"La expresión más fuerte de la unidad litúrgica entre la Iglesia celestial y la terrena –ambas dan gracias al Padre “por Cristo”- se encuentra en el Prefacio y en el Sanctus de la Santa Misa. La liturgia no deja, sin embargo, ninguna duda de que todavía no somos ciudadanos perfectos de la Jerusalén celestial, sino peregrinos en camino hacia la patria eterna. Antes de atrevernos a elevar los ojos a lo alto, para entonar con los coros celestiales el “Santo, Santo, Santo”, necesitamos prepararnos debidamente. Todo lo creado que es utilizado en el servicio divino tiene que ser apartado de su uso y sentido profano, tiene que ser consagrado y santificado. El sacerdote ha de purificarse a través del reconocimiento de sus pecados antes de subir las gradas del altar y, junto con él, también todos los creyentes. Antes de cada nuevo paso en el sacrificio de la ofrenda tiene que repetir la súplica del perdón de los pecados, por él mismo, por los allí presentes y por todos aquellos a quienes habrán de alcanzar los frutos de la ofrenda santa. La ofrenda del altar es un sacrificio que junto con los dones presentados transforma también a los creyentes, les abre el Reino de los Cielos y les hace aptos para una acción de gracias agradable a Dios.
Todo lo que nosotros necesitamos para ser acogidos en la comunidad de los espíritus celestiales está resumido en las siete peticiones del Padrenuestro, que Cristo no rezó en nombre propio, sino para que aprendiéramos de Él. Nosotros rezamos el Padrenuestro antes de comulgar y si lo hacemos sinceramente y de corazón y luego recibimos la comunión con espíritu recto, entonces nos proporciona ella el cumplimiento de las peticiones: ella nos libra de todo mal porque nos limpia de toda culpa y nos da la paz del corazón, que nos libera, a su vez, del aguijón de todos los otros males; ella nos proporciona el perdón de los pecados y nos da fuerzas contra la tentación. La comunión es el pan de la vida que necesitamos diariamente para ir acercándonos a la vida eterna; ella hace de nuestra voluntad un instrumento dócil de la voluntad de Dios, ella es el fundamento del Reino de Dios en nosotros y nos da un corazón y unos labios puros para glorificar el santo nombre de Dios. De esa manera se manifiesta cuán íntimamente unidos están el sacrificio, el banquete de la ofrenda y la alabanza divina.
La participación en el sacrificio y en el banquete de la ofrenda transforman el alma en una piedra viva de la ciudad de Dios, y a cada una de ellas en particular en un templo divino".
Todo lo que nosotros necesitamos para ser acogidos en la comunidad de los espíritus celestiales está resumido en las siete peticiones del Padrenuestro, que Cristo no rezó en nombre propio, sino para que aprendiéramos de Él. Nosotros rezamos el Padrenuestro antes de comulgar y si lo hacemos sinceramente y de corazón y luego recibimos la comunión con espíritu recto, entonces nos proporciona ella el cumplimiento de las peticiones: ella nos libra de todo mal porque nos limpia de toda culpa y nos da la paz del corazón, que nos libera, a su vez, del aguijón de todos los otros males; ella nos proporciona el perdón de los pecados y nos da fuerzas contra la tentación. La comunión es el pan de la vida que necesitamos diariamente para ir acercándonos a la vida eterna; ella hace de nuestra voluntad un instrumento dócil de la voluntad de Dios, ella es el fundamento del Reino de Dios en nosotros y nos da un corazón y unos labios puros para glorificar el santo nombre de Dios. De esa manera se manifiesta cuán íntimamente unidos están el sacrificio, el banquete de la ofrenda y la alabanza divina.
La participación en el sacrificio y en el banquete de la ofrenda transforman el alma en una piedra viva de la ciudad de Dios, y a cada una de ellas en particular en un templo divino".
(Edith Stein, La oración de la Iglesia).
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