Así es, Padre, como resplandecen nuestras casas con tus dádivas, es decir, con las nobles llamas, y emuladora reproduce esta luz el día ausente; huye ante ella vencida la noche con su manto desgarrado.
Pero ¿quién no verá en Dios la alta y viva fuente de la inquieta llama? Moisés, sin duda, vio a Dios ardiendo en llama esplendorosa en medio de la espinosa zarza.
Feliz quien mereció ver al Príncipe del celeste reino en la sagrada zarza, recibiendo el mandato de desatar el calzado de sus pies para no profanar aquel lugar santo con sus sandalias.
Un pueblo de ínclita sangre, amparado en los méritos de sus mayores y débil, acostumbrado a vivir bajo señores bárbaros, sigue, libre ya, este fuego a través de los vastos desiertos.
Por donde caminaban y habían levantado los rápidos campamentos en medio de la oscura noche azul, un rayo de luz más brillante que el sol guiaba al pueblo vigilante con precursora lumbre.
¿Qué lengua, pues, podrá tejer tus alabanzas, ¡oh Cristo!, que obligas a Egipto, domado con diversas plagas, a ceder ante tu caudillo, por fuerza de tu mano, vengadora de la justicia;
que prohíbes a la mar sin caminos saltar en furiosos oleajes para que en su suelo, ya de corrientes descubierto, se abriese, bajo tu imperio, un tránsito seguro y al punto la ola hambrienta devorase a los impíos;
para quien las estériles rocas del desierto hacen brotar cascadas rumorosas y la peña golpeada suelta en abundancia manantiales nuevos, que dan bebida a los pueblos sedientos bajo el abrasado cielo?
Prudencio, Himno para cuando se enciende la lámpara, vv. 25-44. 81-92
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