domingo, 1 de noviembre de 2009

Santo, Santo, Santo es el Señor

La perspectiva de totalidad de la liturgia de hoy impone una consideración, un gozo y un deseo que se va dilatando, ensanchando el corazón. En el cielo hay una muchedumbre innumerable; los ángeles alaban al Cordero degollado, Jesucristo; los ancianos y los santos con las copas de perfume de incienso que son las oraciones... La visión del cielo es la de una liturgia perfecta de los santos entorno al Santo: contemplación, canto, escucha, alabanza, incienso, oración, ¡y amor pleno y perfecto! Ellos, los santos, han vivido y ahora gozan de ser hijos de Dios y ser semejantes a Él; ellos, los santos, lograron por gracia parecerse al Corazón de Cristo que es pobre de espíritu, manso, humilde, misericordioso, con hambre y sed de la justicia de salvación... A Cristo, el Bienaventurado, los santos se le parecen como réplicas muy logradas.

Miramos al cielo: los Santos gozando de Dios, y entonces descubrimos que ése y no otro es nuestro lugar, la morada que deseamos alcanzar para compartir con ellos.

La santidad es nuestro único sueño, nuestro único deseo.

La santidad es lo más deseado, lo más alto, la mayor aspiración.

A ella nos llamó el Señor desde antes de la creación del mundo.


¡Ser santos, tender a la santidad!

¿Será acaso una meta imposible?

¿Algo inalcanzable? ¿Imposible quizás?


¡La santidad, nuestro sueño y nuestro deseo, nuestra santa ambición!
Cristo la quiere para nosotros... ¿por qué habremos de rechazarla, desecharla o posponerla para más tarde?
¡Santos! ¡Santos nosotros, con nuestro nombre y apellido, vocación, familia, circunstancias, edad, debilidades y pecados, en el propio barrio o pueblo!
¡Santos!
¡Santos, sí, hay que repetirlo, santos!

Es posible porque Cristo se ha comprometido a ello, su Gracia no va a faltar.


¿Por qué reservar la santidad a unos pocos?

¿Por qué pensar que la santidad es para algunos consagrados?

¿Por qué pensar en la santidad como algo meloso, o excesivamente angelical, etéreo, y alejado de nuestro “humano concreto”?

¿Por qué una santidad de escayola y promesas, flores y velas, sin contacto con lo real, sin ser camino válido hoy?

¿Por qué pensar en lo inalcanzable y extraordinario y no en el acceso de una santidad real y cercana, hecha de entrega fiel en lo cotidiano, de amor apasionado aunque frágil?

¡Santos! Llamados y elegidos antes de la creación del mundo, con un diseño personal y original para cada hijo suyo.
Para ello Dios nos llama, ofrece muchas vocaciones, caminos y modos espirituales, complementarios y no excluyentes; ofrece el Señor la mediación de la Iglesia, el amor de su Providencia y su continua Gracia.
Sí, es cuestión de Gracia y no de esfuerzos, pero es también respuesta y colaboración con la Gracia con un compromiso personal.


¡Santos! Ésa es nuestra plenitud cristiana.

¡Santos! Ése, nuestro deseo, nuestro sueño.

El alma humana es muy grande, creada por Dios para cosas grandes, el alma es capaz de Dios.
¡Podemos soñar la santidad, desearla apasionadamente, porque Dios ha soñado la santidad para nosotros! ¡Podemos volar hacia la santidad en el horizonte eterno de Dios!, pues para eso el Señor nos ha dotado, para volar bien alto y "a la caza dar alcance" (S. Juan de la Cruz).

¿Seremos felices si pudiendo volar como águilas hacia la santidad renunciamos a ello –por inconsciencia, miedo, comodidad- quedándonos a ras de tierra como pequeños gorriones?


Esa es la llamada y el recordatorio de la jornada alegre, festiva y escatológica de hoy: ¡la fiesta de la Santidad!, la celebración de los “mejores hijos de la Iglesia” (Prefacio).

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