"Todos necesitamos de esas horas en la que escuchamos en silencio y dejamos que la Palabra divina obre en nosotros hasta el momento en que ella nos conduce a ser fructíferos en la ofrenda de la alabanza y en la ofrenda de las obras concretas. Todos nosotros necesitamos de las formas que nos han sido transmitidas y de la participación en el culto divino público, para que de esa manera nuestra vida interior sea motivada y conducida por rectos caminos y para que allí encuentre sus modos de expresión más convenientes. La solemne alabanza divina tiene que tener también un lugar en este mundo, donde ha de alcanzar la más grande perfección de la que los hombres son capaces.
Sólo desde aquí puede elevarse al cielo por el bien de toda la Iglesia, y transformar a sus miembros, despertar la vida interior y animarla a la coherencia exterior. La oración pública, a su vez, tiene que ser vivificada por dentro en tanto que deja espacio en las moradas interiores del alma para una profundización silenciosa y recogida. De no ser así se convertiría en una charlatanería estéril y falta de vida. Las moradas de la vida interior ofrecen un refugio contra ese peligro, ellas son los lugares donde las almas están en presencia de Dios en silencio y soledad, para convertirse en amor vivificante en el corazón de la Iglesia. Cristo es el único camino hacia el interior de nuestra vida, así como hacia el coro de los espíritus bienaventurados, que cantan el “Sanctus” eterno. Su Sangre es el velo a través del cual entramos en el santuario de la vida divina.
En el bautismo y en el sacramento de la reconciliación nos purifica de nuestros pecados, nos abre los ojos para la luz eterna, los oídos para percibir la palabra de Dios y los labios para cantar himnos de alabanza y para rezar oraciones de expiación, de petición y de agradecimiento, que no son sino distintas formas de adoración y veneración de las criaturas ante Dios todopoderoso y de infinita bondad. El sacramento de la confirmación marca y fortifica a los luchadores de Cristo en el testimonio valiente de la fe; pero el sacramento que nos hace miembros de su Cuerpo Místico es sobre todo el de la Eucaristía, donde Cristo está real y personalmente presente.
En tanto que participamos en el banquete eucarístico y en tanto que somos alimentados por su Cuerpo y por su Sangre, en la misma medida somos transformados en su Cuerpo y en su Sangre. Y sólo en tanto que somos miembros de su Cuerpo podemos ser vivificados y conducidos por su Espíritu. “...El Espíritu es el que vivifica, pues el Espíritu es el que hace de los miembros, miembros vivos; el Espíritu, sin embargo, vivifica solamente los miembros que se encuentran en el cuerpo... Por eso nada habrá de temer el cristiano tanto como la separación del Cuerpo Místico de Cristo, pues si él es separado del Cuerpo de Cristo, deja de ser su miembro y no puede ser ya vivificado por el Espíritu” (San Agustín, Tract. 27, in Ioannem).
Miembros del Cuerpo de Cristo somos además “...no sólo por el amor, sino en verdad por la unión con su cuerpo. La unión misma es causada por el alimento que Él nos ha regalado para probarnos sus ansias de permanecer con nosotros. Por eso ha querido sumergirse en nuestra propia existencia y proyectar su cuerpo en el nuestro para que todos seamos uno como la cabeza y el cuerpo son uno” (San Juan Crisóstomo, Homilía 61 al pueblo de Antioquía). Como miembros de su Cuerpo animados por su Espíritu, nos ofrecemos también nosotros como víctimas “por Él”, “con Él” y “en Él” y entonamos con los coros celestiales el eterno himno de agradecimiento. Por eso la Iglesia, después del banquete sagrado, reza:
Saciados con tan grandes dones,
te pedimos, Señor, concédenos que los
dones que recibimos nos sirvan para nuestra salvación
y para que nunca abandonemos
la alabanza de tu nombre".
Sólo desde aquí puede elevarse al cielo por el bien de toda la Iglesia, y transformar a sus miembros, despertar la vida interior y animarla a la coherencia exterior. La oración pública, a su vez, tiene que ser vivificada por dentro en tanto que deja espacio en las moradas interiores del alma para una profundización silenciosa y recogida. De no ser así se convertiría en una charlatanería estéril y falta de vida. Las moradas de la vida interior ofrecen un refugio contra ese peligro, ellas son los lugares donde las almas están en presencia de Dios en silencio y soledad, para convertirse en amor vivificante en el corazón de la Iglesia. Cristo es el único camino hacia el interior de nuestra vida, así como hacia el coro de los espíritus bienaventurados, que cantan el “Sanctus” eterno. Su Sangre es el velo a través del cual entramos en el santuario de la vida divina.
En el bautismo y en el sacramento de la reconciliación nos purifica de nuestros pecados, nos abre los ojos para la luz eterna, los oídos para percibir la palabra de Dios y los labios para cantar himnos de alabanza y para rezar oraciones de expiación, de petición y de agradecimiento, que no son sino distintas formas de adoración y veneración de las criaturas ante Dios todopoderoso y de infinita bondad. El sacramento de la confirmación marca y fortifica a los luchadores de Cristo en el testimonio valiente de la fe; pero el sacramento que nos hace miembros de su Cuerpo Místico es sobre todo el de la Eucaristía, donde Cristo está real y personalmente presente.
En tanto que participamos en el banquete eucarístico y en tanto que somos alimentados por su Cuerpo y por su Sangre, en la misma medida somos transformados en su Cuerpo y en su Sangre. Y sólo en tanto que somos miembros de su Cuerpo podemos ser vivificados y conducidos por su Espíritu. “...El Espíritu es el que vivifica, pues el Espíritu es el que hace de los miembros, miembros vivos; el Espíritu, sin embargo, vivifica solamente los miembros que se encuentran en el cuerpo... Por eso nada habrá de temer el cristiano tanto como la separación del Cuerpo Místico de Cristo, pues si él es separado del Cuerpo de Cristo, deja de ser su miembro y no puede ser ya vivificado por el Espíritu” (San Agustín, Tract. 27, in Ioannem).
Miembros del Cuerpo de Cristo somos además “...no sólo por el amor, sino en verdad por la unión con su cuerpo. La unión misma es causada por el alimento que Él nos ha regalado para probarnos sus ansias de permanecer con nosotros. Por eso ha querido sumergirse en nuestra propia existencia y proyectar su cuerpo en el nuestro para que todos seamos uno como la cabeza y el cuerpo son uno” (San Juan Crisóstomo, Homilía 61 al pueblo de Antioquía). Como miembros de su Cuerpo animados por su Espíritu, nos ofrecemos también nosotros como víctimas “por Él”, “con Él” y “en Él” y entonamos con los coros celestiales el eterno himno de agradecimiento. Por eso la Iglesia, después del banquete sagrado, reza:
Saciados con tan grandes dones,
te pedimos, Señor, concédenos que los
dones que recibimos nos sirvan para nuestra salvación
y para que nunca abandonemos
la alabanza de tu nombre".
(Edith Stein, La oración de la Iglesia).
Si...Hermano Javier...esa ORACIÓN...hablada y silente sobretodo... es Alimento para limpiar nuestra naturaleza humana y poder SER ENCONTRADOS por ÉL.
ResponderEliminarGracias por tus aportaciones. Te comunico que he abierto un nuevo Blog INDIVISE MANENT.
Un Abrazo en CRISTO.
Carmen
concienciaprimordial.blogspot.comç
indivisemanent.blogspot.com