lunes, 2 de noviembre de 2009

Difuntos, purgatorio, oración


La oración por los difuntos es práctica inmemorial en la Iglesia; cotidianamente, la última petición de las preces de Vísperas encomienda siempre a los difuntos, y en la plegaria eucarística se ora por los difuntos ofreciendo el Sacrificio eucarístico también por ellos. Si se reza por los fieles difuntos es que porque necesitan nuestra oración y sufragio; si fuesen miembros ya de la Iglesia triunfante no lo necesitarían; si se hubiesen condenado, la oración sería inútil; pero la Iglesia siempre ha orado por ellos en su liturgia sabiendo que muchos necesitarán purificarse y disponer su alma para el encuentro pleno con el Señor. Entramos, pues, en un capítulo silenciado de la predicación y de la espiritualidad hoy: la escatología, lo último y definitivo, en este caso, el silencio sobre el purgatorio.

El “buenismo” de la secularización predica una salvación inmediata y para todos en cuanto uno muere; anuncian que como Dios es bueno, da igual, todos se salvan, y muchos entierros son auténticas canonizaciones. Pero este “buenismo”, mirado detenidamente, se ríe en el fondo de la libertad del hombre y de su respuesta real a lo largo de la vida al Amor de Dios. El respeto exquisito a la libertad del hombre por parte de Dios se revela en la posibilidad cierta de que uno rechace obstinadamente su Amor y se condene, o que uno quiera vivir en el Amor y se salve, o que queriendo vivir ese Amor lo ha reflejado en su vida muy imperfectamente y necesita, después de la muerte, un trabajo intensivo del Espíritu Santo para eliminar imperfecciones y pecados a ese Amor.

Al orar por los difuntos estamos orando por las almas de nuestros hermanos en el purgatorio.

Si acudimos a la encíclica Spe Salvi de Benedicto XVI (¡qué lástima, qué ignorada!), vemos una descripción teológica del purgatorio insuperable. En ella leemos: “En gran parte de los hombres –eso podemos suponer– queda en lo más profundo de su ser una última apertura interior a la verdad, al amor, a Dios. Pero en las opciones concretas de la vida, esta apertura se ha empañado con nuevos compromisos con el mal; hay mucha suciedad que recubre la pureza, de la que, sin embargo, queda la sed y que, a pesar de todo, rebrota una vez más desde el fondo de la inmundicia y está presente en el alma. ¿Qué sucede con estas personas cuando comparecen ante el Juez? Toda la suciedad que ha acumulado en su vida, ¿se hará de repente irrelevante? O, ¿qué otra cosa podría ocurrir? San Pablo, en la Primera Carta a los Corintios, nos da una idea del efecto diverso del juicio de Dios sobre el hombre, según sus condiciones. Lo hace con imágenes que quieren expresar de algún modo lo invisible, sin que podamos traducir estas imágenes en conceptos, simplemente porque no podemos asomarnos a lo que hay más allá de la muerte ni tenemos experiencia alguna de ello. Pablo dice sobre la existencia cristiana, ante todo, que ésta está construida sobre un fundamento común: Jesucristo. Éste es un fundamento que resiste. Si hemos permanecido firmes sobre este fundamento y hemos construido sobre él nuestra vida, sabemos que este fundamento no se nos puede quitar ni siquiera en la muerte. Y continúa: « Encima de este cimiento edifican con oro, plata y piedras preciosas, o con madera, heno o paja. Lo que ha hecho cada uno saldrá a la luz; el día del juicio lo manifestará, porque ese día despuntará con fuego y el fuego pondrá a prueba la calidad de cada construcción. Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa, mientras que aquel cuya obra quede abrasada sufrirá el daño. No obstante, él quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego » (3,12-15). En todo caso, en este texto se muestra con nitidez que la salvación de los hombres puede tener diversas formas; que algunas de las cosas construidas pueden consumirse totalmente; que para salvarse es necesario atravesar el « fuego » en primera persona para llegar a ser definitivamente capaces de Dios y poder tomar parte en la mesa del banquete nupcial eterno” (n. 46).

Este estado de purificación –no un lugar, sino un estado, un modo- nada tiene que ver con el infierno ni sus penas, sino más bien con el deseo que va consumiendo mientras más se dilata su cumplimiento. No es un infierno en pequeño, sino un trabajo interior del fuego de Cristo labrando el alma. “Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con Él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que se ha construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está la salvación. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura a través de una transformación, ciertamente dolorosa, « como a través del fuego ». Pero es un dolor bienaventurado, en el cual el poder santo de su amor nos penetra como una llama, permitiéndonos ser por fin totalmente nosotros mismos y, con ello, totalmente de Dios. Así se entiende también con toda claridad la compenetración entre justicia y gracia: nuestro modo de vivir no es irrelevante, pero nuestra inmundicia no nos ensucia eternamente, al menos si permanecemos orientados hacia Cristo, hacia la verdad y el amor. A fin de cuentas, esta suciedad ha sido ya quemada en la Pasión de Cristo” (n. 47).

¿Y por qué oramos por los difuntos? ¡Por el dogma, la verdad, la Belleza, de la Comunión de los Santos! “Ahora nos podríamos hacer una pregunta más: si el « purgatorio » es simplemente el ser purificado mediante el fuego en el encuentro con el Señor, Juez y Salvador, ¿cómo puede intervenir una tercera persona, por más que sea cercana a la otra? Cuando planteamos una cuestión similar, deberíamos darnos cuenta que ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal. Así, mi intercesión en modo alguno es algo ajeno para el otro, algo externo, ni siquiera después de la muerte” (n. 48).

1 comentario:

  1. Pueden ver mas de 3000 articulos sobre el purgatorio en www.tenesperanza.org Asi como solicitar oraciones por sus difuntos.

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