puede comulgar ni mucho menos celebrar la Santa Misa. Llega el Corpus Christi toledano de 1578; la ciudad en fiesta. Desde la estrecha celda –un retrete, un servicio en un salón para personajes importantes que visiten el convento- se oyen los cohetes y las campanas de Toledo para la gran procesión. ¡Él no puede decir Misa!, y lleva así doscientos días. Es la noche: “Qué bien sé yo la fonte que mana y corre aunque es de noche”. Aquí este pan vivo desea su alma, pero se lo privan.
Su amor a la Eucaristía es certificado por diversas monjas que fueron testigos en Beas de su vida, cuando subía de El Calvario a confesarlas y dirigirlas: “Le conocía devotísimo del Sacramento y de la Virgen, por la ternura con que hablaba de entrambas cosas” . San Juan de la Cruz no parece ser “cantor de la Eucaristía”... pero es un alma contemplativa que bebió amorosamente la fonte, la Eucaristía, que es su Amado mismo.
El Prior de El Calvario, en la sierra de Jaén, es un místico pudoroso, pero que recibe gracias místicas en la Eucaristía.
Cuando en el alma hay amor, se expresa de muchas formas, delicadas, sutiles, tiernas. San Juan de la Cruz tiene obsequios de amor al Sacramento. En el convento de Los Mártires, en Granada, época fecunda y estable del bendito fray Juan, entre 1583-1585, hay testigos que afirman la delicadeza de su amor eucarístico. Los novicios declararon que al prior, fray Juan de la Cruz, le gustaba dejar sobre la mesa de altar “una rosa o un clavel”, a veces un manojo de flores silvestres. Además “agradecía a los que lo hacían”. Lo primero, sin ruido ni extravagancias, era el Sacramento, el Amado eucarístico.
Un último detalle eucarístico en la vida de san Juan de la Cruz. Era el 13 de diciembre de 1591, en el convento de Úbeda. Cuando toquen maitines, el doctor místico podrá morir para “cantar maitines en el cielo”. Viendo los frailes que se moría, recitaron unos cuantos salmos. Cuando terminaron, San Juan de la Cruz, con delicadeza le pide al prior que traiga el Santísimo Sacramento, porque quiere adorarlo. No queda anotado si trajeron la custodia o el copón. Pero San Juan de la Cruz ve al Señor eucarístico, y con ternura dice: “Ya, Señor, no os tengo de volver a ver con los ojos mortales”. Pasada una hora, quieren recitar las preces de recomendación del alma. Nuestro doctor pide que sería mejor el Cantar de los cantares . Su alma que ha visto al Amado en el Sacramento, va a dormirse en el Señor con versos de amor a Cristo. Es la Eucaristía su consuelo y su amor.
Y ahora... ahora leamos sus poemas eucarísticos ("Qué bien sé yo la fonte"), el romance In principium y el Cántico espiritual, y veremos los sabores eucarísticos ante el Amado Jesucristo.
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